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– A vo te gusta el tango, pibe, ¿eh?

– Sí, claro -respondió Martín con cautela.

– Qué bueno. Porque ahora, te voy a ser sincero, la nueva generación no sabe ya nada de tango. Meta fostró y todo eso merengue de bolero, de rumba, toda esa payasada. El tango e algo serio, algo profundo. Te habla al alma. Te hace pensar.

Se sentó en la cama y se quedó cavilando.

– Pero -dijo- todo eso pasó. A veces me pongo a pensar, pibe, que a este país todo ya pasó, todo lo bueno se fue pa no volver, como dice el tango. Lo mismo el tango que el fóbal, que el carnaval, que el corso, ma qué sé yo. Y cuando alguno de eso payaso te quiere hacer tango nuevo, pa qué vamo a hablar. El tango tiene que ser tango o nada. Y eso terminó, pibe, ponele la firma. E algo que te parte el corazón, pero e una verdá grande como una casa.

Luego agregó, porque siempre trataba de ser justo:

– Y bueno, a lo mejor e música importante, qué sé yo. Capá que Piazzola y eso muchacho de ahora hacen algo importante, música seria, como lo valse de Estrau. No me aparto. Pero tango, lo que se dice tango, eso, pibe, te garanto que no e.

Después le contó que su padre andaba muy mal con el reumatismo, pero, sobre todo, lo había terminado de matar el disgusto con Bachicha.

– Sabé -explicó con amargura-, un día le dijo que vendía la 40 y que con lo peso que se había juntado compraba a media un tasímetro. Te podé imaginar la bronca del viejo. Se enojó, lo insultó, rogó, pero todo fue inútil, porque Bachicha e duro como mármo. Te juro que si yo habría tenido en ese momento un ladrillo se lo tiro por la cabeza. Todo inútil. Se compró el tasi y se lo trajo aquí, pa mejor. El viejo estuvo a la cama como un me. Cuando se levantó ya no era el mismo de ante.

Luego agregó:

– No sólo se salió con la suya, lo pior es que le decía lo coche están terminado, viejo, decía, hay que resinarse a la verdá, decía, cómo queré que nadie pueda vivir con eso cachivache, decía, no manya, viejo que debemo estar acorde al progreso, decía, no comprende que el mundo marcha adelante y que yo te empeña en mantener esa ruina porque sí, porque te da la real gana, no te da cuenta que la gente quiere velocidá y eficencia, decía, que el mundo tiene que ir cada vez más rápido, decía. Y cada una de esa palabra era como un cuchillo.

Se acostaron.

XVII

Durante algunos días esperó en vano. Pero por fin Chichín lo recibió con una seña y le dio un sobre. Temblando, lo abrió y desdobló la carta. Con la letra enorme, desigual y nerviosa que tenía, le decía, simplemente, que lo esperaba a las seis.

A las seis menos algo estaba en el banco del parque, agitado pero feliz, pensando que ahora tenía a quién contarle sus desdichas. Y a alguien como Alejandra, tan desproporcionado como para un pordiosero encontrar el tesoro de Morgan.

Corrió hacia ella como un chico, le contó lo de la imprenta.

– Me hablaste de un tal Molinari -dijo Martín-. Creo que dijiste que tenía una gran empresa.

Alejandra levantó su mirada hacia el muchacho, con las cejas en alto, demostrando sorpresa.

– ¿Molinari? ¿Yo te hablé de Molinari?

– Sí, aquí mismo, cuando me encontraste dormido, ¿recordás? Me dijiste: seguro que no trabajas para Molinari, ¿recordás?

– Puede ser.

– ¿Es amigo tuyo?

Alejandra lo miró con una sonrisa irónica.

– ¿Te dije que era amigo mío?

Pero Martín estaba muy esperanzado en aquel momento para darle un significado recóndito a su expresión.

– ¿Qué te parece? -insistió-. ¿Crees que pueda darme trabajo?

Ella lo observó como los médicos miran a los reclutas que se presentan para el servicio militar.

– Sé escribir a máquina, puedo redactar cartas, corregir pruebas de imprenta…

– Uno de los triunfadores de mañana ¿eh?

Martín enrojeció.

– Pero ¿tenés idea de lo que es trabajar en una empresa importante? ¿Con reloj marcador y todo eso?

Martín extrajo su cortapluma blanco, abrió su hojita menor y luego la volvió a cerrar, cabizbajo.

– No tengo ninguna pretensión. Si no puedo trabajar en el escritorio puedo trabajar en talleres, o como peón.

Alejandra observaba su traje raído y sus zapatos rotos.

Cuando Martín levantó por fin su mirada hacia ella, vio que tenía una expresión muy seria, con el ceño fruncido.

– ¿Qué, es muy difícil?

Ella movió negativamente la cabeza.

Después dijo:

– Bueno, no te preocupes, ya encontraremos una solución.

Se levantó.

– Vení. Vamos por ahí un rato, me duele horriblemente el estómago.

– ¿El estómago?

– Sí, me duele muchas veces. Debe ser una úlcera.

Caminaron hasta el bar de Brasil y Balcarce. Alejandra pidió en el mostrador un vaso de agua, sacó de su cartera un frasquito y echó unas gotas.

– ¿Qué es eso?

– Láudano.

Atravesaron nuevamente el parque.

– Vamos un rato a la Dársena -dijo Alejandra.

Bajaron por Almirante Brown, doblaron por Arzobispo Espinosa hacia abajo y por Pedro de Mendoza llegaron hasta un barco sueco que estaba cargando.

Alejandra se sentó sobre uno de los grandes cajones que venían de Suecia, mirando hacia el río, y Martín en uno más bajo, como si sintiese el vasallaje hacia aquella princesa. Y ambos miraban el gran río de color de león.

– ¿Viste que tenemos muchas cosas en común? -decía ella.

Y Martín pensaba ¿será posible?, y aunque estaba convencido de que a ambos les gustaba mirar río afuera, también pensaba que aquello era una nimiedad frente a los otros hechos profundos que lo separaban de ella, nimiedad que nadie podía tomar en serio y menos que nadie la propia Alejandra, como -pensó- la forma risueña en que acababa de decir aquella frase: como esos grandes personajes que de pronto se fotografían en la calle, democráticamente, al lado de un obrero o una niñera, sonriendo y condescendientes. Aunque también podía ser que aquella frase fuera una clave de verdad, y que mirar ambos con ansiedad río afuera constituyese una fórmula secreta de alianza para cosas mucho más trascendentales. Porque ¿cómo podía saberse lo que ella realmente cavilaba? Y la miraba allá arriba, inquieto, como quien vigila a un equilibrista querido que se mueve en zonas peligrosísimas y sin que nadie pueda prestarle ayuda. La veía, ambigua e inquietante, mientras la brisa agitaba su pelo renegrido y lacio y marcaba sus pechos puntiagudos y un poco abiertos hacia los costados. La veía fumando, abstraída. Aquel territorio barrido por los vientos parecía apaciguado por la melancolía, como si esos vientos se hubiesen calmado y una bruma intensa lo cubriese.

– Qué lindo sería irse lejos -comentó de pronto-. Irse de esta ciudad inmunda.

Martín oyó penosamente aquella forma impersonaclass="underline" Irse.

– ¿Te irías? -preguntó con voz quebrada.

Sin mirarlo, casi totalmente abstraída, respondió:

– Sí, me iría con mucho gusto. A un lugar lejano, a un lugar donde no conociera a nadie. Tal vez a una isla, a una de esas islas que todavía deben de quedar por ahí.

Martín bajó su cabeza y con el cortaplumas empezó a escarbar el cajón mientras leía THIS SIDE UP. Alejandra, volviendo su mirada hacia él, después de observarlo un momento preguntó si le pasaba algo, y Martín, siempre escarbando la madera y leyendo THIS SIDE UP contestó que no le pasaba nada, pero Alejandra se quedó mirando y cavilando. Y ninguno de los dos habló durante bastante tiempo, mientras anochecía y el muelle iba quedándose en silencio: las grúas habían cesado en su trabajo y los estibadores y cargadores empezaban a retirarse hacia sus casas o hacia los bares del Bajo.

– Vamos al Moscova -dijo entonces Alejandra.