– ¿Pensando?
– Bueno, quién lo sabe… ¿Qué podes saber de lo que pasa en la cabeza de un viejo desvelado, que tiene casi cien años? Quizá sólo recuerde, qué sé yo… Dicen que a esa edad sólo se recuerda…
Y luego agregó, riéndose con su risa seca.
– Me cuidaré mucho de llegar hasta esa edad.
Y saliendo con naturalidad, como si se tratase de hacer una visita normal a personas normales y en horas sensatas, dijo:
– Vení, te lo muestro ahora. Quién te dice que mañana se ha muerto.
Se detuvo.
– Acostúmbrate un poco a la oscuridad y podrás bajar mejor.
Se quedaron un rato apoyados en la balaustrada mirando hacia la ciudad dormida.
– Mirá esa luz en la ventana, en aquella casita -comentó Alejandra, señalando con su mano-. Siempre me subyugan esas luces en la noche: ¿será una mujer que está por tener un hijo? ¿Alguien que muere? O a lo mejor es un estudiante pobre que lee a Marx. Qué misterioso es el mundo. Solamente la gente superficial no lo ve. Conversas con el vigilante de la esquina, le haces tomar confianza y al rato descubrís que él también es un misterio.
Después de un momento, dijo:
– Bueno, vamos.
XII
Bajaron y bordearon la casa por el corredor lateral hasta llegar a una puerta trasera, debajo de un emparrado. Alejandra palpó con su mano y encendió una luz. Martín vio una vieja cocina, pero con cosas amontonadas, como en una mudanza. Luego esa sensación fue aumentando al atravesar un pasillo. Pensó que en los sucesivos retaceos del caserón, no se habrían decidido o no habrían sabido desprenderse de objetos y muebles: muebles y sillas derrengadas, sillones dorados sin asientos, un gran espejo apoyado contra una pared, un reloj de pie detenido y con una sola aguja, consolas. Al entrar en la habitación del viejo, recordó una de esas casas de subastas de la calle Maipú. Una de las viejas salas se había juntado con el dormitorio del viejo, como si las piezas se hubiesen barajado. En medio de trastos, a la luz macilenta de un quinqué, entrevió un viejo dormitando en una silla de ruedas. La silla estaba colocada frente a una ventana que daba a la calle como para que el abuelo contemplase el mundo.
– Está durmiendo -murmuró Martín con alivio-. Mejor que lo dejes.
– Ya te dije que nunca se sabe si duerme.
Se colocó delante del viejo e inclinándose sobre él lo sacudió un poco.
– ¿Cómo, cómo? -tartamudeó el abuelo, entreabiertos sus ojitos.
Eran unos ojitos verdosos, cruzados por estrías rojas y negras, como si estuvieran agrietados, hundidos en el fondo de sus cuencas, rodeados por los pliegues apergaminados de un rostro momificado e inmortal.
– ¿Dormía, abuelo? -preguntó Alejandra a su oído, casi a gritos.
– ¿Cómo, cómo? No, m'hija, qué iba a dormir. Descansaba, nomás.
– Éste es un amigo mío.
El viejo asintió con la cabeza pero con un movimiento repetido y decreciente, como un tentempié que es apartado de su posición de equilibrio. Le extendió una mano huesuda, en la que venas enormes parecían querer salirse de una piel reseca y transparente como el tímpano de un viejo tambor.
– Abuelo -le gritó-, cuéntale algo del teniente Patrick.
El tentempié se movió nuevamente.
– Ajá -murmuraba-. Patrick, eso es, Patrick.
– No te preocupés, es lo mismo -le dijo Alejandra a Martín-, es lo mismo. Cualquier cosa. Siempre va a terminar hablando de la Legión, hasta que se olvide y se duerma.
– Ajá, el teniente Patrick, eso es.
Sus ojuelos lagrimeaban.
– Elmtrees, mocito, Elmtrees. Teniente Patrick Elmtrees, del famoso 71. Quién le iba a decir que moriría en la Legión.
Martín miró a Alejandra.
– Explíquele, abuelo, explíquele -gritó.
El viejo ponía su mano sarmentosa y enorme junto al oído, con la cabeza, inclinada hacia Alejandra. Dentro de la máscara de pergamino agrietado y ya adelantada hacia la muerte, parecía vivir dificultosamente un resto de ser humano, pensativo y bondadoso. La mandíbula inferior colgaba un poco, como si no tuviera fuerza para mantenerse apretada, y podían verse sus encías sin dientes.
– Eso es, Patrick.
– Explíquele, abuelo.
Pensaba, miraba hacia tiempos remotos.
– Olmos es la traducción de Elmtrees. Porque abuelo estaba harto de que lo llamaran Elemetri, Elemetrio, Lemetrio y hasta capitán Demetrio.
Pareció reírse con un temblor, llevando su mano a la boca.
– Eso es, hasta capitán Demetrio. Harto estaba. Y porque se había acriollado tanto que lo fastidiaba cuando le decían el inglés. Y se puso Olmos, nomás. Como los Island se habían puesto Isla y los Queenfaith, Reinafé. Lo jorobaba mucho -especie de risita-. Porque era muy retobón. De modo que fue muy juicioso, muy juicioso. Y además porque ésta era su verdadera patria. Aquí se había casado y aquí nacieron sus hijos. Y nadie, viéndolo sobre el gateado, con el cipero de plata, habría podido maliciar que era gringo. Y aunque lo hubiera maliciado -risita- no habría dicho esta boca es mía, porque ahí nomás don Patricio lo habría bajado de un rebencazo -risita-… El tenientito Patrick Elmtrees, sí señor. Quién le iba a decir. No, si el destino es más embrollao que negocio e'turco. Quién le iba a decir que su destino era morir a las órdenes del general.
Repentinamente pareció dormitar, con un leve estertor.
– ¿General? ¿Qué general? -preguntó Martín a Alejandra.
– Lavalle.
No entendía nada: ¿un teniente inglés a las órdenes de Lavalle? ¿Cuándo?
– La guerra civil, tonto.
Ciento setenta y cinco hombres, rotosos y desesperados, perseguidos por las lanzas de Oribe, huyendo hacia el norte por la quebrada, siempre hacia el norte. El alférez Celedonio Olmos cabalgaba pensando en su hermano Panchito muerto en Quebracho Herrado, y en su padre, el capitán Patricio Olmos, muerto en Quebracho Herrado. Y también, barbudo y miserable, rotoso y desesperado, cabalga hacia el norte el coronel Bonifacio Acevedo. Y otros ciento setenta y dos hombres indescifrables. Y una mujer. Noche y día huyendo hacia el norte, hacia la frontera.
La mandíbula inferior cuelga y temblequea: "Tío Panchito y abuelo lanceados en Quebracho Herrado", murmura, como asintiendo.
– No entiendo nada -dice Martín.
– El 27 de junio de 1806 -le dijo Alejandra-, los ingleses avanzaban por las calles de Buenos Aires. Cuando yo era así -puso una mano cerca del suelo- el abuelo me contó la historia ciento setenta y cinco veces. La novena compañía cerraba la marcha del famoso 71 (¿por qué famoso?). No sé, pero así decían. Creo que nunca lo habían vencido, en ninguna parte del mundo ¿comprendes? La novena compañía avanzaba por la calle de la Universidad (¿de la Universidad?). Pero sí, zonzo, la calle Bolívar. Te cuento como el viejo, me lo sé de memoria. Al llegar a la esquina de nuestra Señora del Rosario, Venezuela para los atrasados, pasó la cosa (¿qué cosa?). Espera. Tiraban de todo. Desde las azoteas, quiero decir: aceite hirviendo, platos, botellas, fuentes, hasta muebles. También baleaban. Todos tiraban: las mujeres, los negros, los chicos. Y ahí lo hirieron (¿a quién?). Al teniente Patrick, hombre, en esa esquina estaba la casa de Bonifacio Acevedo, abuelo del viejo, el hermano del que después fue general Cosme Acevedo (¿el de la calle?), sí, el de la calle: es lo único que nos va quedando, nombres de calles. Este Bonifacio Acevedo se casó con Trinidad Arias, de Salta -se acercó a una pared y trajo una miniatura y a la luz del quinqué, mientras el viejo parecía asentir a algo remoto con la mandíbula colgando y los ojos cerrados, Martín vio el rostro de una mujer hermosa cuyos rasgos mongólicos parecían el murmullo secreto de los rasgos de Alejandra, murmullo entre conversaciones de ingleses y españoles-. Y esta muchacha tuvo una pila de hijos, entre ellos María de los Dolores, y Bonifacio, que después sería el coronel Bonifacio Acevedo, el hombre de la cabeza.