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Piensa Lacasa: "En su escudo un brazo armado sostiene una espada, una espada que no se rinde. Los moros no lo abatieron, y después tampoco fue abatido por los españoles. Y tampoco ahora ha de rendirse. Es un hecho".

Y Damasita Boedo, la muchacha que cabalga a su lado y que ansiosamente trata de penetrar en el rostro de aquel hombre que ama, pero que siente en un mundo remoto piensa "Generaclass="underline" querría que descansases en mí, que inclinases tu cansada cabeza en mi pecho, que durmieses acunado por mis brazos. El mundo nada podría contra ti, el mundo nada puede contra un niño que duerme en el regazo de su madre. Yo soy ahora tu madre, general. Mírame, dime que me quieres, dime que necesitas mi ayuda".

Pero el general Juan Galo de Lavalle marcha taciturno y reconcentrado en los pensamientos de un hombre que sabe que la muerte se aproxima. Es hora de hacer balances, de inventariar las desdichas, de pasar revista a los rostros del pasado. No es hora de juegos ni de mirar el simple mundo exterior. Ese mundo exterior ya casi no existe, pronto será un sueño soñado. Ahora avanzan en su mente los rostros verdaderos y permanentes, aquellos que han permanecido en el fondo más cerrado de su alma, guardados bajo siete llaves. Y su corazón se enfrenta entonces con aquella cara gastada y cubierta de arrugas, aquella cara que alguna vez fue un hermoso jardín y ahora está cubierto de malezas, casi seco, desprovisto de flores. Pero sin embargo vuelve a verlo y a reconocer aquella glorieta en que se encontraban cuando

casi eran niños, todavía: cuando la desilusión, la desdicha y el tiempo no habían cumplido su obra de devastación; cuando en aquellos tiernos contactos de sus manos, aquellas miradas de sus ojos anunciaba los hijos que luego vinieron como una flor anuncia los fríos que vendrán: "Dolores, murmura, con una sonrisa que aparece en su cara muerta como una brasa ya casi apagada entre las cenizas que apartamos para tener un poco y último calorcito en una desolada montaña.

Y Damasita Boedo, que lo observa con angustiosa atención, que casi lo oye murmurar aquel nombre lejano y querido, mira ahora hacia adelante, sintiendo las lágrimas en sus ojos. Entonces llegan a los aledaños de Jujuy: ya se ven la cúpula y las torres de la Iglesia. Es la quinta de los Tapiales de Castañeda. Es ya de noche. Lavalle ordena a Pedernera acampar allí. Él, con una pequeña escolta, irá a Jujuy. Buscará una casa donde pasar la noche: está enfermo, se derrumba de cansancio y de fiebre.

Sus compañeros se miran: ¿qué se puede hacer? Todo es una locura, y tanto da morir en una forma como en otra.

Vagó sin rumbo, estuvo en cafetines del bajo que alguna vez había recorrido con Alejandra, y a medida que se emborrachaba el mundo fue perdiendo su forma y su solidez: sentía gritos y risas, luces penetrantes horadaban su cabeza, mujeres pintarrajeadas lo abrazaban, hasta que grandes masas de plomo rojo y algodonoso lo aplastaron hacia el suelo y ayudándose con su muletita improvisada avanzaba en medio de una inmensa llanura pantanosa, entre inmundicias y cadáveres, entre excrementos y cangrejales que podían tragarlo y devorarlo, tratando de pisar en firme, abriendo sus ojos desmesuradamente para poder moverse en aquella penumbra hacia aquel rostro enigmático, lejos, como a una legua de distancia, a ras del suelo, como una luna infernal que quisiera alumbrar aquel paisaje repugnante y agusanado, corriendo hacia allá con su muletita, hacia donde el rostro parecía esperarlo y de donde sin duda venía aquel llamado, corriendo y tropezando por la llanura, hasta que de pronto al levantarse lo vio ante sí, casi a su lado, repelente y trágico, como si de lejos hubiese sido engañado por alguna perversa magia y gritó y se incorporó violentamente en la cama. ¡Cálmese, niño! -le decía una mujer, sujetándolo de los brazos-, ¡cálmese ahora!

Pedernera, que duerme sobre su montura, se incorpora nerviosamente: cree haber oído disparos de tercerolas. Pero acaso son figuraciones suyas. En esa noche siniestra ha intentado dormir en vano. Visiones de sangre y muerte lo atormentan.

Se levanta, camina entre sus compañeros dormidos y se llega basta el centinela. Sí, el centinela ha oído disparos, lejos, hacia la ciudad. Pedernera despierta a sus camaradas, él tiene una sombría intuición, piensa que deben ensillar y mantenerse alerta. Así se empieza a ejecutar cuando llegan dos tiradores de la escolta de Lavalle, al galope, gritando: "¡Han matado al general!"

Trataba de pensar, pero su cabeza estaba rellena de plomo líquido y basura. Ya pasa, niño, ya pasa -le decía-. Su cabeza le dolía como si gases a gran presión la forzasen como una caldera. Como a través de viejas y vastas enredaderas de telarañas espesas, advirtió que estaba en una pieza desconocida: frente a su cama entrevió a Carlitos Gardel, de frac, y otra foto, en colores también, de Evita y debajo un florero con flores. Sintió la mano de la mujer en su frente, como si le tomase la temperatura, como su abuela, infinitos años atrás. Empezó a oír el ruido de un calentador, la mujer se había separado de él y le daba presión, y el zumbido del calentador era cada vez más enérgico. También oyó un lloriqueo, de niño de pocos meses, ahí al costado, pero no tenía fuerzas para mirar. Nuevamente fue aplastado hacia el sueño. Por tercera vez se repitió. El mendigo avanzaba hacia él, murmurando palabras ininteligibles, ponía un hatillo en el suelo, lo desataba, lo abría y mostraba su contenido; un contenido que Martín se angustiaba por discernir. Sus palabras eran tan desesperadamente indescifrables como las de una carta que uno sabe que es decisiva para nuestro destino pero que el tiempo y la humedad han borroneado y la han vuelto ilegible.

En el zaguán bañado en sangre, yace el cuerpo del general. Arrodillada a su lado, abrazada a él, llora Damasita Boedo. El sargento Sosa mira aquello como un niño que ha perdido su madre en un terremoto.

Todos corren, gritan. Nadie comprende nada: ¿dónde están los federales? ¿Por qué no han muerto a los demás? ¿Por qué no han cortado la cabeza a Lavalle?

"No saben a quién han matado en la noche ", dice Frías. "Han tirado en la oscuridad." "Está claro", piensa Pedernera. Hay que huir antes que lo comprendan. Da órdenes enérgicas y precisas, el cuerpo es envuelto en el poncho y colocado sobre el tordillo del general, y al galope alcanzan nuevamente los Tapiales de Castañeda, donde espera el resto de la Legión.

Dice el coronel Pedernera: "Oribe ha jurado mostrar la cabeza del general en la punta de una pica, en la plaza de la Victoria. Eso nunca habrá de suceder, compañeros. En siete días podemos alcanzar la frontera de Bolivia, y allá descansarán los restos de nuestro jefe".

Divide entonces sus fuerzas, ordena a un grupo de tiradores defender la retirada de la retaguardia, y luego emprenden la marcha final hacia el exilio.

Volvió a oír al nene que lloriqueaba. Bueno, bueno -dijo la mujer, sin dejar de darle el té-. Luego, cuando terminó, lo acomodó en la cama y entonces fue hacia el otro lado, hacia el lado de donde venía el lloriqueo. Canturreó. Martín hizo un esfuerzo y movió su cabeza hacia el costado: estaba inclinada sobre algo, que después vio que era un cajón. Vamos, vamos -decía-. Y canturreaba. Sobre el cajón que servía de cuna había un cromo: Cristo tenía, el pecho abierto como en una lámina Testut y mostraba su corazón con un dedo, en colores. Más abajo había unas estampitas de santos. Y cerca, en otro cajón, estaba el Primus, con una pava encima. Bueno, bueno -repitió con voz cada vez más apagada, y canturreaba un sonsonete, cada vez más imperceptiblemente. Después todo quedó en silencio, pero ella esperó aún un minuto más, siempre agachada sobre el chico, hasta cerciorarse de que dormía. Luego, tratando de no hacer ruido, se volvió hacia donde estaba Martín. Y se durmió