– ¿Qué? -dijo el otro con la imagen en alto, mirándolo con furia.
– No la quemes, me hago unos pesos -dice el muchacho.
El otro bajó la imagen y meneando la cabeza se la dio. Luego arrojó bancos y cuadros.
El muchacho tenía ahora la Virgen en el suelo, a sus pies. Buscó ayuda. Vio a un agente de policía que miraba el espectáculo, le pidió que lo ayudase a sacar la imagen de la iglesia.
– No te metas en líos, pibe -le recomendó el policía.
Martín se acercó.
– Yo te ayudo -le dijo.
– Bueno, agarra de los pies -dijo el muchacho obrero.
Salieron. Afuera seguía lloviendo, pero el incendio crecía en la calle y todo crepitaba por la nafta y el agua. Una mujer rubia y alta, con el pelo suelto y desgreñado, con un hachón de bronce que manejaba a manera de bastón, arrastraba una bolsa que llenaba con imágenes y objetos del culto.
– ¡Canallas! -decía.
– Callate, loca -gritaban.
– ¡Canallas! -decía-, irán todos al infierno.
Avanzaba con su gran bolsa y el hachón, con el que se defendía. Un muchacho le tocó obscenamente el cuerpo, otro le gritaba porquerías, pero ella avanzaba defendiéndose con el hachón y repitiendo "canallas".
– ¡Andá, chupacirios! -le gritaron.
Pero ella avanzaba y repetía "canallas", con voz ronca y seca, casi ensimismada, pétrea y fanática.
– Es una loca, dejelán -gritaban.
Una mujer aindiada, con un gran palo vigilaba y atizaba el fuego, como en un gigantesco asado.
– Es una loca, dejelán que se vaya -decían.
La mujer rubia avanzaba con la bolsa, abriéndose paso entre la muchachada que le gritaba porquerías, le tiraba tizones encendidos y se reía, tratando de manosearla.
Ahora se levantaban grandes llamaradas de la curia: ardían los papeles, los registros. Un hombre de chambergo, morocho, reía histéricamente y tiraba piedras, cascotes, pedazos de pavimento.
La rubia desapareció de la parte iluminada.
Una alegre música de carnaval volvió a escucharse: los muchachos de la murga habían dado vuelta a la manzana:
La murga de Chanta Cuatro lo viene a visitar…
A la luz de las llamaradas las contorsiones parecían más fantásticas. Los copones servían de platillos: disfrutados con casullas, enarbolaron cálices y cruces, marcaban el compás con hachones dorados. Alguien tocaba un bombo. Luego cantaron:
A nuestro director le gusta el disimulo…
Y luego el bombo, rítmicamente, y las contorsiones en medio de las llamaradas, siempre marcando el compás con los hachones dorados.
Se volvieron a oír tiros y hubo corridas. No se sabía de dónde venían, quiénes eran. Hubo pánico. Se oyó decir: "Es la Alianza ". Otros tranquilizaban, pasaban palabras de orden. Otros corrían o gritaban "ahora vienen" o "calma, muchachos".
En el centro de la calle crecía la hoguera. Un grupo de muchachos y mujeres arrojaban un confesionario. Traían todavía imágenes y cuadros.
Un hombre arrastraba un Cristo y una mujer que acababa de aparecer, feroz y decidida, gritó:
– Démelo.
– ¿Qué? -dice el hombre mirándola con desprecio.
Alguien dijo: "es de la Fundación ".
– ¿Quién, quién? -preguntaban.
La murga cantaba:
A la chica de Gómale le gustan la banana…
La mujer siguió al hombre y tomó al Cristo de los pies para que no se arrastrara.
– Déjelo -gritó el hombre.
– Démelo -gritó la mujer.
Y por un instante el Cristo permaneció en el aire, entre los dos que forcejeaban.
– Venga, señora -dijo el muchacho que sacó a la Vir gen de la Iglesia.
– ¿Qué? -dijo la mujer, sin largar los pies del Cristo.
– Que venga, que deje eso.
– ¿Qué? -dijo la mujer, enloquecida.
– Tome esta imagen -le dijo.
La mujer pareció vacilar, sin dejar el Cristo, que se bamboleaba.
– Pero venga, señora -dijo el muchacho.
Ella parecía vacilar, pero el hombre le dio un gran tirón al Cristo y se lo arrancó de las manos. La mujer, como idiotizada, lo miró alejarse y volvió luego su mirada a la Virgen que estaba en el suelo al lado del muchacho.
– Venga, señora -dijo el muchacho.
La mujer se acercó.
– Es la Virgen de los Desamparados -dijo el muchacho.
La mujer lo miró sin entender, parecía no entender: era un cabecita negra. Tal vez pensaba que querían hacerle algo.
– Sí, señora -dijo Martín-, la sacamos de la Iglesia, este muchacho la salvó del fuego.
Ella miró al cabecita negra. La murga ahora se iba:
La murga del Chanta Cuatro se vamo a retirar…
La mujer se acercó.
– Bueno -dijo-, la vamos a llevar a casa.
El muchacho y Martín se inclinaron para levantar la Virgen.
– No, esperen -dijo ella.
Se desabrochó el tapado, se lo quitó y cubrió la imagen. Luego quiso ayudar.
– Deje -dijo el muchacho-, nosotros bastamos. Diga adonde vamos.
Caminaron. La mujer adelante, un hombre los seguía. La lluvia aumentaba ahora y el muchacho sentía que la corona estrellada se le estaba clavando en la cara. Ya no sabía nada: todo era confuso.
– Un herido -dijeron-; dejen paso.
Les abrieron paso.
Caminaron por Santa Fe hacia Callao. El resplandor rojizo iba siendo cada vez menor y poco a poco predominaba la noche hosca, solitaria y helada. La lluvia caía silenciosamente y a lo lejos se oían gritos aislados, algún disparo, silbatos.
Llegaron, subieron por un ascensor hasta el séptimo piso, entraron en un departamento lujoso y Martín vio que el muchacho obrero estaba confuso: miraba con timidez y vergüenza a la mucama, no sabía cómo moverse entre los muebles y los objetos de arte.
Pusieron de pie la imagen en un rincón y sin advertirlo, quizá, el muchacho puso su cabeza cansada y confusa sobre la Virgen, como si descansara en silencio. De pronto advirtió que le estaban hablando.
– Vamos -le dijo la mujer-, hay que volver.
– Sí -dijo el muchacho, mecánicamente.
Miró en derredor, como buscando algo.
– ¿Qué? -dijo la mujer.
– Querría -dijo el muchacho.
– ¿Qué, qué es lo que querés, muchacho? -dijo la mujer.
– Un vaso de agua, eso es lo que quería.
Le trajeron agua y el muchacho bebió como si estuviera calcinado.
– Bueno, ahora vamos -dijo la mujer.
La lluvia había disminuido, la murga debía estar en otros incendios, pero el fuego allí proseguía, ahora en silencio: los hombres y las mujeres se habían convertido en silenciosos y fascinados espectadores, desde la vereda de enfrente.
Uno tenía unas casullas bajo el brazo.
– ¿Quiere darme esas casullas? -dijo la mujer.
– ¿Qué? -dijo el hombre.
– Las casullas. Si me las quiere dar -dijo la mujer.
El hombre no respondió: miró el incendio.
– Las casullas -repitió la mujer con calma, una calma de sonámbulo-. Quiero guardarlas, para la iglesia, cuando la reconstruyan.
El hombre siguió mirando el incendio, silencioso.
– ¿No es usted católico? -dijo la mujer con odio.
El hombre siguió mirando el incendio.
– ¿No está bautizado? -dijo la mujer.
El hombre siguió mirando el incendio, pero sus ojos (Martín lo advirtió) se habían ido endureciendo.
– ¿No tiene hijos? ¿No tiene madre?
El hombre estalló:
– ¿Por qué no se irá a la puta madre que la parió?
– Yo soy católica -dijo la mujer, impasible y sonámbula-. Quiero las casullas para cuando se reconstruya.