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– Nos han quitado al Cristo ¿y qué nos han dado, en cambio? Autos, aviones, heladeras eléctricas. Pero vos, Chichín, pongo por caso, ¿sos más feliz ahora que tenés heladera eléctrica que cuando venía el rengo Acuña con las barras de velo? Supongamos, es un suponer, que mañana vos, Loiácono, podes ir a la Luna -frase que fue celebrada con risotadas-, pero les digo, zonzos, que es un suponer ¿y qué? ¿Vas a ser por eso más feliz que ahora?

– Ma de qué felicidá m'está hablando -comentó con rencor Loiácono- si yo en la puta vida he sido felí.

– Bueno, está bien, te digo que es un suponer. Pero, te pregunto: ¿serías más feliz por ir a la Luna?

– Y yo qué sé -respondió Loiácono con resentimiento.

Pero el loco Barragán proseguía con su predicación, sin oírlo, ya que su pregunta era retórica:

– Por eso yo les digo, muchachos, que la felicidad hay que buscarla dentro del corazón. Pero para eso se necesita que venga el Cristo de nuevo. Lo hemos olvidado, hemos olvidado sus enseñanzas, hemos olvidado que sufrió el martirio por nuestra culpa y por nuestra salvación. Somos una manga de desagradecidos y unos canallas. Y si viene de nuevo, capaz que no lo conocemos y hasta le tomamos el pelo.

– Quién te dice -comentó Díaz-, vo so el Cristo y ahora nosotro te estamo tomando en joda.

Todos rieron celebrando la salida de Díaz, pero Barragán, meneando la cabeza con benévola sonrisa de borracho, proseguía, con lengua cada vez más pastosa:

– Todos estamos tristes -algunos protestaron, dijeron yo no, avisa, etcétera-. Todos estamos tristes muchachos. No nos engañemos. ¿Y por qué estamos todos tristes? Porque nuestro corazón está insatisfecho, porque sabemos que somos unos miserables, unos canallas. Porque somos injustos, ladrones, porque tenemos el alma llena de odio. Y todos corren. ¿Para qué, les digo yo? ¿Adonde? Todos luchan por tener unos mangos ¿para qué? ¿Acaso no nos vamos a morir todos? ¿Y para qué queremos la vida si no creemos en Dios?

– Bueno, ufa, terminala -dictaminó Loiácono-. Vo también so bastante bueno, loco. Mucho Dios, mucho Cristo y mucho de esto -se señalaba los labios- pero dejá que tu mujer labure como una burra para mantenerte, mientras vo aquí dale discurso.

El loco Barragán lo consideró con mirada bondadosa. Tomó un traguito de caña y preguntó:

– ¿Y quién te ha dicho que yo no sea un turro?

Mostró su vasito de caña quemada y con voz dolorida agregó:

– Yo, muchachos, soy un borracho y un loco. Me dicen el loco Barragán. Chupo, me paso el día vagando por ahí y pensando mientras la patrona trabaja de sol a sol. Qué le voy a hacer. Así nací y así voy a morir. Soy un canalla, no me aparto. Pero eso no es lo que les digo, muchachos. ¿No dicen que los chicos y los locos dicen la verdad? Y bueno, yo soy loco, y muchas veces, por esta cruz, ni sé por qué hablo.

Todos se rieron.

– Sí, riasén. Pero yo les digo que el Cristo se me apareció una noche y me dijo: Loco, el mundo tiene que ser purgado con sangre y fuego, algo muy grande tiene que venir, el fuego caerá sobre todos los hombres, y te digo que no va a quedar piedra sobre piedra. Esto me dijo el Cristo.

Los muchachos se retorcían de risa, menos Loiácono.

– Sí, metalén, muchachos, dale que va. Riasén y después me cuentan. Acá hay uno solo que sabe lo que digo.

Las risotadas cesaron y un silencio rodeó estas últimas palabras. Pero en seguida todos volvieron a las bromas y luego empezaron a hacer cálculos sobre el partido del domingo.

Pero Martín miraba al Loco, mientras volvían a su memoria aquellas otras palabras de Alejandra sobre el fuego.

XVII

Alejandra no fue. En cambio, llegó Wanda con un mensaje: no podría verlo durante esa semana.

– Mucho trabajo -agregó, mirando su encendedor con música.

– Mucho trabajo -repitió Martín, en tanto que aviesamente aparecía la figura de Bordenave.

Wanda se limitó a encender y apagar varias veces el encendedor.

– Ella te llamará.

– Bueno.

Un gran peso le impidió incorporarse después que Wanda se hubo ido, pero por fin se levantó para llamar a Bruno. Lo llamaba con timidez, no le decía que deseaba verlo, pero siempre Bruno terminaba insistiéndole para que fuera.

Se sentó en un rincón y Bruno intentó distraerlo con comentarios sobre cualquier cosa.

– ¿Lo conoce a Molina Costa?

– No.

– Resulta que al lado de su campo está la estancia de un señor Pearson Spaak. El hijo, Willie, lo criticaba porque andaba con breeches, mientras que él llevaba siempre bombachas criollas y no usa jamás montura inglesa, le dijo: "Viejo, vos necesitas todo eso porque te llamas Pearson Spaak; pero como yo me llamo Molina Costa puedo darme el lujo de andar con breeches".

Bruno se rió con muchas ganas, en una forma que Martín no le había observado antes. Parece que aquella anécdota le causaba una enorme gracia. Cuando se calmó, dijo:

– Es indudable que en ese empeño que tenemos últimamente en rechazar todo lo europeo hay un fuerte sentimiento de inseguridad. ¿No le parece? Acá los grupos nacionalistas están llenos de individuos que se llaman Kelly o Rabufetti.

Se quitó los anteojos y los limpió, con aquella manía de mantenerlos perfectos, o quizá en virtud de un simple tic. Sus ojos se agrandaban repentinamente al ser vistos sin aquellos gruesos cristales, y le conferían al rostro una curiosa sensación de desnudez que a Martín casi lo avergonzaba. Por lo demás, la mirada de Bruno se volvía más abstracta y como desamparada frente a un universo minucioso y rico.

Le habló del libro que estaba leyendo, sobre el tiempo, y le explicó la diferencia que existe entre el tiempo de los astrónomos y el del hombre. Mientras reflexionaba que nada de todo aquello podía serle útil a Martín, sino como mera distracción. Toda consideración abstracta, aunque se refiriese a problemas humanos, no servía para consolar a ningún hombre, para mitigar ninguna de las tristezas y angustias que puede sufrir un ser concreto de carne y hueso, un pobre ser con ojos que miran ansiosamente (¿hacia qué o hacia quién?), una criatura que sólo sobrevive por la esperanza Porque felizmente (pensaba) el hombre no está sólo hecho de desesperación sino de fe y de esperanza; no sólo de muerte sino también de anhelo de vida; tampoco únicamente de soledad sino de momentos de comunión y de amor. Porque si prevaleciese la desesperación, todos nos dejaríamos morir o nos mataríamos, y eso no es de ninguna manera lo que sucede. Lo que demostraba, a su juicio, la poca importancia de la razón, ya que no es razonable mantener esperanzas en este mundo en que vivimos. Nuestra razón, nuestra inteligencia, constantemente nos están probando que ese mundo es atroz, motivo por el cual la razón es aniquiladora y conduce al escepticismo, al cinismo y finalmente a la aniquilación Pero, por suerte, el hombre no es casi nunca un ser razonable, y por eso la esperanza renace una y otra vez en medio de las calamidades. Y este mismo renacer de algo tan descabellado, tan sutil y entrañablemente descabellado, tan desprovisto de todo fundamento es la prueba de que el hombre no es un ser racional. Y así, apenas los terremotos arrasan una vasta región de Japón o de Chile; apenas una gigantesca inundación liquida a centenares de miles de chinos en la región del Yang Tse; apenas una guerra cruel y, para la in-mensa mayoría de sus víctimas sin sentido, como la Guerra de los Treinta Años, ha mutilado y torturado, asesinado y violado, incendiado y arrasado a mujeres, niños y pueblos, ya los sobrevivientes, los que sin embargo asistieron, espantados e impotentes, a esas calamidades de la naturaleza o de ios hombres, esos mismos seres que en aquellos momentos de desesperación pensaron que nunca más querrían vivir y que jamás reconstruirían sus vidas ni podrían reconstruirlas aunque lo quisieran, esos mismos hombres y mujeres (so-bre todo mujeres, porque la mujer es la vida misma y la tierra madre, la que jamás pierde un último resto de espe-ranza), esos precarios seres humanos ya empiezan de nuevo, como hormiguitas tontas pero heroicas, a levantar su pequeño mundo de todos los días: mundo pequeño, es cierto, pero por eso mismo más conmovedor. De modo que no eran las ideas las que salvaban al mundo, no era el intelecto ni la razón, sino todo lo contrario: aquellas insensatas esperanzas de los hombres, su furia persistente para sobrevivir, su anhelo de respirar mientras sea posible, su pequeño, testarudo y grotesco heroísmo de todos los días frente al infortunio. Y si la angustia es la experiencia de la Nada, algo así como la prueba ontológica de la Nada, ¿no sería la esperanza la prueba de un Sentido Oculto de la Existencia, algo por lo cual vale la pena luchar? Y siendo la esperanza más poderosa que la angustia (ya que siempre triunfa sobre ella, porque si no todos nos suicidaríamos) ¿no sería que ese Sentido Oculto es más verdadero, por decirlo así, que la famosa Nada?