Pero volviendo al problema que nos interesa, reflexioné más tarde, cuando conocí y estudié mejor la Secta, que lo decisivo en ese rencor contra los advenedizos es el orgullo de casta y, como consecuencia, el resentimiento contra los que intentan, y en cierto modo logran, acceder a ella. Esto, claro, no es privativo de los ciegos, ya que sucede también en las clases altas de la sociedad, donde sólo a la larga y a regañadientes se admite a aquellos que, por su gran fortuna y por el casamiento de sus hijos, terminan por entrar en el estrato superior: hay un sutil desprecio, pero este mero desprecio va mezclándose luego, poco a poco, con un creciente resentimiento; acaso porque intuyen que de este modo, por esa lenta pero segura invasión, no están seguros y acorazados como imaginaban y porque, en definitiva, comienzan así a experimentar una paradojal sensación de inferioridad.
Finalmente, también influye el hecho de ser sorprendidos en sus secretos por seres que hasta el día anterior habían sido sus víctimas ignorantes y el objetivo de sus actos más despiadados. Molestos testigos que aunque no tienen la menor probabilidad de volver a su mundo originario, de todos modos descubren, asombrados, las ideas y los sentimientos de estos seres que habían imaginado el colmo del desamparo.
Sin embargo todo esto es análisis, y, lo que es peor, análisis con palabras y conceptos que valen para nosotros. En rigor, tenemos tanta posibilidad de entender el universo de los ciegos como el de los gatos o serpientes. Decimos: los gatos son independientes, son aristocráticos y traicioneros, son inseguros; pero en realidad todos estos conceptos tienen un valor relativo, pues estamos aplicando conceptos y valoraciones humanas a entes inconmensurables con nosotros: del mismo modo que es imposible a los hombres imaginar dioses que no tengan ciertos caracteres humanos, hasta el punto grotesco o que los dioses griegos se metían los cuernos.
V
Voy a contar ahora cómo entró en juego el tipógrafo Celestino Iglesias y cómo me encontré en la gran pista. Pero antes quiero decir quién soy yo, de qué me ocupo, etcétera.
Me llamo Fernando Vidal Olmos, nací el 24 de junio de 1911 en Capitán Olmos, pueblo de la provincia de Buenos Aires que lleva el nombre de mi tatarabuelo. Mido un metro setenta y ocho, peso alrededor de 70 kilos, ojos grisverdosos, pelo lacio y canoso. Señas particulares: ninguna.
Se me podrá preguntar para qué diablos hago esta descripción de registro civil. Nada hay casual en el mundo de los hombres.
Hay un sueño que se me repetía mucho en mi infancia: veía un chico (y ese chico, hecho curioso, era yo mismo, y me veía y observaba como si fuera otro) que jugaba en silencio a un juego que yo no alcanzaba a entender. Lo observaba con cuidado, tratando de penetrar el sentido de sus gestos, de sus miradas, de palabras que murmuraba. Y de pronto, mirándome gravemente, me decía: observo la sombra de esta pared en el suelo, y si esa sombra llega a moverse no sé lo que puede pasar. Había en sus palabras una sobria pero horrenda expectativa. Y entonces yo también empezaba a controlar la sombra con pavor. No se trataba, inútil decirlo, del trivial desplazamiento que la sombra pudiese tener por el simple movimiento del soclass="underline" era OTRA COSA. Y así, yo también empezaba a observar con ansiedad. Hasta que advertía que la sombra empezaba a moverse lenta pero perceptiblemente. Me despertaba sudando, gritando. ¿Qué era aquello, qué advertencia, qué símbolo? Cada noche me acostaba con el temor del sueño. Y cada mañana, al despertarme, mi pecho se ensanchaba de alivio al comprobar que, una vez más, había escapado de aquel peligro. Otras noches, en cambio, llegaba el momento terrible: nuevamente veía al chico, la pared y la sombra; nuevamente el chico me miraba con gravedad, nuevamente pronunciaba sus singulares palabras y nuevamente, en fin, después de observar yo con ansiosa expectativa la sombra de la pared, veía que empezaba a moverse y a deformarse. Entonces despertaba sudando y gritando.
El sueño me atormentó durante años, porque comprendía que, como casi todos los sueños, debía tener un sentido oculto y que, en este caso, era el anuncio indudable de algo que alguna vez tenía que sucederme. Ahora bien: no sé si aquel sueño fue el anuncio de lo que más tarde me sucedió o si fue su comienzo simbólico. La primera vez fue hace muchos años, cuando yo tenía menos de veinte años y dirigía una banda de asaltantes (luego veré si cuento algo de aquella experiencia). Tuve de pronto la revelación de que la realidad podía empezar a deformarse si no concentraba toda mi voluntad para mantenerla estable. Temía que el mundo que me rodeaba pudiera empezar en cualquier momento a moverse, a deformarse, primero lenta y luego bruscamente, a disgregarse, a transformarse, a perder todo sentido. Como el chico del sueño concentré toda mi fuerza mirando esa especie de sombra que es la realidad que nos rodea, sombra de alguna estructura o pared que no nos es dado contemplar. Y de pronto (estaba en mi cuarto de Avellaneda, felizmente solo, tirado en la cama), vi, con horror, que la sombra empezaba a moverse y que el viejo sueño empezaba a cumplirse en la realidad. Sentí una especie de vértigo, perdí el sentido y me hundí en un caos, pero al fin logré salir a flote con enorme esfuerzo y empecé a atar los trozos de la realidad que parecían querer irse a la deriva. Una especie de ancla. Eso es: como si me viese obligado a anclar la realidad, pero como si el barco estuviese compuesto de muchos pedazos separables y fuese necesario primero atarlos a todos y luego largar una formidable ancla para que el todo no fuese a la deriva. Por desgracia, el episodio volvió a repetírseme, y a veces con fuerza mayor. De pronto sentía que empezaba el deslizamiento y luego la disgregación, pero como ya conocía los síntomas no me dejaba estar, tal como me había sucedido la primera vez, y de inmediato comenzaba a trabajar con toda mi energía. La gente no comprendía lo que me pasaba, me veía concentrarme, con mi mirada fija y ajena, y creía que me estaba volviendo loco, sin comprender que era al revés, precisamente al revés, puesto que merced a aquel esfuerzo lograba mantener la realidad en su sitio y en su forma. Pero a veces, por más intensos que fueran mis esfuerzos, la realidad empezaba a disgregarse poco a poco, a deformarse, como si fuera de caucho y enormes tensiones la solicitaran desde los extremos (desde Sirio, desde el centro de la Tie rra, desde todas partes): una cara empezaba a hincharse, de un lado se inflaba un globo, los ojos se juntaban poco a poco, la boca se agrandaba hasta que reventaba, mientras una mueca horrible iba desfigurando el rostro.