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– Gritaban sandias fresquitas y era la cabeza, mocito. Y la pobre Encarnación cayó como muerta cuando la vio, y en realidad murió pocas horas después, sin volver en sí. Y la pobre Escolástica, que era una chicuela de once años, perdió la razón. Eso es.

Y cabeceando, empezó a dormitar, mientras Martín estaba paralizado por un silencioso y extraño pavor, en medio de aquella pieza casi oscura, con aquel viejo centenario, con la cabeza del coronel Acevedo en la caja, con el loco que podía andar rondando por ahí. Pensaba: lo mejor es que salga. Pero el temor de encontrarse con el loco lo paralizaba. Y entonces se decía que era preferible esperar la vuelta de Alejandra, que no tardaría, que no podía tardar, ya que sabía que él nada podía hacer con aquel viejo. Sentía como si poco a poco hubiese ido ingresando en una suave pesadilla en que todo era irreal y absurdo. Desde las paredes parecían observarlo aquel señor pintado por Prilidiano Pueyrredón y aquella dama de gran peineta. El alma de guerreros, de conquistadores, de locos, de cabildantes y de sacerdotes parecía llenar invisiblemente la habitación y murmurar quedamente entre ellos: historias de conquista, de batallas, de lanceamientos y degüellos.

– Ciento setenta y cinco hombres.

Miró al viejo: su mandíbula inferior asentía, colgando, temblequeando.

– Ciento setenta y cinco hombres sí señor.

Y una mujer. Pero el viejo no lo sabe, o no lo quiere saber. He ahí todo lo que queda de la orgullosa Legión, después de ochocientas leguas de retirada y de derrota, de dos años de desilusión y de muerte. Una columna de ciento setenta y cinco hombres miserables y taciturnos (y una mujer) que galopan hacia el norte, siempre hacia el norte. ¿No llegarán nunca? ¿Existe la tierra de Bolivia, más allá de la interminable quebrada? El sol de octubre cae a plomo y pudre el cuerpo del general. El frío de la noche congela el pus y detiene el ejercito de gusanos. Y nuevamente el día, y los tiros de retaguardia, la amenaza de los lanceros de Oribe.

El olor, el espantoso olor del general podrido.

La voz que canta en el silencio de la noche:

Palomita blanca,

vidalita

que cruzas el valle,

ve a decir a todos,

vidalita,

que ha muerto Lavalle.

– Hornos los abandonó, caramba. Dijo "me uniré al ejército de Paz". Y los dejó, con el comandante Ocampo, también. Caramba. Y Lavalle los vio alejarse con sus hombres, hacia el este, en medio del polvo. Y mi padre dice que el general parecía lagrimear, mientras miraba los dos escuadrones que se alejaban. Ciento setenta y cinco hombres le quedaban.

El viejo asintió y quedó pensativo, moviendo siempre su cabeza.

– Los negros lo querían a Hornos, mucho lo querían. Y tatita terminó por recibirlo a Hornos. Venía aquí, a la quinta, y mateaban, recordaban sucedidos de la campaña.

Volvió a murmurar algo que no se entendía.

– Emprincipiaron a ralear desde la presidencia de Roca. Los gringos que fueron llegando los desplazaron. Labores humildes, pues. Yo ya no salgo, pero hasta hace unos años, cuando todavía sabía darme una vueltita por ahí, sobre todo para la fiesta de Santa Lucía, bajaban algunos negros que andaban de ordenanza en el congreso o en alguna otra repartición nacional. Algunos, viejos, como el pardo Elizalde, a gatas si podía caminar, el pobre, pero ahí se aparecía para la fiesta de la patrona. ¡Qué se habrá hecho de tanto negro que hubo por esta barriada cuando yo era chicuelo! Tomasito, Lucía, Benito, el tío Joaquín… Lucía era la cebadora de mate de madre, Tomasito, el cochero, también estaba la vieja Encarnación, que supo ser nodriza de mi padre y de mis tíos, y la Toribia, famosa por sus empanadas y pasteles de fuente, que la recuerdo tullida allá en el patio de atrás, tomando mates y contando cuentos.

Asintió con la cabeza, su mandíbula cayó y murmuró algo sobre el comandante Hornos y sobre el coronel Pedernera. Luego se calló. ¿Dormía, pensaba? Acaso dentro de él transcurría esa vida latente y silenciosa que transcurre en los lagartos durante los largos meses de invierno, cercana a la eternidad.

Piensa Pedernera: veinticinco años de campañas, de combates, de victorias y derrotas. Pero en aquel tiempo sí sabíamos por lo que luchábamos. Luchábamos por la libertad del continente, por la Patria Grande. Pero ahora… Ha corrido tanta sangre por el suelo de América, hemos visto tantos atardeceres desesperados, hemos oído tantos alaridos de lucha entre hermanos… Ahí mismo viene Oribe, dispuesto a degollarnos, a lancearnos, a exterminarnos ¿no luchó conmigo en el Ejército de los Andes? El bravo, el duro general Oribe. ¿Dónde está la verdad? ¡Qué hermosos eran aquellos tiempos! ¡Qué arrogante iba Lavalle con su uniforme de mayor de granaderos, cuando entramos en Lima! Todo era más claro, entonces, todo era lindo como el uniforme que llevábamos…

– Ya lo creo, mocito: muchas peleas supo haber en nuestra familia por causa de Rosas, y de ese tiempo viene la separación de las dos ramas, sobre todo en la familia de Juan Bautista Acevedo. Y de estos Acevedo hubo muchos federales netos, como Evaristo, que fue miembro de la Sala de Representantes, y otros como Marianito, Vicente y Rudecindo, que si no fueron federales netos por lo menos estaban con Rosas cuando el bloqueo y nunca nos perdonaron…

Tosió, pareció que iba a dormirse, pero de pronto volvió a hablar:

– Porque de Lavalle, hijo, se puede decir cualquier cosa, pero nadie que sea bien nacido podrá negarle su buena fe, su hombría de bien, su caballerosidad, su desinterés. Sí señor.

He peleado en ciento cinco combates por la libertad de este continente. He peleado en los campos de Chile al mando del general San Martín, y en Perú a las órdenes del general Bolívar. Luché luego contra las fuerzas imperiales en territorio brasilero. Y después, en estos dos años de infortunio, a lo largo y a lo ancho de nuestra pobre patria. Acaso he cometido grandes errores, y el más grande de todos el fusilamiento de Dorrego. Pero ¿quién es dueño de la verdad? Nada sé ya, fuera de que esta tierra cruel es mi tierra y que aquí tenía que combatir y morir. Mi cuerpo se está pudriendo sobre mi tordillo de pelea pero eso es todo lo que sé.

– Sí señor -dijo el viejo, tosiendo y carraspeando, como pensativo, con los ojos lacrimosos, repitiendo "sí señor" varias veces, moviendo la cabeza como si asintiera a un interlocutor invisible.

Pensativo y lacrimoso. Mirando hacia la realidad, hacia la única realidad.

Realidad que se organizaba según leyes extrañísimas.

– Fue por el 32, según contaba mi padre, eso es. Porque te advierto que eso de la mejora del ganado tuvo sus pros y sus contras. Fue el inglés Miller que emprincipió, con el famoso Tarquino, por el 30. Eso es, el famoso Tarquino en la estancia La Caledonia. El gringo Miller, excelente sujeto. Trabajador y ahorrativo como todos los escoceses, eso sí. Amarrete, para decirlo con más claridad (risita y toses repetidas). No como nosotros los criollos, que somos demasiado mano abierta y por eso estamos donde estamos (toses). Así que lo sabían criticar, sobre todo don Santiago Calzadilla, que era muy reparón y amigo del comadreo. La Caledonia, eso es. En el pago de Cañuelas. Don Juan Miller se había casado con una Balbastro, Misia Dolores Balbastro. Supo ser dama de gran energía, corno que muchas veces dirigió la defensa contra la indiada y hasta disparaba la carabina como un hombre. Como abuela, que también era baqueana para las armas largas. Eran mujeres de ley, amiguito, y claro, un poco se volvían así por la vida dura. ¿De qué estaba hablando?