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Pero Martín pensó (y así lo dijo) que cada vez entendía menos. Porque ¿qué tenía que ver con todo ese barullo el teniente Patrick, y cómo había muerto a las órdenes de Lavalle?

– Esperá, zonzo, ahora viene la combinación. ¿No oíste al viejo que la vida es más embrollada que negocio de turco? El destino esta vez era un negro grandote y feroz, un esclavo de mi tataratatarabuelo, un negro Benito. Porque el Destino no se manifiesta en abstracto sino que a veces es un cuchillo de un esclavo y otras veces es la sonrisa de una mujer soltera. El Destino elige sus instrumentos, en seguida se encarna y luego viene la joda. En este caso se encarnó en el negro Benito, que le encajó una cuchillada al tenientito con la suficiente mala suerte (según el punto de vista del negro) que Elmtrees pudo convertirse en Olmos y yo pude existir. Yo estuve pendiente, como se dice, de un hilo de seda y de circunstancias muy frágiles, porque si el negro no oye los gritos que desde la azotea daba María de los Dolores, ordenando que no lo ultimara, el negro lo liquida en forma perfecta y definitiva, como eran sus deseos, pero no los del Destino, que aunque se había encarnado en Benito no opinaba exactamente como él, tenía sus pequeñas diferencias. Cosa que sucede muy a menudo, porque claro, el Destino no puede andar eligiendo en forma tan ajustada a la gente que le va a servir de instrumento. Del mismo modo que si vos estás apurado para llegar a un lugar, cosa de vida o muerte, no te vas a andar fijando mucho si el auto está tapizado de verde o el caballo tiene una cola que te disgusta. Se agarra lo que se tiene más a mano. Por eso el Destino es algo confuso y un poco equívoco: él sabe bien lo que quiere, en realidad, pero la gente que lo ejecuta, no tanto. Como esos subalternos medio zonzos que nunca ejecutan con perfección lo que se les ordena. Así que el Destino se ve obligado a proceder como Sarmiento: hacer las cosas, aunque sea mal, pero hacerlas. Y muchas veces tiene que emborracharlos o aturdidos. Por eso se dice que el tipo estaba como fuera de sí, que no sabía lo que hacía, que perdió el control. Por supuesto. De otro modo, en lugar de matar a Desdémona o a César, vaya a saber la payasada que hacían. Así que, como te explicaba, en el momento en que Benito se disponía a decretar mi inexistencia, María de los Dolores le gritó desde arriba con tanta fuerza que el negro se detuvo. María de los Dolores. Tenía catorce años. Estaba tirando aceite hirviendo pero gritó a tiempo.

– Tampoco entiendo; ¿no se trataba de impedir que los ingleses ganaran?

– Atrasado mental, ¿no has oído hablar del coup de foudre? En medio del caos se produjo. Ya ves cómo funciona el Destino. El negro Benito obedeció de mala gana a la amita, pero arrastró al oficialito adentro, como se lo ordenaba la abuela de mi bisabuelo Pancho. Allí las mujeres le hicieron la primera cura, mientras llegaba el doctor Argerich. Le quitaron la chaqueta. ¡Pero si es un niño!, decía horrorizada misia Trinidad. ¡Pero si no ha de tener ni diecisiete años! decían. ¡Pero qué temeridá! se lamentaban. Mientras lo lavaban con agua limpia y con caña, y lo vendaban con tiras de sábanas. Después lo acostaron. Durante la noche deliraba y pronunciaba palabras en inglés, mientras María de los Dolores, rezando y llorando, le cambiaba paños de vinagre. Porque, como me contaba el abuelo, la niña se había enamorado del gringuito y había decidido que se casaría con él. Y has de saber, me decía, que cuando a una mujer se le pone esa idea entre ceja y ceja, no hay poder del cielo o de la tierra que lo impida. De modo que mientras el pobre teniente deliraba y seguramente soñaba con su patria ya la chica había decidido que aquella patria había dejado de existir, y que los descendientes de Patrick nacerían en la Argen tina. Después, cuando empezó a recobrar el conocimiento, resultó que era nada menos que el sobrino del propio general Beresford. Ya te podes imaginar lo que habrá sido la llegada de Beresford a la casa y el momento en que besó la mano de misia Trinidad.

– Ciento setenta y cinco hombres -farfulló el viejo, asintiendo.

– ¿Y eso?

– La Legión. Siempre piensa en lo mismo: en la infancia o sea en la Legión. Te sigo contando. Beresford les agradeció lo que habían hecho con el muchacho y decidieron que seguiría en casa hasta que se curara del todo. Y así, mientras las fuerzas inglesas ocupaban Buenos Aires, Patrick se hacía amigo de la familia, lo que no era muy fácil si se tiene en cuenta que todos, y también mi familia, odiaban la ocupación. Pero lo peor empezó con la reconquista: grandes escenas de llanto, etcétera. Por supuesto, Patrick volvió a incorporarse a su ejército y hubo de combatir contra nosotros. Y cuando los ingleses tuvieron que rendirse, Patrick sintió a la vez una gran alegría y una gran tristeza. Muchos de los vencidos pidieron quedarse aquí y fueron internados. Patrick, por supuesto, quiso quedarse y lo internaron en la estancia La Horqueta, uno de los campos de mi familia, que estaba cerca de Pergamino. Eso fue en 1807. Un año después se casaron, fueron felices y comieron perdices. Don Bonifacio le regaló parte del campo y Patricio empezó su tarea de convertirse en Elemetri, Elemetrio, don Demetrio, teniente Demetrio y de repente Olmos. Y al que dijera inglés o Demetrio, leña.

– Hubiera sido mejor que lo mataran en Quebracho Herrado -murmuró el viejo.

Martín volvió a mirar a Alejandra.

– Al coronel Acevedo, quiere decir ¿comprendes? Si lo hubieran matado en Quebracho Herrado 110 lo hubieran degollado aquí, en el momento en que esperaba ver a su mujer y a su hija.

"Mejor habría sido que me mataran en Quebracho Herrado" piensa el coronel Bonifacio Acevedo mientras huye hacia el norte, pero por otra razón, por razones que cree horribles (esa marcha desesperada, esa desesperanza, esa miseria, esa derrota total) pero que son infinitamente menos horribles que las que podrá tener doce años después, en el momento de sentir el cuchillo sobre la garganta, frente a su casa.

Vio que Alejandra se dirigía a la vitrina y gritó, pero ella, diciendo "déjate de mariconadas" sacaba la caja, quitaba la tapa y le mostraba la cabeza del coronel, mientras Martín se tapaba los ojos y ella se reía ásperamente, volviendo a guardar aquello.

– En Quebracho Herrado -murmuraba el viejo, asintiendo.

– De modo -explicó Alejandra- que nuevamente yo había nacido de milagro.

Porque si a su tatarabuelo el alférez Celedonio Olmos lo matan en Quebracho Herrado, como a su hermano y a su padre, o lo degüellan frente a la casa, como al coronel Acevedo, ella no habría nacido y en ese momento no estaría allí en aquella habitación, rememorando aquel pasado. Y gritándole al oído al abuelo "cuéntele lo de la cabeza" y diciéndole a Martín que ella tenía que irse y desapareciendo antes que él atinara a correr con ella (acaso porque estaba como atontado), lo dejó con el viejo, que repetía "la cabeza, eso es, la cabeza", asintiendo como un tentempié que ha sido apartado de su posición de equilibrio. Luego su mandíbula inferior se agitó, colgó temblorosamente por unos instantes, sus labios musitaron algo ininteligible (quizás un resumen mental como los chicos que deben dar la lección) y finalmente dijo: " La Mazorca, eso es, tiraron la cabeza ahí mismo, por la ventana de la sala. Se bajaron de los caballos con grandes risotadas y gritos de alegría, se acercaron a la ventana y gritaron ¡sandias, patrona! ¡sandias fresquitas! Y cuando abrieron la ventana tiraron la cabeza ensangrentada del tío Bonifacio. Mejor habría sido que lo mataran también en Quebracho Herrado, como a tío Panchito y al abuelo Patricio. Ya lo creo". Cosa que también pensaba el coronel Acevedo mientras huía hacia el norte por la quebrada de Humahuaca, con ciento setenta y cuatro camaradas (y una mujer), perseguido y rotoso, derrotado y tristísimo, pero ignorante de que aún viviría doce años, en tierras lejanas, esperando el momento de volver a ver a su mujer y a su hija.