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En ese momento se oyeron las voces de Wanda y la cliente que se acercaban. Aparecieron en la sala y detrás de ellas, un poco retardada, también entró Alejandra. Su cara pareció demostrar sorpresa por la presencia de Martín, pero esa misma impasibilidad le revelaba a Martín, que tan bien la conocía, una gran irritación contenida. En aquel absurdo ambiente, contestando a su saludo con la misma cordialidad superficial con que podría saludar a un conocido cualquiera, sin tomarse el trabajo de apartarse un segundo para explicarle su inasistencia a la cita, con el aire de frivolidad que asumía delante de Wanda y de Quique, Alejandra parecía pertenecer a una raza que no hablaba el mismo lenguaje que Martín y que ni siquiera sería capaz de comprender a la otra Alejandra.

La cliente venía parloteando sin interrupción con Wanda sobre la necesidad impostergable de matar a Perón.

– Habría que matar a toda la negrada -decía-. Ya las personas decentes no podemos ni andar por las calles.

Una serie de sentimientos confusos y contradictorios entristecieron a Martín aun más.

– Yo les digo -prosiguió la mujer, después de besarse con Quique en la mejilla- que se viene el comunismo. Pero yo lo tengo ya pensado: si se viene el comunismo, me voy a la estancia y se acabó.

Y mientras aceptaba distraídamente la presentación de Martín, Quique, por encima de su hombro la mirada con cara de regocijo a Alejandra, porque, como dijo después, "¿cómo nadie puede inventar una frase como ésa?"

Martín observaba a Alejandra luchando por hacerlo con una cara indiferente; pero su rostro, como independiente ya de su voluntad, iba adquiriendo los inevitables y siempre desagradables indicios del reproche, el sufrimiento y la interrogación.

– ¿Sabes, Marita -le dijo Quique a la dienta-, que se ha comprobado que el tipo no se llama Perón sino Peroné?

– ¡Qué me decís! -comentó la mujer con enorme interés.

– Ni más ni menos: el individuo se llama Peroné.

Apenas se fue Marita, Quique desarrolló su teoría:

– Si en este país vos te llamas Vignaux, aunque tu abuelo haya sido carnicero en Bayona o en Biarritz, sos bien. Pero si sobrellevas la desgracia de llamarte De Ruggiero, aunque tu viejo haya sido un profesor de filosofía en Nápoles, estás refundido, viejito: nunca dejarás de ser una especie de verdulero. Este asunto de los apellidos hay que estudiarlo con mucho cuidado -prosiguió, mientras Wanda y Alejandra comenzaban a reírse-. Porque con la cosa de las cruzas y la emigración el país está expuesto a Grandes Peligros. Ahí tenés el caso de Muzzio Echandía. Un día María Luisa se vio obligada a decirle:

– ¡Callate, vos, que ni con dos apellidos haces uno solo!

– Y tiene razón, qué diablos. Si al menos el segundo apellido hubiese sido Ibarguren o Álzaga. En fin, cualquier vasco de pro. Pero ahora el barro está hecho y como yo le dije un día a Juan Carlitos:

– Te equivocaste de vasco, viejito. Acá, queridas, hay que andar con pies de plomo, porque donde menos se piensa salta la liebre. Y si no, miren lo que le pasó a Jeannette, que se peleó con el Negro y el Negro le mandó una carta. Y Jeannette, que ya tenía unas copas, se me vino encima en la Biela Fundida y me dijo:

– ¡El hijo de puta! Porque vos sabrás (miró a los costados) que a mí me falta el cuarto apellido.

– Sans blague -comenté.

Entonces me mostró el sobre, con el inicuo chiste del Negro, destinado, qué duda cabe, a los mucamos. La carta dirigida, en efecto a Jeannette Álzaga Basavilbaso Álzaga ¡y cáete de espaldas!… ¡Murature! ¿Te imaginas, Alejandra? Un gringo marinero que lo nombraron comandante de la Flota de Buenos Aires en la guerra contra la Confederación. Algo así como Mariscal del Ejército de San Marino. ¿Realizas? L'Amiraglio. cara mia! Comprendé ahora el drama de Jeannette. Es cierto que tiene un par de Álzaga. Pero si al menos fuera "Álzaga y". Pero no: un Basavilbaso y un Murature. Y si por lo menos uno de los dos fuera una avenida. Pero no: una calle de treinta centímetros de largo. ¡Burdísimo! Mi teoría es que si tenés un apellido grasa tenés que defenderte como gato panza arriba, che. Imagináte que soportas la desgracia de llamarte Pedro Mastronicola. Bueno, no, eso es demasiado, eso no tiene defensa, mismo en la clase media. Digamos que te llamas Pedro Marolda. ¿Qué podes hacer? tenés que luchar a muerte y, sin embargo, ésa es otra de las bromas del asunto: con suma cautela. De la mesure avant toute chose! Porque no es cosa que por llamarte Marolda te precipites como un hambriento sobre un Uriburu. ¿Cómo podrías llamarte Pedro Marolda Uriburu? Todo un mundo te tomaría por un farsante, por un estafador internacional, por un déguisé. Tampoco podrías reemplazar el Uriburu con dos apellidos menores, como podrían ser Moyano y Navarro. Comprenderás que Pedro Marolda Moyano Navarro es una payasada, un especie de cordobés de corso. En esos casos es preferible elegir un solo apellido y no demasiado estruendoso: Pedro Marolda Moyano. Me dirán ustedes que no resulta tan importante. De acuerdo, pero al menos that works. Les diré que en caso de apuro, nada mejor que recurrir a las calles. En un tiempo, con el Grillo lo enloquecíamos a Sayús, que es un snob, diciéndole que le íbamos a presentar a Martita Olleros, a la Beba Posa das, a Titina Azcuénaga. Los subtes, les doy el dato, son un verdadero filón. Tomen, por ejemplo, la línea a Palermo, que no es de las mejores. Sin embargo funciona casi desde la salida: Chuchi Pellegrini (medio sospechoso, pero así y todo da cierto golpe, porque al fin el gringo fue presidente), Mecha Pueyrredón, Tota Agüero, Enriqueta Bulnes. ¿Realizan?

XXI

Martín esperaba algún signo, algún llamado. Entonces, jugándose el todo por el todo, se acercó a ella y le preguntó si podían salir un momento. "Bueno", contestó. Y dirigiéndose a Wanda le dijo:

– Dentro de unos minutos vuelvo.

"Unos minutos", pensó Martín.

Fueron por Charcas hasta el bar que hay en la esquina de Esmeralda.

Le dijo:

– Te estuve esperando una hora y media.

– Se me atravesó un trabajo urgente y no tenía forma de avisarte.

Martín presentía la catástrofe e intentaba cambiar por lo menos el tono de su voz, tomar las cosas con más calma, con indiferencia. Pero le fue imposible.

– Delante de esas personas pareces otra. Yo no concibo que… -Se calló y después agregó:- Creo que realmente sos otra persona.

Alejandra no respondió.

– ¿No es así?

– Tal vez.

– Alejandra -dijo Martín-. ¿Cuándo sos la persona verdadera, cuándo?

– Trato de ser siempre verdadera, Martín.

– ¿Pero cómo podes olvidar momentos como los que hemos pasado?

Ella se volvió con indignación:

– ¡Y quién te ha dicho que yo los haya olvidado!

Y después de un instante de silencio, agregó:

– Por eso, porque no quiero enloquecerte, prefiero no verte más.

Estaba sombría, silenciosa y evasiva. Y de pronto, dijo:

– No quiero que pasemos más esos momentos.

Y con brutal ironía, agregó:

– Esos famosos momentos perfectos.

Martín la miraba desesperado; no sólo por lo que decía sino por el tono devastador.