– Te preguntarás ahora por qué te hago estas ironías, por qué te hago sufrir de este modo, ¿no es así?
Martín empezó a mirar una manchita marrón que había sobre un mantel rosado y sucio.
– Y bueno -agregó-, no lo sé. Tampoco sé por qué no quiero tener más uno de esos famosos momentos contigo. Comprendé, Martín: esto tiene que terminar de una buena vez. Algo no funciona. Y lo más honesto es que no nos veamos en absoluto.
A Martín se le habían llenado los ojos de lágrimas.
– Si me dejas, me mataré -dijo.
Alejandra lo miró con expresión grave. Y luego, con una singular mezcla de dureza y melancolía en el acento, dijo:
– Yo no puedo hacer nada, Martín.
– ¿No te importa que me mate?
– Claro, cómo no me va a importar.
– Pero no harías nada por impedirlo.
– ¿Cómo podría impedirlo?
– Así que te sería lo mismo que me mate o que siga viviendo.
– Yo no he dicho eso. No, no me sería lo mismo. Me parecería horrible que te matases.
– ¿Te importaría muchísimo?
– Muchísimo.
– ¿Y entonces?
La miró con cuidado y ansiedad, como si se mira a alguien en inminente peligro, buscando el menor indicio de salvación. "No puede ser", pensaba. "Una persona que ha pasado conmigo las cosas que ha pasado, hace apenas pocas semanas, no puede creer de verdad todo esto."
– ¿Y entonces? -insistió.
– ¿Entonces, qué?
– Te digo que acaso me mate ahora mismo, tirándome debajo del tren en Retiro, o en el subterráneo. ¿Te será igual?
– Ya te he dicho que no me será igual, que sufriré horrores.
– Pero seguirás viviendo.
Ella no respondió, revolvió el resto del café y miró al fondo de la tacita.
– ¡De modo que todo lo que hemos pasado juntos en estos meses, todo eso es una basura que hay que tirarla a la calle!
– ¡Nadie te ha dicho eso! -casi gritó.
Martín se calló, perplejo y dolorido. Después dijo:
– No te comprendo Alejandra. Nunca te comprendí, en realidad. Estas cosas que decís, estas cosas que me haces, transforman también aquello.
Hizo un esfuerzo para pensar.
Alejandra, sombría, tal vez ni escuchaba. Miraba hacia un punto en la calle.
– ¿Entonces? -insistió Martín.
– Nada -respondió secamente-. No nos veremos más. Es lo más honesto.
– Alejandra: no puedo soportar la idea de no verte más. Quiero verte, de cualquier modo que sea, en la forma en que vos quieras…
Alejandra no respondió nada, de sus ojos empezaron a caer lágrimas, pero sin que su cara abandonara su expresión rígida y como ausente.
– ¿Eh, Alejandra?
– No, Martín. Detesto las cosas intermedias. O sucederán otras escenas como ésta, que te hacen tanto mal, o volveremos a tener un encuentro como el del lunes. Y no quiero, ¿entendés?, no quiero acostarme más contigo. Por nada del mundo.
– Pero ¿por qué? -exclamó Martín tomándola de la mano, sintiendo tumultuosamente que algo, que algo muy importante quedaba entre ellos dos, a pesar de todo.
– ¡Porque no! -gritó ella, con una mirada de odio, arrancándole la mano de las suyas.
– No te entiendo… -balbuceó Martín-. Nunca te he entendido…
– No te preocupes. Yo tampoco me entiendo. Ni sé por qué te hago todo esto. No sé por qué te hago sufrir así.
Y exclamó cubriéndose la cara:
– ¡Qué horror!
Y mientras se cubría la cara con las dos manos empezaba a llorar histéricamente, repitiendo, entre sollozos "¡qué horror, qué horror!"
Muy pocas veces Martín la había visto llorar en todo el tiempo que duró su relación, y siempre fue para él impresionante. Casi aterrador. Era como si un dragón, herido de muerte, derramase lágrimas. Pero esas lágrimas (como suponía que serían las del dragón) eran temibles, no significaban debilidad ni necesidad de ternura: parecían amargas gotas de rencor líquido, hirvientes y devora-doras.
No obstante lo cual Martín se atrevió a tomar sus manos, intentando descubrirle el rostro, con ternura pero con firmeza.
– Alejandra, ¡cómo sufres!
– ¡Y todavía me compadeces a mí! -masculló ella debajo de sus manos, con una modulación que no podía saberse si era de rabia, de desprecio, de ironía o de pena, o de todos esos sentimientos a la vez.
– Sí, Alejandra, claro que te compadezco. ¿No veo, acaso, que estás sufriendo espantosamente? Y no quiero que sufras. Te juro que nunca volverá a suceder esto.
Ella se fue calmando. Finalmente se secó las lágrimas con un pañuelo.
– No, Martín -dijo-. Es mejor que no nos veamos más. Porque tarde o temprano tendríamos que separarnos en forma todavía peor. Yo no puedo dominar cosas horribles que tengo dentro.
Se volvió a cubrir con las manos y Martín volvió a querer separárselas.
– No, Alejandra, no nos haremos mal. Ya verás. La culpa fue mía, por insistir en verte. Por ir a buscarte.
Tratando de reírse, agregó:
– Como si uno fuera a buscar al doctor Jekyll y se encontrara con Mr. Hyde. De noche. Embozado. Con las uñas de Frederic March. ¿Eh, Alejandra? Nos veremos únicamente cuando vos lo quieras, cuando vos me llames. Cuando te sientas bien.
Alejandra no respondió.
Pasaron largos minutos y Martín se desesperaba por ese tiempo que transcurría inútilmente, porque sabía que ya estaba en retardo, que debería irse, que se iría de un momento a otro, y que lo dejaría en ese estado de derrumbe total. Y luego vendrían los días negros, lejos de ella, ajenos a su vida.
Y sucedió lo que tenía que suceder: miró su reloj pulsera y dijo:
– Tengo que irme.
– No nos separemos así, Alejandra. Es espantoso. Decidamos antes qué vamos a hacer.
– No sé, Martín, no sé.
– Por lo menos decidamos vernos otro día, con menos urgencia. No resolvamos nada en este estado de ánimo.
Mientras iban saliendo Martín pensaba qué poco, qué espantosamente poco tiempo le quedaba en aquellas dos cuadras. Caminaron despacio, pero así y todo pronto faltaron cincuenta pasos, veinte pasos, diez pasos, nada. Entonces, con desesperación, Martín la tomó de un brazo y apretándoselo le volvió a suplicar que al menos se vieran una vez más.
Alejandra lo miró. Su mirada parecía venir desde muy lejos, desde una región tristemente ajena.
– ¡Prométemelo, Alejandra! -rogó con lágrimas en los ojos.
Alejandra lo miró larga y duramente.
– Bueno, está bien. Mañana a las seis de la tarde, en el Adam.
XXII
Las horas fueron dolorosamente largas: era como subir una montaña, cuyos últimos tramos son casi invencibles. Sus sentimientos eran complejos, pues por un lado sentía la nerviosa alegría de verla una vez más, y, por otro, intuía que aquella entrevista iba a ser justamente eso: una entrevista más, quizá la última.
Mucho antes de las seis estaba ya en el Adam, mirando hacia la puerta.
Alejandra llegó a las seis y media pasadas.
No era la Alejandra agresiva del día anterior, pero mostraba en cambio aquella expresión abstraída que tanto desesperaba a Martín.
¿Por qué había venido, entonces?
El mozo tuvo que repetirle dos o tres veces la pregunta. Pidió gin y en seguida observó su maldito reloj.
– Qué -comentó Martín con irónica tristeza-, ¿ya tenés que irte?
Alejandra lo miró vagamente y sin advertir la ironía dijo que no, que todavía tenía un momento. Martín bajó la cabeza y movió su vaso.
– ¿Para qué viniste, entonces? -no pudo menos que decir.
Alejandra lo miraba como tratando de concentrar su atención.
– Te prometí que vendría, ¿no fue así?
Apenas le trajeron el gin se lo bebió de un trago. Luego dijo:
– Salgamos. Quiero tomar un poco de aire.