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Pero por el momento Martín no podía alcanzar esas últimas implicaciones. Repasaba esa entrevista del Plaza, y recordaba que en el momento de presentarle a Alejandra se produjo un fugacísimo brillo en sus ojos, brillo que precedió al endurecimiento en toda su actitud. Aunque también era posible (pensaba Bruno) que ese detalle fuera un falso recuerdo, un detalle advertido en virtud de esa lucidez retrospectiva que confieren las catástrofes, o que creemos que nos confieren, cuando decimos "ahora recuerdo que oí un ruido sospechoso", cuando en realidad aquel ruido es un detalle que la imaginación agrega sobre los verdaderos y simples hechos de la memoria; forma habitual en que el presente influye sobre el pasado modificándolo, enriqueciéndolo y deformándolo con indicios premonitorios.

Martín trató de recordar palabra por palabra lo que en aquel encuentro Bordenave dijo, pero nada era importante, importante al menos para su problema. Pues dijo que esos italianos -por los dos hombres que estaban allí, hombres que señalaba con un gesto un poco cínico de su cara- eran todos iguales: todos eran ingenieros, abogados, comendadores. Pero en verdad eran unos malandrines, que había que andar con escopeta. Y Martín recordaba que, mientras tanto, sin mirarlo, Alejandra hacía intrincados dibujos en una servilleta de papel, repentinamente de mal humor. La primera palabra que pronuncian (seguía Bordenave) es corruzione, y entonces uno tiene que recordarles que a aquellos infelices que mandaban contra los ingleses en el África se les desarmaban los tanques en el camino. Esos individuos tenían el asunto paralizado. No daban en la tecla: daban dinero a los que no tenían que dar, no les daban a los que debían, en fin.

Así que cuando lo fueron a ver se echó a reír: ¿cómo, no lo habían tocado a Bevilacqua? Para fastidiarlos les subrayó que tenía apellido italiano y que, a pesar del apellido, tomaba algo más que agua. Agregando "ustedes que son italianos podrán apreciar el chiste", pero maldita la gracia que les había hecho, tal como él esperaba. Pequeñas venganzas que uno se toma, qué diablos. Que vinieran acá a hacerse los puros… Además, como también tuvo que darles a entender, si tenían tanta delicadeza ¿por qué entraban en el juego? Tan sucio era el que recibía una coima como el que la ofrecía. Martín lo miraba con asombro. Cuando después de la muerte de Alejandra volvió a repasar cada una de las escenas en que ella estaba presente, concluyó que en aquel momento Bordenave estaba hablando precisamente para Alejandra, hecho asombroso para Martín, pues no podía comprender cómo pretendía conquistarla contando semejantes cosas. Luego siguió hablando de los políticos: todos estaban corrompidos. No se refería, por supuesto, a estos peronistas: hablaba de todos, hablaba en general, de los concejales del 36, del affair del Palomar, del negociado de la Coordinación. En fin, era cosa de no acabar. En cuanto a los industriales, se quejaban (Martín pensó en Molinari) pero nunca habían ganado tanto como en esta época, aunque dijesen pavadas sobre la corrupción, sobre si se puede o no importar una sola aguja de telar sin coima, sobre si los obreros quieren trabajar o no. En fin, toda esa música. Pero ¿cuándo, se preguntaba, cuándo la industria había ganado las colosales fortunas de estos últimos años? Habían metido lavarropas hasta en la sopa. No había cabecita negra que no tuviese su batidora eléctrica. ¿Los militares? De coronel para arriba, y salvo honrosas excepciones, salvo algún loco que todavía creía en la patria, todos estaban comprados con órdenes de autos y permisos de cambio. ¿Los obreros? Lo único que les interesaba era vivir bien, tener su aguinaldo a fin de año, que ganara River o Boca, cobrar sus suculentas indemnizaciones por despido -¡otra industria nacional!-, tener sus vacaciones pagas y su día de San Perón. Riéndose, comentó: "Lo único que les falta para ser burgueses es el capitalito". Luego, revolviendo con el dedo índice el hielo de su whisky, agregó: "Pancismo y nada más que pancismo". Con billetes sobre la mesa, nada se negaba en este país. Si uno tenía fortuna, aunque fuese un bandolero, lo llenaban de atenciones, era un señor, un caballero. En fin: aquí no había que hacerse mala sangre, esto era podredumbre pura y nada tenía arreglo. Al país lo habían prostituido los gringos y ésta ya no era la nación que llevara la libertad a Chile y Perú. Hoy era una nación de acomodados, de cobardes, de quinieleros napolitanos, de compadritos, de aventureros internacionales, como esos que estaban ahí, de estafadores y de hinchas de fútbol. Fue entonces cuando se levantó, le tendió la mano y terminó diciéndole a Martín que no se preocupara, que no los desalojarían. Cuando salieron, cruzaron la calle y se sentaron en un banco, mirando hacia el río. Recordaba cada uno de los gestos de Alejandra cuando le preguntó qué le había parecido aquel hombre: encendió un cigarrillo y pudo ver, a la luz del fósforo, que su cara estaba endurecida y sombría. "¡Qué me va a parecer!, dijo, un argentino". Y luego se quedó callada y todo en ella indicaba que no volvería a decir nada más. En aquel momento Martín no veía sino que la aparición de Bordenave había enturbiado la paz interior, como la entrada de un reptil en un pozo de agua cristalina en que nos disponíamos a beber. Entonces Alejandra agregó que le dolía la cabeza y que prefería ir a su casa, a acostarse. Y cuando se iban a separar, frente a la verja de la calle Río Cuarto, le dijo, con voz desagradable, que hablaría con Molinari, pero que no se hiciese ninguna ilusión.

Cuando examinó aquel viejo documento de su memoria, resaltaron con casi brutal claridad algunas de sus palabras, que entonces, después de la muerte de Alejandra tomaron un significado inesperado. Sí: entre aquella tarde apacible en que caminaban tomados de la mano y la absurda entrevista con Molinari estaba la aparición de Bordenave. Algo atroz había irrumpido.

XVI

Hasta que, sin habérselo propuesto, se encontró frente al café de Chichín, y entrando oyó al Loco Barragán, que tomaba aguardiente sin dejar, como siempre, de predicar, diciendo Vienen tiempos de sangre y fuego, muchachos, amenazando, admonitorio y profético, con el dedo índice de la mano derecha a los grandulones que lo farreaban, incapaces de tomar en serio nada que no fuera Perón o el partido del domingo con Ferrocarril Oeste, mientras Martín pensaba que Alejandra había palidecido en el momento en que se encontraron, aunque también era probable que le hubiera parecido a él, ya que no era fácil discernirlo inequívocamente estando como estaba debajo de la capota; dato de enorme importancia, claro, porque indicaría que el encuentro con Bordenave no era casual sino concertado, pero ¿cómo y cuándo, Dios mío, cómo y cuándo? Tiempos de venganza, muchachos y haciendo gestos de escribir con la mano derecha en el aire, con enormes letras, agregaba está escrito, a lo que los muchachones reían a más no poder y Martín reflexionaba que, sin embargo, tampoco el haber palidecido era un dato inequívoco, ya que podía responder a la vergüenza de ser encontrada por Martín junto a un individuo que ella había demostrado despreciar. Y además ¿cómo podían haberse encontrado deliberadamente si ella ignoraba dónde vivía Bordenave, y no le parecía ni siquiera concebible por la imaginación más febril que ella hubiese buscado su dirección o su número en la guía y lo hubiese llamado? Tiempos de sangre y fuego, porque el fuego tendrá que purificar esta ciudad maldita, esta nueva Babilonia, porque todos somos pecadores aunque sí quedaba la posibilidad de que se hubiesen encontrado en el bar del Plaza, bar que evidentemente Alejandra frecuentaba o había frecuentado antes, como lo revelaba la precisión con que lo condujo a él en aquella entrevista, de modo que habría entrado al bar (pero ¿para hacer qué, Dios mío, para hacer qué?) y al encontrarse con Bordenave podía haber surgido una conversación, acaso, lo más probable por iniciativa de él ya que era a las claras un mujeriego y un hombre mundano. Sí, riasén manga de vagos, pera yo les digo que tenemos que pasar por la sangre y por el fuego y aunque todos reían, y hasta el propio Barragán por momentos parecía seguirles la chacota, buen tipo como era, sin embargo sus ojos adquirieron fulgor al dirigir sus miradas hacia Martín, un fulgor acaso profético, aunque fuese el de un modesto profeta de barrio, borracho y torpe (pero, como pensaría Bruno, ¿qué se sabe sobre los instrumentos que el destino elige para insinuar oscuramente sus propósitos? Y, acaso, y dada la ambigua perversidad con que suele proceder, ¿no era posible que enviase sus arteros mensajes a través de seres que raramente se toman en serio como son los locos y los chicos?), y como si hablara otra persona, no la que bromeaba con los muchachos del bar, agregó pero vos, pibe, vos no, porque vos tenés que salvarnos a todos y todos se quedaron callados y un silencio rodeó a aquellas inesperadas palabras del loco; aunque en seguida los muchachos volvieron a la carga y preguntaban decí qué número gana mañana, loco, pero Barragán, meneando la cabeza, tomando su cañita quemada, respondía sí, riasén, pera ya van a ver lo que les digo, ya lo van a ver con sus propios ojos, porque es necesario que esta ciudad emputecida sea castigada y tiene que venir Alguien porque el mundo no puede seguir así momento en que Martín, impresionado, mirando con fijeza, vinculó sus palabras con otras de Alejandra sobre los sueños premonitorios y la purificación por el fuego.