Estaba indignado. Se arregló la corbata raída y luego agregó:
– Así e l'América, pibe. Haceme caso: hay que ser duro como yo. No mirar ni atrá ni a lo costado. Y si hay que cafishiar a la vieja, cafishiala. Si no, buena noche.
Amenazó a los chicos y después masculló, con resentimiento:
– ¡Diputado! Todo lo político son iguale, créeme, pibe. Todo están cortado por la misma tijera: radicale, orejudo, socialista. Tenía razón el Tino cuando decía la humanidá tiene de ser ácrata. Te soy sincero: yo no votaría nunca si no sería que tengo que votar por lo conservadore.
Martín lo miró son sorpresa.
– ¿Te llama la atención? Y sin embargo e la pura verdá. Qué le vamo a hacer.
– ¿Pero, por qué?
– Eh, pibe, siempre hay un porqué a toda la cosa, como decía el finado Zanetta. Siempre hay un misterio.
Sorbió el mate.
Durante un buen rato se mantuvo callado, casi melancólico.
– Mi viejo lo llevaba a don Olegario Souto, que era caudillo conserva de Barracas al Norte. Y una de la hija de don Olegario se llamaba María Elena. Era rubia y parecía un sueño.
Sonrió en silencio, con turbación.
– Pero imagináte, pibe… eran gente rica… y yo, adema… con este escracho…
– ¿Y cuándo fue todo eso? -preguntó Martín, admirado.
– Y, te estoy hablando del año quince, un año antes de la subida del Peludo.
– Y ella, ¿qué pasó después?
– ¿Ella? Y… qué va a pasar… se casó… un día se casó… Me acuerdo como si sería hoy. El 23 de mayo de 1924.
Se quedó cavilando.
– ¿Y por eso vota siempre por los conservadores?
– Así e, pibe. Ya ve que todo tiene su explicación. Hace má de treinta año que voto por eso malandrine. Qué se va a hacer.
Martín se quedó mirándolo con admiración.
– Eh, sí… -murmuró el viejo-. A Natale lo decábano bacare.
Tito le guiñó un ojo a Martín.
– ¿A quién, viejo?
– Lo briganti.
– ¿Viste? Siempre la misma cosa. ¿Pa qué lo dejaban bajar, viejo?
– Per andaré a la santa misa. Due hore.
Asintió con la cabeza, mirando a lo lejos.
– Eh, sí… La notte de Natale. I fusilli tocábano la zambuna.
– ¿Y qué cantaban lo fusilli, viejo?
– Cantábano
La notte de Natale e una festa principale que nascio nostro Signore a una povera mangiatura.
– ¿Y había mucha nieve, viejo?
– Eh, sí…
Y se quedó meditando en aquella tierra fabulosa. Y Tito le sonrió a Martín con una mirada en que estaban mezcladas la ironía, la pena, el escepticismo y el pudor.
– ¿No te dije? Siempre la misma historia.
VI
Esa noche, mientras Martín deambulaba por la ribera empezó a llover después de largos, ambiguos y contradictorios preparativos. En medio de continuos relámpagos comenzaron a caer algunas gotas, vacilantemente, tanto como para dividir a los porteños -sostenía Bruno- en esos dos bandos que siempre se forman en los días bochornosos de verano: los que, con la expresión escéptica y amarga que ya tienen medio estereotipada por la historia de cincuenta años, afirman que nada pasará, que las imponentes nubes terminarán por disolverse y que el calor del día siguiente será aún peor y mucho más húmedo; y los que, esperanzados y candorosos, aquellos a quienes les basta un invierno para olvidar el agobio de esos días atroces, sostienen que "esas nubes darán agua esta misma noche" o, en el peor de los casos, "no pasará de mañana". Bandos tan irreductibles y tan apriorísticos como los que sostienen que "este país está liquidado" y los que dicen que "saldremos adelante porque siempre aquí hay grandes reservas". En resumen: las tormentas de Buenos Aires dividen a sus habitantes como las tormentas de verano en cualquier otra ciudad actual del mundo: en pesimistas y optimistas. División que (como le explicaba Bruno a Martín) existe a priori, haya o no tormentas de verano, haya o no calamidades telúricas o políticas; pero que se hace manifiesta en esas condiciones como la imagen latente en una placa con el revelado. Y (también le decía), aunque eso es válido para cualquier región del mundo donde haya seres humanos, es indudable que en la Argentina, y sobre todo en Buenos Aires, la proporción de pesimistas es mucho mayor, por la misma razón que el tango es más triste que la tarantela o la polca o cualquier otro baile de no importa qué parte del mundo. La verdad es que esa noche llovió intensa y furiosamente, batiendo en retirada al bando de los pesimistas; en retirada momentánea, claro, porque nunca este bando se retira del todo y jamás admite una derrota definitiva, pues siempre puede decir (y dice) "veremos si de verdad refresca". Pero el viento del sur fue aumentando su intensidad a medida que llovía, trayendo ese frío cortante y seco que viene desde la Patagonia, y ante el cual los pesimistas, siempre invencibles, por la naturaleza misma del pesimismo, pronuncian fúnebres presagios de gripes y resfríos, cuando no de pulmonías "porque en esta ciudad maldita uno no puede saber cuando sale al centro desde la mañana, si debe llevarse sobretodo (a pesar del calor) o traje liviano (a pesar del frío)". De modo que, sostienen, los pobres diablos que viven en los suburbios, a una hora de tren y de subterráneo de sus oficinas, están siempre amenazados por los peligros del frío repentino o por las incomodidades de un calor húmedo e insoportable. Idea que Bruno resumía diciendo que en Buenos Aires no hay clima sino dos vientos: norte y sur.
Desde el café de Almirante Brown y Pedro de Mendoza, Martín contemplaba cómo la lluvia barría la cubierta de los barcos, fragmentariamente iluminados por los relámpagos.
Y cuando pudo salir, después de medianoche, debió ir corriendo hasta su pieza para no helarse.
VII
Pasaron muchos días sin que Alejandra diera señales de vida, hasta que por fin se decidió a telefonearla. Logró estar con ella algunos minutos en el bar de Esmeralda y Charcas, que lo dejaron en un estado de ánimo peor que el de antes: ella se limitó a contar (¿con qué objeto?) atrocidades de aquellas mujeres de la boutique.
Luego volvieron a transcurrir días y días, y nuevamente Martín se arriesgó a llamar por teléfono: Wanda le contestó que no estaba en aquel momento, que le daría su mensaje. Pero no hubo noticias de ella.
Varias veces estuvo a punto de dejarse vencer y de ir a la boutique. Pero se detenía a tiempo, porque sabía que hacerlo era pesar un poco más sobre su vida, y (pensaba), por lo tanto, distanciarla todavía más; del mismo modo que el náufrago desesperado por la sed sobre su bote debe resistir la tentación de tomar agua salada, porque sabe que únicamente le acarreará una sed aun más insaciable. No, claro que no la llamaría. Tal vez lo que pasaba era que ya había cortado demasiado su libertad, había pesado excesivamente sobre ella; porque él se había lanzado, se había precipitado sobre Alejandra, impulsado por su soledad. Y acaso si le concedía toda la libertad era posible que volvieran los primeros tiempos.
Pero una convicción más profunda, aunque tácita, lo inclinaba a pensar que el tiempo de los seres humanos no vuelve nunca para atrás, que nada vuelve a ser lo que era antes y que cuando los sentimientos se deterioran o se transforman no hay milagro que los pueda restaurar en su calidad iniciaclass="underline" como una bandera que se va ensuciando y gastando (le había oído decir a Bruno). Pero su esperanza luchaba, pues, como pensaba Bruno, la esperanza no deja de luchar aunque la lucha esté condenada al fracaso, ya que, precisamente, la esperanza sólo surge en medio del infortunio y a causa de él. ¿Acaso alguien después podría darle a ello lo que él le había dado? ¿Su ternura, su comprensión, su limitado amor? Pero en seguida la palabra "después" aumentaba su tristeza, porque le hacía imaginar un futuro en que ella no estaría más a su lado, un futuro en que otro ¡otro! le dirá palabras semejantes a las que él le había dicho y que ella había escuchado con ojos fervorosos en momentos que ya le parecían inverosímiles; ojos y momentos que él había creído que serían eternamente para él, que permanecerían para siempre en su absoluta y conmovedora perfección, como la belleza de una estatua. Y ella y ese Otro cuya cara no podía imaginar andarían juntos por las mismas calles y lugares que había recorrido con Martín; mientras él ya no existiría para Alejandra, o apenas sería un recuerdo decreciente de pena y ternura, o acaso de fastidio o comicidad. Y luego se empeñaba en imaginarla en momentos de pasión, pronunciando las palabras secretas que se dicen en esos momentos, cuando el mundo entero y también y sobre todo él, Martín, quedan horrorosamente excluidos, fuera del cuarto en que están sus cuerpos desnudos y sus gemidos; entonces Martín corría a un teléfono, diciéndose que después de todo bastaba discar seis números para oír su voz. Pero ya antes de terminar el llamado lo interrumpía, porque tenía ya la suficiente experiencia para comprender que se puede estar al lado de otro ser, oírlo y tocarlo, y no obstante estar separado por murallas insalvables; así como una vez muertos, nuestros espíritus pueden estar cerca de aquel que quisimos y sin embargo, separados angustiosamente por la muralla invisible pero insalvable que para siempre impide a los muertos tener comunión con el mundo de los vivos.