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– ¡Farsante! Mil veces me has dicho que las mujeres son distintas a los hombres.

– Mayor razón para que me interesen sus opiniones. A uno siempre le interesa lo que es distinto o desconocido.

– ¡Ah, de modo que admites que para ti una mujer es algo completamente distinto a un hombre!

– No hay que exaltarse por un hecho tan evidente, Norma.

La profesora de historia, que había seguido la escena con gesto duramente irónico, advertida, como seguramente lo estaba, de que yo era un individuo oscurantista, intervino:

– ¿Le parece?

– ¿Le parece qué? -pregunté con ingenuidad.

– Eso. Que sea evidente -subrayó mordazmente la palabra-, la diferencia entre un hombre y una mujer.

– Todo el mundo está de acuerdo que entre un hombre y una mujer hay algunas apreciables diferencias -le expliqué con calma.

– No nos referimos a eso -replicó con helada furia la educadora-. Y usted bien lo sabe.

– ¿A eso? ¿Qué es eso?

– Al sexo, a lo que usted bien sabe -agregó cortante.

Parecía un cuchillo filosísimo y desinfectado.

– ¿Le parece poco? -pregunté.

Me estaba poniendo de buen humor, y por lo demás alivianaban mi espera. Sólo seguía molestándome esa vaga sensación de haber visto alguna vez a la profesora y no poder recordar dónde.

– ¡No es lo más importante! Nos estamos refiriendo a lo otro, a los valores espirituales. Y las diferencias que ustedes establecen entre la actividad de un hombre y de una mujer son típicas de una sociedad atrasada.

– Ah, ya comprendo -comenté con mucha serenidad-. Para ustedes la diferencia entre el útero y el falo es un resabio de los Tiempos Oscuros. Va a desaparecer junto con el alumbrado a gas y el analfabetismo.

La educadora se puso roja: aquellas palabras no sólo la indignaban sino que la avergonzaban, pero no la pronunciación de palabras como útero y falo (científicas como eran, no podían turbarla más que "neutrino" o "reacción en cadena"). La avergonzaban en virtud del mismo mecanismo que podría molestar al profesor Einstein preguntarle por el funcionamiento de sus intestinos.

– Eso es una frase -dictaminó-. Lo cierto es que hoy la mujer compite con el hombre en cualquier actividad. Y eso es lo que a ustedes los saca de quicio. Vea la delegación que acaba de llegar de mujeres norteamericanas: hay tres directoras de la industria pesada.

Norma, tan femenina, me miró triunfalmente: lo que puede el resentimiento. De alguna manera aquellos monstruos la vengaban de su servilismo en la cama. El desarrollo de la industria metalúrgica de los Estados Unidos atenuaba en cierta forma los gritos que daba en momentos culminantes, el frenesí de su entrega incondicional. Una postura humillante era balanceada por la petroquímica yanqui.

Era cierto: ahora que me veía obligado a recorrer los diarios, recordaba haber visto la llegada de aquella troupe.

– También hay mujeres que boxean -comenté-. Ahora, si a ustedes esa monstruosidad las anima…

– ¿Llama usted monstruosidad al hecho de que una mujer llegue a ser miembro del directorio de una gran industria?

Nuevamente me vi obligado a seguir, por encima de los atléticos hombros de la señorita González Iturrat, a un transeúnte sospechoso. Esa actitud, perfectamente explicable. aumentó la furia de la considerable arpía.

– ¿Y también le parece monstruoso -agregó, entrecerrando insidiosamente los ojitos- que en la ciencia se destaque un genio como Madame Curie?

Era inevitable.

– Un genio -le expliqué con calma didáctica- es alguien que descubre identidades entre hechos contradictorios. Relaciones entre hechos aparentemente remotos. Alguien que revela la identidad bajo la diversidad, la realidad bajo la apariencia. Alguien que descubre que la piedra que cae y la Luna que no cae son el mismo fenómeno.

La educadora seguía mi razonamiento con ojitos sarcásticos, como una maestra a un chico mitómano.

– ¿Y Madame Curie es poco lo que descubrió?

– Madame Curie, señorita, no descubrió la ley de la evolución de las especies. Salió con un rifle a cazar tigres y se encontró con un dinosaurio. Con ese criterio también sería un genio el primer marinero que divisó el Cabo de Hornos.

– Usted dirá lo que quiera, pero el descubrimiento de Madame Curie revolucionó la ciencia.

– Si usted sale a cazar tigres y se encuentra con un centauro, también provocará una revolución en la zoología Pero no es esa clase de revoluciones la que provocan los genios.

– Según su opinión, a la mujer le está vedada la ciencia.

– No, ¿cuándo he dicho eso? Además, la química se parece a la cocina.

– ¿Y la filosofía? Usted prohibiría, seguramente, que las muchachas ingresen en la facultad de filosofía y letras.

– No, ¿por qué? No hacen mal a nadie. Además allí encuentran novio y se casan.

– ¿Y la filosofía?

– Que estudien, si quieren. Mal no les va a hacer.

Tampoco bien, eso es cierto. No les hace nada. Además, no hay ningún peligro de que se conviertan en filósofos.

La señorita González Iturrat gritó:

– ¡Lo que pasa es que esta sociedad absurda no les da las mismas posibilidades que a los hombres!

– ¿Cómo? Si estamos diciendo que nadie les impide ir a la facultad de filosofía. Más aún: me dicen que ese establecimiento está lleno de mujeres. Nadie les prohíbe que hagan filosofía. Nunca se les impidió que piensen, ni en su casa ni fuera de su casa. ¿Cómo se puede impedir que alguien piense? Y la filosofía no requiere más que cabeza y ganas de pensar. Ahora, en la época de los griegos y en el siglo XXX. Eventualmente una sociedad podría impedir que una mujer publicase un libro de filosofía: mediante la ironía, el boicot, en fin, alguna cosa así. Pero, ¿impedir que piense? ¿Cómo ninguna sociedad puede obstaculizar la idea del universo platónico en la cabeza de una mujer?

La señorita González Iturrat estalló:

– ¡Con gente como usted el mundo nunca habría ido adelante!

– ¿Y de dónde deduce usted que ha ido adelante?

Sonrió con desprecio.

– Claro. Llegar a Nueva York en veinte horas no es un progreso.

– No veo la ventaja de llegar pronto a Nueva York. Cuanto más se tarda, mejor. Además, yo creí que usted se refería al progreso espiritual.

– A todo, señor. Lo del avión no es un azar: es el símbolo del adelanto general. Incluso los valores éticos. No me va usted a decir que la humanidad no tiene una moral superior a la de la sociedad esclavista.

– Ah, usted prefiere los esclavos con sueldo.

– Es fácil ser cínico. Pero cualquier persona de buena fe sabe que el mundo conoce hoy valores morales que eran desconocidos en la antigüedad.

– Sí, comprendo. Landrú viajando en ferrocarril es superior a Diógenes viajando en trirreme.

– Usted elige a propósito ejemplos grotescos. Pero es evidente.

– Un jefe de Buchenwald es superior a un jefe de galeras. Es mejor matar a 109 bichos humanos con bombas Napalm que con arcos y flechas. La bomba de Hiroshima es más benéfica que la batalla de Poitiers. Es más progresista torturar con picana eléctrica que con ratas, a la china.

– Todos ésos son sofismas, porque son hechos aislados. La humanidad superará también esas barbaridades. Y la ignorancia tendrá que ceder en toda la línea, al final, a la ciencia y al conocimiento.

– Actualmente, el espíritu religioso es más fuerte que en el siglo XIX -anoté con tranquila perversidad.

– El oscurantismo de todo género cederá al fin. Pero la marcha del progreso no puede ser sin pequeños retrocesos y zigzags. Usted mencionó hace un momento la teoría de la evolución: un ejemplo de lo que puede la ciencia contra toda clase de mito religioso.

– No veo los efectos devastadores de esa teoría. ¿No acabamos de admitir que el espíritu religioso ha repuntado?