Pero mi desdicha ha sido siempre doble, porque mi debilidad, mi espíritu contemplativo, mi indecisión, mi abulia, me impidieron siempre alcanzar ese nuevo orden, ese nuevo cosmos que es la obra de arte; y he terminado siempre por caer desde los andamios de aquella anhelada construcción que me salvaría. Y al caer, maltrecho y doblemente entristecido, he acudido en busca de los simples seres humanos.
Así también en aquel momento: todo lo que construía eran torpes y fallidos intentos, y una y otra vez, a cada fracaso, como cada vez que me he sentido solo y confuso, en medio de mi soledad oía quedamente, allá en el fondo de mi espíritu, mezclado a confusos rumores de una madre fantasmal que apenas recordaba, el rumor de Ana María, la única aproximación a una madre carnal que conocí. Era como el eco de aquellas campanas de la catedral sumergida de la leyenda, que la tempestad y el viento sacuden. Y como siempre que mi vida oscurecía, aquel remoto tañido se empezaba a oír con mayor intensidad, como un llamado, como si dijera "no olvides que siempre estoy aquí, que siempre puedes acudir a mi lado". Y de pronto, uno de aquellos días, el llamado creció hasta ser irresistible. Y entonces salté de la cama, donde pasaba largas horas de cavilación inútil, y corrí con la repentina y ansiosa idea de que debía haber acudido antes, mucho antes, para recuperar lo que quedaba de aquella infancia, de aquel río, de aquellas lejanas tardes de la estancia, de Ana María. De Ana María.
Me equivocaba, pues no siempre nuestras ansiedades nos conducen a la verdad. Aquel reencuentro con Georgina fue más bien un desencuentro y el comienzo de una nueva desventura que en cierto modo ha perdurado hasta ahora y que seguramente proseguirá hasta mi muerte. Pero esta historia no es ya la que a usted le interesa.
Sí, claro: la vi en numerosas ocasiones, caminé con ella por esas calles, fue bondadosa conmigo. Pero ¿quién ha dicho que sólo pueden hacernos sufrir los malvados?
No sólo era callada sino que sus palabras eran reticentes, como si viviera bajo un perpetuo temor. No fueron sus palabras las que me explicaron lo que Georgina era en aquel momento de su vida ni los sufrimientos que padecía. Fueron sus pinturas. ¿Le dije que ella pintaba desde niña?
No vaya a creer que sus cuadros me dijeran cosas directas, pues en ellos no había ni siquiera figuras humanas, y mucho menos anécdota. Eran naturalezas muertas: una silla al lado de una ventana, un florero. Pero, qué milagro: uno dice "silla" o "ventana" o "reloj", palabras que designan meros objetos de ese frígido e indiferente mundo que nos rodea, y sin embargo de pronto transmitimos algo misterioso e indefinible, algo que es como una clave como un patético mensaje de una profunda región de nuestro ser. Decimos "silla" pero no queremos decir "silla", y nos entienden. O por lo menos nos entienden aquellos a quienes está secretamente destinado el mensaje, críptico, pasando indemne a través de las multitudes indiferentes y hostiles. Así que ese par de zuecos, esa vela, esa silla no quiere decir ni esos zuecos, ni esa vela macilenta, ni aquella silla de paja, sino Van Gogh, Vincent (sobre todo Vincent): su ansiedad, su angustia, su soledad; de modo que son más bien su autorretrato, la descripción de sus ansiedades más profundas y dolorosas. Sirviéndose de aquellos objetos externos e indiferentes, esos objetos de ese mundo rígido y frío que está fuera de nosotros, que acaso estaba antes de nosotros y que muy probablemente seguirá permaneciendo, indiferente y helado, cuando hayamos muerto, como si esos objetos no fueran más que temblorosos y transitorios puentes (como las palabras para el poeta) para salvar el abismo que siempre se abre entre uno y el universo; como si fueran símbolos de aquello profundo y recóndito que refleja; indiferentes y objetivos y grises para los que no son capaces de entender la clave pero cálidos y tensos y llenos de intención secreta para los que la conocen. Porque en realidad esos objetos pintados no son los objetos de aquel universo indiferente sino objetos creados por aquel ser solitario y desesperado, ansioso de comunicarse, que hace con los objetos lo mismo que el alma realiza con el cuerpo: impregnándolo de sus anhelos y sentimientos, manifestándose a través de las arrugas carnales, del brillo de sus ojos, de las sonrisas y de las comisuras de sus labios; como un espíritu que trata de manifestarse (desesperadamente) con el cuerpo ajeno, y a veces groseramente ajeno, de una histérica o de una médium profesional y fría.
Así yo también pude saber algo de lo que pasaba en la parte más oculta, y por mí más añorada, del alma de Georgina.
¿Para qué, Dios mío? ¿Para qué?
IV
Durante días rondó la casa, esperando que retiraran la vigilancia. Se limitaba a mirar desde lejos lo que quedaba de aquel cuarto en que había conocido el éxtasis y la desesperación: un esqueleto ennegrecido por las llamas al que intentaba acercarse la escalera de caracol como con un retorcido y patético gesto. Y cuando anochecía, sobre las paredes apenas iluminadas por el foco de la esquina se abrían los huecos de la puerta y de la ventana como cuencas de una calavera calcinada.
¿Qué buscaba, para qué quería entrar? No habría podido responder. Pero pacientemente esperó que aquella inútil vigilancia fuese retirada, y entonces, esa misma noche escaló la verja y entró. Con una linterna hizo el mismo recorrido que un milenio antes había hecho con ella por primera vez, en una noche de verano: bordeó el caserón y caminó hacia el Mirador. Todo aquel corredor, así como las dos piezas que estaban debajo del Mirador, y el depósito eran simples paredes negras y cenicientas.