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Tenía, en efecto, una gran desconfianza hacia mí. Esa desconfianza fue creciendo a medida que pasaban los días y se hizo insalvable al cabo de tres semanas, cuando su metamorfosis acababa. Existía un indicio que debía marcar, si mis teorías no eran equivocadas, el definitivo ingreso de Iglesias en el nuevo reino, su transformación absoluta; y era el asco que en mí despiertan los auténticos ciegos. Tampoco ese asco o aprensión o fobia aparece de golpe: mi experiencia me mostró que también eso se produce poco a poco, hasta que un día nos encontramos ante el hecho consumado y espeluznante: ya estamos delante del murciélago o del reptil. Recuerdo aquel día: ya al acercarme a la pieza de la pensión en que estaba viviendo Iglesias desde su accidente, sentí una ambigua sensación de malestar, una incierta aprensión que fue aumentando a medida que me acercaba a su cuarto. Tanto que vacilé un instante antes de llamar. Hasta que, casi temblando, dije Iglesias y ALGO me respondió: "Entre". Abrí la puerta, y en medio de la oscuridad (ya que naturalmente no usaba luz cuando se encontraba solo) sentí la respiración del nuevo monstruo.

IX

Pero, antes de llegar a ese instante capital, sucedieron otras cosas que debo relatar, porque fueron las que me permitieron entrar en el universo de los ciegos, antes de que la metamorfosis de Iglesias llegara a su término: como esos desesperados mensajeros en motocicleta, que durante la guerra logran atravesar un puente que saben debe ser volado de un momento a otro. Porque yo veía acercarse el momento fatal en que la metamorfosis estaría completada y trataba de apresurar mi carrera. Por momentos pensé que no llegaría a tiempo y que el puente sería volado por el enemigo antes de que yo, en mi absurda carrera, lograse atravesar el foso.

Asistía con ansiedad creciente al paso de los días, calculaba que el proceso interior de Iglesias seguía su ineluctable curso y no veía ningún indicio de que ELLOS apareciesen. Excluía por absurda la sola hipótesis de que los ciegos no se enterasen de que alguien ha perdido la vista y que, por lo tanto, debe ser encontrado y conectado a la secta. Sin embargo, el indiferente curso de los días y mi creciente inquietud me hicieron pensar en esa hipótesis y en otras más descabelladas, como si mi emoción me obnubilara la capacidad de raciocinio y me hiciera olvidar, además, todo lo que ya sabía sobre la secta. Es probable, en efecto, que la emoción sea propicia para crear un poema o componer una partitura musical, pero es desastrosa para las tareas de la razón pura.

Me avergüenza recordar las tonterías que se me ocurrieron cuando empecé a temer que no alcanzaría a cruzar el puente. Llegué hasta suponer que un hombre enceguecido podría quedar como un islote en medio de un inmenso océano indiferente. Quiero decir: ¿qué pasaría con un hombre que, como Iglesias, enceguece por accidente y que a causa de su modalidad personal no quiere ni busca el contacto con los otros ciegos?, ¿que dominado por la misantropía, por el desaliento o por la timidez no desea ponerse en comunicación con esas sociedades que son las manifestaciones visibles (y superficiales) del mundo vedado: la Biblioteca para Ciegos, los Coros, etc.? ¿Qué podía impedir, a primera vista. que un hombre como Iglesias se mantuviese aislado y no sólo no buscase sino que rehuyese la cercanía de sus congéneres? Un estremecimiento de vértigo me acometió en el instante en que imaginé esa idiotez (porque también las idioteces pueden conmovernos). Traté en seguida de calmarme. Reflexioné: Iglesias tiene que trabajar, es pobre, no puede permanecer inactivo. ¿Cómo trabaja un ciego? Tiene que salir a la calle y realizar algunas de esas actividades que les están reservadas: vender peines y baratijas, retratos de Gardel y Leguisamo, las famosas ballenitas; algo, en fin, que lo hace fácilmente visible y, tarde o temprano, fiable para los hombres de la secta. Intenté acelerar el proceso, instándolo a instalarse con algunos de esos negocitos. Le hablé con entusiasmo de las ballenitas y de lo que podía sacar en un solo subterráneo. Le pinté un porvenir rosado, pero Iglesias se mantenía silencioso y desconfiado.

– Tengo todavía unos pesos. Ya veremos más adelante. ¡Más adelante! ¡Qué desesperantes eran esas palabras! Le hablé de un puesto de diarios, pero tampoco se entusiasmó.

No me quedaba otro recurso que esperar y seguir observando, hasta que la necesidad lo obligase a salir.

Repito que ahora me da vergüenza haber llegado a esos grados de imbecilidad, bajo el dominio del temor. ¿Cómo, en mi sano juicio, podía suponer que la secta necesitase de algo tan burdo como la instalación del tipógrafo con un puesto de diarios para saber de su existencia? ¿Y la gente que presenció la salida de Iglesias accidentado? ¿Y los enfermeros y médicos en el hospital? Eso, sin contar con los poderes que la secta tiene, y el inmenso y enmarañado sistema de informaciones y de espionaje que como una formidable telaraña invisible envuelve el mundo. Debo decir, sin embargo, que después de algunas noches de ridículo malestar, concluí que aquellas hipótesis eran disparatadas y que no existía la menor posibilidad de que Iglesias quedase abandonado. Lo único temible era que el contacto se produjese demasiado tarde para mí. Pero contra eso nada podía hacer.

Yo no podía estarme todo el tiempo a su lado. Así que busqué la forma de vigilarlo sin estar en su cercanía. Las medidas que tomé fueron las siguientes:

1. Di una importante suma de dinero a la dueña de la

pensión, una señora Etchepareborda, que me pareció, feliz

mente, una especie de retardada mental. Le rogué que cuidase de Iglesias y que me advirtiera sobre cualquier cosa

que tuviese que ver con el tipógrafo, con el cuento, claro, de

su invalidez.

2. Pedí al tipógrafo que no hiciera nada sin avisarme,

pues yo quería serle útil en todo sentido. No deposité mucha

confianza en esta variante porque imaginé, con fundamento,

que iba a ir separándose cada día más de mí y que la desconfianza hacia mi persona tendría que ir en aumento.

3. Procuré establecer, dentro de lo posible, la más es

trecha vigilancia sobre sus movimientos, si es que se le

ocurría salir; o sobre los movimientos de las gentes que

presumiblemente podrían acercársele. Su pensión estaba en

la calle Paso. Por suerte, a poco más de veinte metros había

un café donde yo podía, como tantos otros desocupados,

permanecer horas y horas, aparentando leer el diario o con

versando con los mozos, de los que debí hacerme amigo. Era

verano, y sentado al lado de la ventana abierta podía vigilar

la entrada de la pensión.

4. Utilicé a Norma Gladys Pugliese, con el doble fin de

no despertar las sospechas que despierta un hombre solo

que vigila y de alternar un poco el fútbol y la política argentina con el pequeño placer que encontraba en corromper a la

maestra.

X

Aquellos cinco días que siguieron me desesperaron ¿Qué podía hacer sino cavilar y conversar con el mozo y hojear diarios y revistas? Aprovechaba leer dos cosas que siempre me fascinaron: los avisos y la sección policial. Lo único que leo desde los veinte años, lo único que nos ilustra sobre la naturaleza humana y sobre los grandes problemas metafísicos. Uno lee en la sexta edición: SÚBITAMENTE ENLOQUECIDO, MATA A SU MUJER Y A SUS CUATRO MIJITOS CON UN HACHA. Nada sabemos sobre ese hombre, fuera de que se llama Domingo Salerno, que era laborioso y honesto, que tenía un mercadito en Villa Lugano y que adoraba a su mujer y a sus chicos. Y de pronto los mata a hachazos. ¡Profundo misterio! Además, ¡qué sensación de verdad que se siente leyendo la sección policial, después de leer las declaraciones de los políticos! Todos éstos parecen disfrazados y falsificadores internacionales, gente que vende tónico para el pelo y hombres de la víbora. ¿Cómo puede compararse a uno de estos mistificadores con un ser purísimo del género de los Salerno? También me excitan los anuncios: LOS TRIUNFADORES DEL MAÑANA ESTUDIAN EN LAS ACADEMIAS PITMAN. Dos jóvenes rutilantes, un muchacho y una muchacha tomados del brazo, sonrientes y gloriosos, marchan hacia el Porvenir. En otro aviso aparece un escritorio con dos teléfonos y un intercomunicador; el sillón vacío está listo para ser ocupado y de los teléfonos salen como rayitos luminosos; la leyenda dice: ESTE PUESTO LO ESPERA. Uno que me atrae por lo demagógico es de la óptica Podestá: SUS OJOS MERECEN LO MEJOR. Los de pasta de afeitar asumen la forma de historietas con moraleja; en el primer, cuadro, Pedro, visiblemente barbudo, invita a bailar a María Cristina; en el segundo cuadro, en primer plano, se ve el rostro desconcertado de Pedro y la expresión de profundo desagrado en María Cristina, que baila tratando de separar lo más posible su cara; en el tercer cuadro, ella le comenta a una amiga: "¡Qué repulsivo está Pedro con esa barba!", respondiéndola la otra: "¿Por qué no se lo dices de una buena vez?"; en el cuadro siguiente, María Cristina le responde que no se atreve pero que quizá ella, su amiga, podría decírselo a su novio para que a su vez él se lo recomiende a Pedro; en el penúltimo cuadro se observa, en efecto, que el novio de la amiga dice algo en voz baja a Pedro; en el cuadro final, aparecen en primer plano Pedro y María Cristina, bailando felices y sonrientes, él ya perfectamente afeitado con la famosa crema PALMOLIVE; la leyenda dice: POR UN DESCUIDO LAMENTABLE PODÍA HABER PERDIDO A SU NOVIA.