Выбрать главу

Sea como fuera, aquellos momentos me asustaban; y me atormentaba esa necesidad de mantener mi mente despierta, atenta, vigilante y enérgica. De pronto deseaba que me encerraran en un manicomio para descansar, puesto que allí nadie tiene la obligación de mantener la realidad como se pretende que es. Como si allí uno pudiera decir (y seguramente dice): ahora, que se arreglen.

Pero lo peor no sucede a mi alrededor sino en mi interior, porque mi propio yo empezaba de pronto a deformarse, a estirarse, a metamorfosearse. Yo me llamo Fernando Vidal Olmos, y esas tres palabras son como un sello, como una garantía de que soy "algo", algo bien definido: no sólo por el color de mis ojos, por mi estatura, por mi edad, por mi día de nacimiento y mis padres (es decir, por esos datos que aparecen en la cédula de identidad), sino por algo más profundo de índole espirituaclass="underline" por un conjunto de recuerdos, de sentimientos, de ideas que dentro de uno mantienen la estructura de ese "algo", que es Fernando Vidal y no el cartero o el carnicero. Pero ¿qué impide que en ese cuerpo tabulado en mi libreta de enrolamiento no pueda de pronto, en virtud de algún cataclismo, habitar el alma del portero o el espíritu de Sade? ¿Hay alguna inviolable relación, acaso, entre mi cuerpo y mi alma? Siempre me pareció portentoso que alguien pueda crecer, tener ilusiones, sufrir desastres, ir a la guerra, deteriorarse espiritualmente, cambiar sus ideas, transformar sus sentimientos y sin embargo seguir recibiendo el mismo nombre: Fernando Vidal. ¿Tiene algún sentido? ¿O es verdad que, a pesar de todo, existe algún hilo, infinitamente estirable pero milagrosamente unitario, que a través de esos cambios y catástrofes mantenga la identidad del yo?

No sé lo que pasará en los otros. Sólo puedo decir que en mí esa identidad de pronto se pierde y que esa deformación del yo de pronto alcanza proporciones inmensas: grandes regiones de mi espíritu empiezan a hincharse (a veces hasta siento la presión física de mi cuerpo, en mi cabeza sobre todo), avanzan como silenciosos pseudopodios, ciegos y sigilosos, hacia otras regiones de la raza y finalmente hasta oscuras y antiguas regiones zoológicas; un recuerdo empieza a hincharse, poco a poco va dejando de ser aquel rumor de La danza de las libélulas que alguna noche oí en un piano de mi infancia, va siendo luego una música cada vez más extraña y desorbitada, luego se convierte en gritos y gemidos, finalmente en aullidos atroces, luego en campanadas que me aturden los oídos y, cosa aun más singular, empiezan a transformarse en gustos ácidos o repugnantes en mi boca, como si del oído pasasen a mi garganta, y el estómago se me contrae en convulsiones de vómito, mientras otros ruidos, otros recuerdos, otros sentimientos, van sufriendo metamorfosis análogas. Y pensando a veces que tal vez sea verdad la reencarnación y que en los rincones más ocultos de nuestro yo duermen recuerdos de aquellos seres que nos precedieron, así como conservamos restos de pez o reptil; dominados por el nuevo yo y por el nuevo cuerpo, pero prontos a despertar y salir cuando las faenas, las tensiones, los alambres y tornillos que mantienen el yo actual, por alguna causa que desconocemos, se aflojan y ceden, y las fieras y animales prehistóricos que nos habitan salen en libertad. Y eso que sucede cada noche mientras dormimos, de pronto es incontrolable y empieza a dominarnos también en pesadillas que se desenvuelven a la luz del día.

Pero mientras mi voluntad me responde todavía yo siento cierta seguridad, porque sé que gracias a ella puedo salir del caos y reorganizar mi mundo: mi voluntad es poderosa, cuando funciona. Lo peor es cuando siento que mi yo se disgrega también en lo que se refiere a la voluntad. O como si la voluntad todavía me perteneciese, pero partes del cuerpo o del sistema que la transmite, no. O como si el cuerpo fuera mío, pero "algo" entre mi cuerpo y mi voluntad se interpone. Ejemplo: quiero mover el brazo, pero el brazo no me obedece. Concentro toda mi atención en el brazo, lo miro, realizo un esfuerzo pero observo que no me obedece. Como si las líneas de comunicación entre mi cerebro y mi brazo estuvieran rotas. Muchas veces me ha sucedido eso, como si yo fuera un territorio devastado por un terremoto, con grandes grietas, y con los hilos telefónicos cortados. Y en esos casos, todo puede suceder: no hay policía, no hay ejército. Cualquier calamidad puede producirse, cualquier saqueo o depredación. Como si mi cuerpo perteneciera a otro hombre y yo, impotente y mudo, observara cómo comienzan a producirse en aquel territorio ajeno movimientos sospechosos, estremecimientos que anuncian una nueva convulsión, hasta que poco a poco, crecientemente la catástrofe vuelve a enseñorearse de mi cuerpo y finalmente de mi espíritu.

Cuento todo esto para que me comprendan.

Y porque muchos de los episodios que relataré, de otro modo serían incomprensibles e increíbles. Pero pasaron en buena medida gracias a esa ruptura catastrófica de mi personalidad; no a pesar de ella, sino precisamente gracias a ella.

VI

Este informe está destinado, después de mi muerte, que se aproxima, a un instituto que crea de interés proseguir las investigaciones sobre este mundo que hasta hoy ha permanecido inexplorado. Como tal, se limita a los HECHOS como me han sucedido. El mérito que tiene, a mi juicio, es el de su absoluta objetividad: quiero hablar de mi experiencia como un explorador puede hablar de su expedición al Amazonas o al África Central. Y aunque, como es natural, la pasión y el rencor muchas veces pueden confundirme, al menos mi voluntad es de permanecer preciso y de no dejarme arrastrar por esa clase de sentimientos. He tenido experiencias espantosas, pero precisamente por eso mismo deseo atenerme a los hechos, aunque estos hechos proyecten una luz desagradable sobre mi propia vida. Después de lo que llevo dicho, nadie en su sano juicio podría sostener que el objetivo de estos papeles sea el de despertar simpatía hacia mi persona.

He aquí, por ejemplo, uno de los hechos desagradables que como muestra de mi sinceridad voy a confesar: no tengo ni nunca he tenido amigos. He sentido pasiones, naturalmente; pero jamás he sentido afecto por nadie, ni creo que nadie lo haya sentido por mí.

He mantenido relaciones, sin embargo, con mucha gente. He tenido "conocidos", como se acostumbra decir con esa palabra tan equívoca.

Y uno de esos conocidos, uno de importancia para lo que sigue, fue un español enjuto y taciturno llamado Celestino Iglesias.

Lo vi por primera vez en 1929, en un centro anarquista de Avellaneda llamado Amanecer; el mismo centro donde conocí, por la misma época, a Severino Di Giovanni, un año antes de su fusilamiento. Yo frecuentaba los locales ácratas porque ya tenía el vago propósito de organizar, como efectivamente organicé más tarde, una banda de asaltantes; y aunque no todos los anarquistas eran pistoleros, se encontraba entre ellos a todo género de aventureros, nihilistas y, en fin, ese tipo de enemigo de la sociedad que siempre me atrajo. Uno de esos individuos se llamaba Osvaldo R. Podestá que participó en el asalto al Banco de San Martín y que durante la guerra española fue ametrallado por los mismos rojos, cerca del puerto de Tarragona, cuando se disponía a huir de España con un lanchón cargado de dinero y de joyas.

Conocí a Iglesias por intermedio de Podestá: como si un lobo me presentase un cordero. Pues Iglesias era uno de esos anarquistas bondadosos, incapaz de matar una mosca: era pacifista, era vegetariano (por su repugnancia a vivir de la muerte de un ser viviente) y tenía ese género de fantástica esperanza de que el mundo iba a ser alguna vez una cariñosa comunidad de libres y fraternales cooperadores. Ese Nuevo Mundo iba a hablar una sola lengua y esa lengua iba a ser el esperanto. Razón por la cual aprendió dificultosamente esa especie de aparato ortopédico, que no solamente es horrible (lo que para una lengua universal no sería lo peor) sino que no la habla prácticamente nadie (lo que para una lengua universal es ruinoso). Y de ese modo, en cartas que laboriosamente escribía sacando la lengua, se comunicaba con alguno de los quinientos sujetos que en el resto del universo pensaban como él.