– le dijo, sonriendo-. Y después, inclinándose un poco sobre él y poniéndole la mano sobre la frente, le preguntó: ¿Está mejor? Su mano era callosa. Martín hizo un signo afirmativo. Durmió tres horas. Martín empezaba a tener más lucidez. La miró: los sufrimientos y el trabajo, la pobreza y la desgracia no habían podido borrar del rostro de aquella mujer una expresión dulce y maternal. Se descompuso. Entonces les dije que lo trajeran acá. Martín enrojeció e intentó incorporarse. Pero ella lo retuvo. Espere un momento, quién lo corre. Sonriendo tristemente, agregó: Habló muchas cosas, niño. ¿Qué cosas? -preguntó Martín, avergonzado-. Muchas pero no se entendía bien -contestó la mujer, con timidez, mirando y tocando su pollera con cuidado, como si estuviera examinando una rotura casi invisible. El tono de su voz era el de la suave amonestación que suele tener en algunas madres. Al levantar sus ojos vio que Martín la observaba con una expresión de dolorosa ironía. Quizá ella lo comprendió, porque dijo: Yo también…, no vaya a creer. Vaciló un momento. Pero al menos ahora tengo trabajo acá y puedo tener al nene conmigo. Hay mucho trabajo, eso sí. Pero tengo esta piecita y puedo tener al nene. Volvió a examinar la rotura invisible y alisar la pollera. Y luego… -dijo, sin levantar la vista- hay tantas cosas lindas en la vida. Levantó su mirada y nuevamente encontró la expresión de ironía en la cara de Martín. Y ella volvió a emplear aquel tono de amonestación, mezclada a la compasión y al temor. Sin ir más lejos, míreme a mí, vea todo lo que tengo. Martín miró a la mujer, a su pobreza y su soledad en aquel cuchitril infecto. Tengo al nene -prosiguió ella tenazmente-, tengo esa vitrola vieja con unos discos de Gardel; ¿no le parece hermoso Madreselvas en flor? ¿Y Caminito? Con aire soñador, comentó: Nada hay tan hermoso como la música, eso sí. Dirigió una mirada al retrato en colores del cantor: desde la eternidad, Gardel, deslumbrante con su frac, también parecía sonreírle. Luego, volviendo hacia Martín, prosiguió con su censo: Después están las flores, los pájaros, los perros, qué sé yo… Lástima que el gato del café me comió el canario. Era una gran compañía. No nombra al marido pensó Martín, no tiene marido, o ha muerto o ha sido engañada por cualquiera. Casi con entusiasmo, dijo: ¡Es tan lindo vivir! Mire, niño: yo tengo veinticinco años y ya me da pena porque un día tendré que morirme. Martín la miró: había creído que tenía cuarenta años. Cerró los ojos y quedó pensativo. La mujer creyó que volvía a sentirse mal porque se acercó y nuevamente le puso la mano en la frente. Martín volvió a sentir aquella mano cubierta de callos. Y Martín comprendió que, tranquilizada, aquella mano permanecía un segundo más, torpe pero tiernamente, en una pequeña caricia tímida. Abrió los ojos y dijo: Me parece que el té me ha hecho bien. La mujer pareció sentir una extraordinaria alegría. Martín se sentó en la cama: Me voy -dijo-. Se sentía muy débil y muy mareado. ¿Se siente bien? -preguntó ella, preocupada-. Perfectamente. ¿Cómo se llama usted? Hortensia Paz paraservirausté. Yo me llamo Martín. Martín del Castillo.
Se quitó un anillo que llevaba en el dedo meñique, regalo de su abuela. Le regalo este anillito. La muchacha se puso colorada y se negó. ¿No me dijo usted que en la vida hay alegrías? -preguntó Martín-. Si me acepta este recuerdo tendré una gran alegría. La única alegría que he tenido en el último tiempo. ¿No quiere que me ponga contento? Hortensia seguía vacilando. Entonces se lo puso en la mano y salió corriendo.
VI
Cuando llegó a su cuarto amanecía. Abrió la ventana. Por el este, el Kavanagh iba recortándose poco a poco sobre un cielo ceniciento.
¿Cómo había dicho Bruno una vez? La guerra podía ser absurda o equivocada, pero el pelotón al que uno pertenecía era algo absoluto.
Estaba D'Arcángelo, por ejemplo. Estaba la misma Hortensia.
Un perro, basta.
La noche es helada y la luna ilumina frígidamente la quebrada. Los ciento setenta y cinco hombres vivaquean, pendientes de los rumores del sur. El Río Grande serpentea como mercurio brillante, testigo indiferente de luchas, expediciones y matanzas. Ejércitos del Inca, caravanas de cautivos, columnas de conquistadores españoles que ya traían su sangre (piensa el alférez Celedonio Olmos) y que cuatrocientos años más tarde vivirán secretamente en la sangre de Alejandra (piensa Martín). Luego, caballerías patriotas rechazando los godos hacia el norte, después los godos volviendo a avanzar hacia el sur, y una vez más los patriotas rechazándolos. Con lanza y tercerola, a espada y cuchillo, mutilándose y degollándose con el furor de los hermanos. Luego noches de silencio mineral en que vuelve a sentirse el solo murmullo del Río Grande, imponiéndose lenta pero seguramente sobre los sangrientos ¡pero tan transitorios! combates entre los hombres. Hasta que nuevamente los alaridos de muerte vuelven a teñirse de rojo y poblaciones enteras huyen hacia abajo, haciendo tabla rasa, incendiando sus casas y destruyendo sus haciendas, para retornar más tarde, una vez más hacia la tierra eterna en que nacieron y sufrieron.
Ciento setenta y cinco hombres vivaquean, pues, en la noche mineral. Y una voz apagada, apenas rasgando una guitarra, canta:
Palomita blanca,
vidalita,
que cruzas el valle,
vé a decir a todos,
vidalita,
que ha muerto Lavalle.
Y cuando el nuevo día amanece remidan la marcha hacia el norte.
El alférez Celedonio Olmos cabalga ahora al lado del sargento Aparicio Sosa, que marcha callado y pensativo.
El alférez lo mira. Durante días se ha venido preguntando. Su alma se ha marchitado en los últimos meses como una flor delicada en un cataclismo planetario. Pero ha empezado a comprender, a medida que más absurda es esa última retirada.
Ciento setenta y cinco hombres galopando furiosamente durante siete días por un cadáver.
"Nunca Oribe tendrá la cabeza", le ha dicho el sargento Sosa. Así que en medio de la destrucción de aquellas torres el alférez adolescente empezaba a entrever otra; refulgente indestructible. Una sola. Pero por ella valía la pena vivir y morir.
Lentamente iba naciendo un nuevo día en la ciudad de Buenos Aires, un día como otro cualquiera de los innumerables que han nacido desde que el hombre es hombre.
Desde la ventana, Martín vio a un chico que corría con los diarios de la mañana, tal vez para calentarse, tal vez porque en ese trabajo hay que moverse. Un perro vagabundo, no muy diferente del Bonito, revolvía un tacho de basura. Una muchacha como Hortensia iba a su trabajo.
Pensó también en Bucich, en su Mack con acoplado.
Así que puso sus cosas en la bolsa marinera y bajó las escaleras rotosas.
VII
Lloviznaba, la noche era fría. Un viento desolado, en furiosas ráfagas, arrastraba los papeles de la calle y las hojas secas que iban dejando desnudas las ramas de los árboles.
Frente al galpón hacían los últimos preparativos. La lona, dijo Bucich, con su pucho apagado, sabes, puede llover fuerte. Ataban las riendas, apoyando una pierna sobre el camión, haciendo fuerza. Pasaban obreros, conversando, haciendo chistes, algunos en silencio y cabizbajos. Tirá de ahí, pibe, decía Bucich. Después entraron en el bar: hombres de mameluco azul y sacos de cuero, con botas y borceguíes conversaban ruidosamente, tomaban café y ginebra, comían enormes sandwiches, cruzaban recomendaciones, se hablaba de gente de la ruta: el Flaco, el Entrerriano, Gonzalito. Le daban enormes golpes en la espalda, sobre la campera de cuero, le decían Puchito viejo y peludo, y él sonreía, sin hablar. Y luego, después de terminar aquel salamin y el café negro, le dijo a Martín ahora le metemo, pibe, y saliendo, subió a la cabina y puso en marcha el motor, encendió las luces de posición y empezó su marcha hacia el puente Avellaneda, iniciando el viaje interminable hacia el sur, primero atravesando en la madrugada frígida y lluviosa aquellos barrios que tantos recuerdos traían a Martín; luego, después de cruzar el Riachuelo, los barrios industriales, y luego poco a poco, la ruta más abierta hacia el sudeste; hasta que después del cruce de caminos con La Plata, decididamente hacia el sur, en aquella ruta 3 que terminaba en la punta del mundo, allá, donde Martín imaginaba todo blanco y helado, aquella punta que se inclinaba hacia la Antártida, barrida por los vientos patagónicos, inhóspita pero limpia y pura. Seno de la Ultima Esperanza, Bahía Inútil, Puerto Hambre, Isla Desolación, nombres que había mirado a lo largo de años, desde su infancia allá en el altillo, en largas horas de tristeza y soledad; nombres que sugerían remotas y solitarias regiones del mundo, pero limpios, duros y purísimos; lugares que parecían no haber sido ensuciados aún por los hombres y sobre todo por las mujeres.