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Martín le preguntó si conocía bien la Patagonia, Bucich dijo je, sonriendo con benévola ironía.

– Soy de la clase del 1, pibe. Y se puede decir que desde que dejé de gatiar empecé a andar por la Patagonia. ¿Sabé? Mi viejo era marinero y en el barco alguien le habló del sur, de las minas de oro. Y ahí nomás el viejo se embarcó en Buenos Aires en un carguero que iba a Puerto Madryn. Allá conoció a un inglés Esteve, que también andaba queriendo encontrar oro. Así que siguieron viaje pal sur. En lo que viniera: a caballo, en carreta, en canoa. Hasta que se quedó en Lago Viema, cerca del Fisroy. Ahí nací yo.

– ¿Y su madre?

– La conoció allá, una chilena, Albina Rojas. Martín lo miraba fascinado. Bucich sonreía pensativo para sí mismo, sin dejar de observar cuidadosamente la ruta, el toscano apagado. Le preguntó si hacía mucho frío. -Asegún. En invierno llega a hacer hasta treinta bajo cero, sobre todo entre Lago Argentino y Río Gallegos, en la travesía. Pero en verano se pone lindo.

Después de un rato le habló de su infancia, de la caza de pumas y de guanacos, de zorros, de jabalíes. De las expediciones con su padre, en canoa.

– Mi viejo -añadió riéndose- nunca abandonó la idea del oro. Y aunque trabajaba con unas ovejas y era poblador, en cuanto podía volvía a las andadas. En el año 3 supo andar con un dinamarqués Masen y un alemán Oten por Tierra del Fuego. Fueron los primeros blancos en atravesar el Río Grande. Después volvieron al norte por Ultima Esperanza hasta llegar a los lagos. Siempre buscando oro. -¿Y encontraron?

– Qué iban a encontrar. Puro cuento. -¿Y cómo vivían?

– Y, de lo que cazaban y pescaban. Después, mi viejo entró a trabajar con Masen en la comisión de límites. Y estando cerca del Viema conoció a uno de los primeros pobladores de por allá, un inglés Yac Liveli, que le dijo vea don Bucich esto tiene mucho porvenir, créame, por qué no se queda por aquí en vez de andar buscando oro, acá, el oro son las ovejas, yo sé lo que le digo. Y después se quedó callado.

En la noche silenciosa y helada se pueden oír los cascos de la caballería en retirada. Siempre hacia el norte.

– En el veintiuno yo trabajaba de peón en Santa Cruz, cuando la huelga grande. Hubo una gran matanza.

Volvió a quedarse pensativo, masticando el toscano apagado. A veces saludaba a algún camionero que venía en sentido inverso.

– Parece que lo conocen mucho -comentó Martín.

Bucich sonrió con orgullosa modestia.

– Pibe, hace más de diez años que ando en la ruta 3. La conozco más que a mis manos. Tres mil kilómetros desde Buenos Aires hasta el estrecho. Así es la vida, pibe.

Colosales cataclismos levantaron aquellas cordilleras del noroeste y desde doscientos cincuenta mil años vientos provenientes de la regiones que se encuentran más allá de las cumbres occidentales, hacia la frontera, cavaron y trabajaron misteriosas y formidables catedrales.

Y la Legión (los restos de la Legión) sigue su galope hacia el norte, perseguida por las fuerzas de Oribe. Sobre el tordillo de pelea, envuelto en su poncho, pudriéndose, hediendo, va el cuerpo hinchando del general.

El tiempo había ido cambiando, había dejado de lloviznar, soplaba un viento fuerte de adentro (decía Bucich) y el frío era cortante. Pero el cielo ahora estaba límpido. A medida que avanzaba hacia el sudoeste la pampa se abría más y más, el paisaje se volvía imponente y el aire parecía más honrado para Martín. Ahora se sentía útil también: tuvieron que cambiar una cubierta, cebaba mate, preparaba el fuego. Y así llegó la primera noche.

Quedan treinta y cinco leguas. Tres días de marcha a galope tendido, con el cadáver que hiede y destila los líquidos de la podredumbre, con unos tiradores a la retaguardia que cubren las espaldas, que quizá son poco a poco diezmados y lanceados o degollados. Desde Jujuy hasta Huacalera, veinticuatro leguas. Nada más que treinta y cinco leguas, se dicen a sí mismos. Nada más que cuatro o cinco días de marcha, si Dios los ayuda.

– Porque a mí, pibe, no me gusta comer en las fondas -dijo Bucich mientras acomodaba el camión en un desvío de tierra.

Las estrellas se refulgían en la noche dura y fría.

– Es mi sistema, pibe -explicó con orgullo, dando unos golpecitos con sus manazas sobre el Mack, como si fuera un caballo querido-. Al llegar la noche, paro. Salvo en verano, por la fresca. Pero siempre es peligroso: te cansas, te dormís y zas. Lo que le pasó al gordo Villanueva, el verano pasao, cerca del Azul. Y te soy sincero, no es por uno, es por los demás. Imagínate semejante camión. Se hacen torta, se hacen.

Martín empezó los preparativos para el fuego. Mientras el camionero extendía la carne sobre la parrilla, comentó:

– Un lindo asadito de tira, vas a ver. Mi sistema es comprar cuando recién carnean. Nada de frigorífico, pibe, tenélo siempre presente: le quitan la sangre. Si yo sería gobierno te juro por esta cruz que prohibía la carne congelada. Creéme, por eso andan tantas enfermedades hoy en día.

Pero ¿y sin los frigoríficos no se pudría la carne en las grandes ciudades? Bucich se quitó el cigarro, negó con el dedo y dijo:

– Mentiras, son todos negocios. Si la venderían en seguida no pasa nada, ¿entendés? Hay que comprarla apenas carnean. ¿Cómo se va a pudrir? ¿Me querés explicar?

Mientras acomodaba el asado de modo que el viento no lo quemara, agregó, como si hubiera seguido pensando en aquello:

– Te soy sincero, pibe: la gente de antes era más sana. No tendría tanto firulete como ahora, si se quiere, pero era más sana. ¿Sabes cuánto tiene mi viejo?

No, Martín no lo sabía. A la luz del luego lo miraba a Bucich sonriendo, en cuclillas, con el toscano apagado, orgulloso de antemano.

– Ochenta y tres. Y te mentiría si te diría que ha visto un médico. ¿Querés creer?

Luego se sentaron en los cajoncitos, cerca del fuego, en silencio, esperando que la carne estuviera a punto. El cielo era purísimo, el frío intenso. Martín observa las llamas.

Pedernera ordena hacer alto y habla con sus camaradas: el cuerpo se hincha, el olor es insoportable. Habrá que descarnarlo para conservar los huesos y la cabeza. Nunca la tendrá Oribe.

Pero ¿quién quiere hacerlo? Y sobre todo, ¿quien podrá