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confusión pueril extrae la sugerencia de un universo incomprensible, una especie de parábola impía. Cualquier estudiante sabe y hasta me atrevería a conjeturar (como diría Borges) que la realización de todos los posibles a la vez es imposible. Puedo estar de pie y puedo estar sentado, pero no al mismo tiempo.

– ¿Y del cuento sobre Judas?

– Un cura irlandés me dijo un día: Borges es un escritor inglés que se va a blasfemar a los suburbios. Habría que agregar: a los suburbios de Buenos Aires y de la filosofía. El razonamiento teológico que presenta el señor Borges-Sörensen, esa especie de centauro escandinavo-porteño no tiene de razonamiento casi ni la apariencia. Es teología pintada. Yo también, si fuese pintor de la escuela abstracta, podría pintar una gallina mediante un triángulo y unos puntitos, pero de eso no podría sacar caldo de gallina. Ahora bien ¿es intencionado en Borges este juego, o es natural? Quiero decir: ¿es un sofista o un sofisticado? El tema de esa burla no es tolerable en ningún hombre honrado, aunque se diga que es pura literatura.

– En el caso de Borges, es pura literatura. El mismo lo diría.

– Peor para él.

Ahora estaba enojado.

– Estos fantaseos benévolos con Judas denotan una tendencia a la molicie y a la cobardía. Se recula ante las cosas supremas, ante la bondad y ante la maldad suprema. Así hoy un mentiroso no es un mentiroso: es un político. Se trata elegantemente de salvar al diablo. ¡No es tan negro el diablo como lo pintan, vamos!

Los miró como pidiéndoles cuentas.

– En realidad es al revés: el diablo es más negro de como lo pinta esa gente. No son malos filósofos, lo peor para ellos es que son malos escritores. Porque no perciben ni siquiera esa realidad psicológica capital que ya vio Aristóteles. Eso que Edgar Poe llamó the imp of perversity. Los grandes escritores del siglo pasado ya lo vieron con lucidez: desde Blake a Dostoievsky. Pero claro…

Se quedó sin completar la frase. Miró un momento por a ventana y luego concluyó diciendo, con su sonrisa suticlass="underline"

– Así que Judas anda suelto en la Argentina… El patrono de los ministros de Hacienda, pues sacó dinero de donde a nadie se le habría ocurrido. Sin embargo, pobre corazón, Judas no soñó con gobernar. Y ahora en nuestro país parece que está por obtener o ya ha obtenido puestos del gobierno. Bueno, con gobierno o sin gobierno, Judas termina siempre por ahorcarse.

Luego Bruno le explicó sus gestiones con Monseñor Gentile. Rinaldini hizo un gesto con la mano mientras sonreía con cierta resignada y bondadosa ironía.

– No se haga mala sangre, Bassán. Los obispos no me dejarán. Y en cuanto a ese Monseñor Gentile, que por desgracia es pariente suyo, sería mejor que en lugar de hacer politiquería eclesiástica leyera de cuando en cuando el Evangelio.

Se fueron.

Ahí se queda, solo, pobre, con su sotana raída, pensó Martín.

XIV

Alejandra permanecía invisible y Martín se refugiaba en su trabajo y en la compañía de Bruno. Fueron tiempos de tristeza meditativa: todavía no habían llegado los días de caótica y tenebrosa tristeza. Parecía el ánimo adecuado a aquel otoño de Buenos Aires, otoño no sólo de hojas secas y de cielos grises y de lloviznas sino también de desconcierto, de neblinoso descontento. Todos estaban recelosos de todos, las gentes hablaban lenguajes diferentes, los corazones no latían al mismo tiempo (como sucede en ciertas guerras nacionales, en ciertas glorias colectivas): había dos naciones en el mismo país, y esas naciones eran mortales enemigas, se observaban torvamente, estaban resentidas entre sí. Y Martín, que se sentía solo, se interrogaba sobre todo: sobre la vida y la muerte, sobre el amor y el absoluto, sobre su país, sobre el destino del hombre en general. Pero ninguna de estas reflexiones era pura, sino que inevitablemente se hacía sobre palabras y recuerdos de Alejandra, alrededor de sus ojos grisverdosos, sobre el fondo de su expresión rencorosa y contradictoria. Y de pronto parecía como si ella fuera la patria, no aquella mujer hermosa pero convencional de los grabados simbólicos. Patria era infancia y madre, era hogar y ternura; y eso no lo había tenido Martín; y aunque Alejandra era mujer, podía haber esperado en ella, en alguna medida, de alguna manera, el calor y la madre; pero ella era un territorio oscuro y tumultuoso, sacudido por terremotos, barrido por huracanes. Todo se mezclaba en su mente ansiosa y como mareada, y todo giraba vertiginosamente en torno de la figura de Alejandra, hasta cuando pensaba en Perón y en Rosas, pues en aquella muchacha descendiente de unitarios y sin embargo partidaria de los federales, en aquella contradictoria y viviente conclusión de la historia argentina, parecía sintetizarse, ante sus ojos, todo lo que había de caótico y de encontrado, de endemoniado y desgarrado, de equívoco y opaco. Y entonces lo volvía a ver al pobre Lavalle, adentrándose en el territorio silencioso y hostil de la provincia, perplejo y rencoroso, acaso pensando en el misterio del pueblo en largas y pensativas noches de frío, envuelto en su poncho celeste, taciturno, mirando las cambiantes llamas del fogón, quizá oyendo el apagado eco de coplas hostiles en anónimos paisanos:

Cielito y cielo nublado por la muerte de Dorrego. enlútense las provincias, lloren, cantando este cielo.

Y también Bruno, al que se aferraba, al que miraba con anhelante interrogación, parecía estar carcomido por las dudas, preguntándose perpetuamente sobre el sentido de la existencia en general y sobre el ser y el no ser de aquella oscura región del mundo en que vivían y sufrían: él, Martín, Alejandra, y los millones de habitantes que parecían ambular por Buenos Aires como en un caos, sin que nadie supiese dónde estaba la verdad, sin que nadie creyese firmemente en nada; los viejos como don Pancho (pensaba Bruno) viviendo en el sueño del pasado, los aventureros haciendo fortuna sin importárseles de nada ni de nadie, los cínicos profesores que se adaptaban al nuevo orden enseñando lo que antes habían repudiado, los estudiantes luchando contra Perón y aliándose de hecho con hipócritas y aprovechadores defensores de la libertad, y los viejos inmigrantes soñando (también ellos) con otra realidad, una realidad fantástica y remota, como el viejo D'Arcángelo, mirando hacia aquel territorio ya inalcanzable y murmurando

Addio patre e matre, addio sorelli e fratelli.

Palabras que algún inmigrante-poeta habría dicho al lado del viejo, en aquel momento en que el barco se alejaba de las costas del Regio o de Paola, y en que aquellos hombres y mujeres, con la vista puesta sobre las montañas de lo que en un tiempo fue la Magna Grecia, miraban más que con los ojos del cuerpo (débiles, precarios y finalmente incapaces) con los ojos de su alma, esos ojos que siguen viendo aquellas montañas y aquellos castaños a través de los mares y los años: fijos e insensatos, indominables por la miseria y las vicisitudes, por la distancia y la vejez. Ojos con los que el viejo D'Arcángelo (grotescamente ataviado con su galerita raída y verde, como caricaturesco, y cómico símbolo del tiempo y la Frustración, impertérrito, mansa pero locamente) veía a su remota Calabria mientras Tito lo miraba con sus ojitos sarcásticos, tomando mate, pensando "la gran puta si yo tendría dinero". Así que (pensaba Martín, mirando a Tito, que miraba a su padre) ¿qué es la Argentina? Preguntas a las que muchas veces le respondería Bruno diciéndole que la Argentina no sólo era Rosas y Lavalle, el gaucho y la pampa, sino también ¡y de qué trágica manera! el viejo D'Arcángelo con su galerita verde y su mirada abstracta, y su hijo Humberto J. D'Arcángelo, con su mezcla de escepticismo y ternura, resentimiento social e inagotable generosidad, sentimentalismo fácil e inteligencia analítica, crónica desesperanza y ansiosa y permanente espera de ALGO. "Los argentinos somos pesimistas (decía Bruno) porque tenemos grandes reservas de esperanzas y de ilusiones, pues para ser pesimista hay que previamente haber esperado algo. Esto no es un pueblo cínico, aunque está lleno de cínicos y acomodados; es más bien un pueblo de gente atormentada, que es todo lo contrario, ya que el cínico se aviene a todo y nada le importa. Al argentino le importa todo, por todo se hace mala sangre, se amarga, protesta, siente rencor. El argentino está descontento con todo y consigo mismo, es rencoroso, está lleno de resentimientos, es dramático y violento. Sí, la nostalgia del viejo D'Arcángelo -comentaba Bruno, como para sí mismo-… Pero es que aquí todo era nostálgico, porque pocos países debía de haber en el mundo en que ese sentimiento fuese tan reiterado: en los primeros españoles, porque añoraban su patria lejana; luego, en los indios, porque añoraban su libertad perdida, su propio sentido de la existencia; más tarde, en los gauchos desplazados por la civilización gringa, exiliados en su propia tierra, rememorando la edad de oro de su salvaje independencia; en los viejos patriarcas criollos, como don Pancho, porque sentían que aquel hermoso tiempo de la generosidad y de la cortesía se había convertido en el tiempo de la mezquindad y de la mentira; y en los inmigrantes, en fin, porque extrañaban su viejo terruño, sus costumbres milenarias, sus leyendas, sus navidades, junto al fuego. Y ¿cómo no comprender al viejo D'Arcángelo? Pues a medida que nos acercamos a la muerte también nos acercamos a la tierra, y no a la tierra en general, sino a aquel pedazo, a aquel ínfimo (¡pero tan querido, tan añorado!) pedazo de tierra en que transcurrió nuestra infancia, en que tuvimos nuestros juegos y nuestra magia, la irrecuperable magia de la irrecuperable niñez. Y entonces recordamos un árbol, la cara de algún amigo, un perro, un camino polvoriento en la siesta de verano, con su rumor de cigarras, un arroyito. Cosas así. No grandes cosas sino pequeñas y modestísimas cosas, pero que en ese momento que precede a la muerte adquieren increíble magnitud, sobre todo cuando, en este país de emigrados, el hombre que va a morir sólo puede defenderse con el recuerdo, tan angustiosamente incompleto, tan transparente y poco carnal, de aquel árbol o de aquel arroyito de la infancia; que no sólo están separados por los abismos del tiempo sino por vastos océanos. Y así nos es dado ver a muchos viejos como D'Arcángelo, que casi no hablan y todo el tiempo parecen mirar a lo lejos, cuando en realidad miran hacia dentro, hacia lo más profundo de su memoria. Porque la memoria es lo que resiste al tiempo y a sus poderes de destrucción, y es algo así como la forma que la eternidad puede asumir en ese incesante tránsito. Y aunque nosotros (nuestra conciencia, nuestros sentimientos, nuestra dura experiencia) vamos cambiando con los años, y también nuestra piel y nuestras arrugas van convirtiéndose en prueba y testimonio de ese tránsito, hay algo en nosotros, allá muy dentro, allá en regiones muy oscuras, aferrado con uñas y dientes a la infancia y al pasado, a la raza y a la tierra, a la tradición y a los sueños, que parece resistir a ese trágico proceso: la memoria, la misteriosa memoria de nosotros mismos, de lo que somos y de lo que fuimos. Sin la cual (¡y qué terrible ha de ser entonces! se decía Bruno) esos hombres que la han perdido como en una formidable y destructiva explosión de aquellas regiones profundas, son tenues, inciertas y livianísimas hojas arrastradas por el furioso y sin sentido viento del tiempo."