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– Del inglés Miller.

– Del inglés Miller, eso es. Todo el mundo habla de él y del famoso Tarquino, y cuando venía a casa don Santiago Calzadilla contaba muchos chistes del bicho aquel, del Tarquino. Que para criticones se nos ha concedido gran habilidá, hijo. Así que el inglés Miller tuvo que aguantarse el chichoneo general durante muchos años. Pero él se sonreía, decía mi padre, y seguía adelante. Porque estos escoceses son duros como el ñandubay y muy tercos y temosos. Y el hombre temaba con la mejora del ganado y nadie lo iba a sacar de la huella.

Volvió a reírse y a toser. Pasó torpemente un pañuelo por sus ojos que lagrimeaban.

– ¿De qué te estaba hablando?

– De los toros de raza, señor.

– Eso es, los toros.

Tosió y cabeceó un momento. Luego dijo:

– Nunca la familia de Evaristo nos perdonó. Nunca. Ni cuando degollaron a mi tío. Lo cierto es que nuestra familia quedó dividida por causa del tirano. No te vayas a creer que mi padre no reconocía sus méritos. Pero decía que en sus últimos años aquello era una abominación, por más que haya defendido el pabellón nacional. Le reprochaba su crueldá fría y refinada, su espíritu taimado ¿no lo hizo asesinar a Quiroga? Él era un cobarde, como que huyó en Caseros. Era miedoso, es un hecho. Te podría contar mil sucedidos de aquella época, sobre todo el año 40, como cuando lo degollaron a un mozo Iranzuaga, novio de una Isabelita Ortiz, medio parienta nuestra. Nadie dormía tranquilo. Y ya podes imaginar las angustias en casa de mis padres, con mi madre sola desde que tatita se había incorporado a la Legión. Y también se había ido mi abuelo don Patricio, ¿te conté la historia de don Patricio?, y mi tío abuelo Bonifacio y tío Panchito. Así que en la estancia no quedaba más que tío Saturnino, que era el menor, un chiquilín. Y después todas mujeres. Todas mujeres.

Se volvió a pasar el pañuelo por los ojos, que lagrimeaban, tosió, cabeceó y pareció dormirse. Pero de pronto dijo:

– Sesenta leguas. Y con la gente de Oribe pisándole los talones. Y contaba mi padre que el sol de octubre era muy fuerte. El general se pudría rápidamente y nadie soportaba el olor a los dos días de galope. ¡Y todavía faltaban cuarenta para la frontera! Cinco días y otras cuarenta leguas. Nada más que para salvar los huesos y la cabeza de Lavalle. Nada más que para eso, hijo. Porque estaban perdidos y ya ninguna otra cosa era posible hacer: ni guerra contra Rosas, ni nada. Le cortarían la cabeza al cadáver y se la mandarían a Rosas y la clavarían en la punta de una lanza, para deshonrarlo. Con un letrero que dijera: "ésta es la cabeza del salvaje, del inmundo, del asqueroso perro unitario Lavalle". Así que había que salvar el cuerpo del general a toda costa, llegando hasta Bolivia, defendiéndose a tiros a lo largo de siete días de huida. Sesenta leguas de retirada furiosa. Casi sin descanso.

Soy el comandante Alejandro Danel, hijo del mayor Danel, del ejército napoleónico. Todavía lo recuerdo cuando volvía con el Gran Ejército en el jardín de las Tullerías o en los Campos Elíseos, a caballo. Lo veo todavía a Napoleón seguido por su escolta de veteranos, con los legendarios sables corvos. Y después cuando al fin, cuando Francia ya no era más la tierra de la Libertad y yo soñaba con combatir por los pueblos oprimidos, me embarqué hacia estas tierras, junto con Brauix, Viel, Bardel, Brandsen y Rauch, que habían combatido al lado de Napoleón. ¡Dios mío, cuánto tiempo ha pasado, cuántos combates, cuántas victorias y derrotas, cuánta muerte y cuánta sangre! Aquella tarde de 1825 en que lo conocí y me pareció un águila imperial, al frente de su regimiento de coraceros. Y entonces marché con él a la guerra del Brasil, y cuando cayó en Yerbal lo recogí y con mis hombres lo llevé a través de ochenta leguas de ríos y montes, perseguido por el enemigo, como ahora… Y nunca más me separé de él… Y ahora, después de ochocientas leguas de tristeza, ahora marcho al lado de su cuerpo podrido, hacia la nada…

Pareció despertar y dijo:

– Algunas cosas las he visto yo mismo, otras las he oído de tatita, pero sobre todo de madre, porque tatita era callado y raramente hablaba. Así que cuando venía a matear el general Hornos o el coronel Ocampo, mientras recordaban cosas del tiempo viejo y de la Legión, tatita se limitaba a escuchar y a decir, de vez en cuando, qué cosa ¿no? o así es compadre.

Volvió a cabecear y a dormirse por un instante, pero despertó muy pronto y dijo:

– Eso es, Elisita, eso es. Pobre niña que bajó al río, enloquecida, cuando tuvo noticias de la muerte de su novio. De la quinta sí que me acuerdo, porque al almirante yo no lo alcancé a ver. Ya lo creo que se querían con mi abuelo Patricio y abuela Dolores, a pesar de que él era federal. Ya te contaré algún día la historia curiosa de mi abuelo, que no se llamaba Olmos sino Elmtrees, y que llegó aquí como teniente del ejército inglés, cuando las invasiones. Curiosa historia, ya lo creo (se rió y tosió).

Cabeceó y repentinamente empezó a roncar.

Martín volvió a mirar hacia la puerta, pero ningún ruido se oía. ¿Dónde estaba Alejandra? ¿Qué hacía en su pieza? También pensó que si no se había ido era por no dejar solo al viejo, que ni siquiera lo oía y tal vez ni siquiera lo veía: el viejo seguía su existencia subterránea y misteriosa, sin preocuparse de él ni de nadie que viviera en este tiempo, aislado por los años, por la sordera y por la presbicia, pero sobre todo por la memoria del pasado, que se interponía como una oscura muralla de sueño, viviendo en el fondo de un pozo, recordando negros, cabalgatas, degüellos y episodios de la Legión. No se había quedado por consideración al viejo, sino porque estaba como inmovilizado por una especie de temor a atravesar aquellas regiones de la realidad en que parecía habitar el abuelo, el loco y hasta la propia Alejandra. Territorio misterioso e insano, disparatado y tenue como los sueños, tan sobrecogedor como los sueños. Sin embargo, se levantó de la silla donde parecía haber quedado clavado y sigilosamente empezó a alejarse del viejo, entre los trastos de remate, observando, vigilado por los antepasados de las paredes, mirando la caja en la vitrina. Llegó así hasta la puerta y quedó frente a ella, sin atreverse a abrirla. Se acercó y puso su oído contra la hendidura: tenía la impresión de que el loco estaba del otro lado, esperando su salida con el clarinete en la mano. Hasta creyó oír su respiración. Entonces, asustado, volvió lentamente hacia su silla y se sentó.

– Nada más que treinta y cinco leguas -murmuró de pronto el viejo.

Sí, quedan treinta y cinco leguas. Tres días de marcha a galope tendido por la quebrada, con el cadáver hinchado y hediendo a varias cuadras a la redonda, destilando los horribles líquidos de la podredumbre. Siempre adelante, con unos tiradores a la retaguardia. Desde Jujuy hasta Huacalera, veinticuatro leguas. Nada más que treinta y cinco leguas más, dicen para animarse. Nada más que cuatro, acaso cinco días más de galope, si tienen suerte.

En la noche silenciosa se pueden oír los cascos de la caballada fantasma. Siempre hacia el norte.

– Porque en la quebrada el sol es muy fuerte, hijo, porque son tierras muy altas y el aire es purísimo. Así que a los dos días de marcha el cuerpo estaba hinchado y el olor se sentía a varias cuadras, decía mi padre, y al tercer día hubo que descarnarlo, eso es.

El coronel Pedernera ordena hacer alto y habla con sus compañeros: el cuerpo se está deshaciendo, el olor es espantoso. Se lo descarnará y se conservarán los huesos. Y también el corazón, dice alguien. Pero sobre todo la cabeza: nunca Oribe tendrá la cabeza, nunca podrá deshonrar al general.

¿Quién quiere hacerlo? ¿Quién puede hacerlo?