Si se hicieran alinear todos los canallas que hay en el planeta ¡qué formidable ejército se vería, y qué muestrario inesperado! Desde niñitos de blanco delantal ("la pura inocencia de la niñez") hasta correctos funcionarios municipales que, sin embargo, se llevan papel y lápices a la casa. Ministros, gobernadores, médicos y abogados en su casi totalidad, los ya mencionados pobres viejitos (en inmensas cantidades), las también mencionadas matronas que, ahora dirigen sociedades de ayuda al leproso o al cardíaco (después de haber galopado sus buenas carreras en camas ajenas y de haber contribuido precisamente al incremento de las enfermedades del corazón), gerentes de grandes empresas, jovencitas de apariencia frágil y ojos de gacela (pero capaces de desplumar a cualquier tonto que crea en el romanticismo femenino o en la debilidad y desamparo de su sexo), inspectores municipales, funcionarios coloniales, embajadores condecorados, etcétera, etcétera. ¡CANALLAS, MARCH! ¡Qué ejército, mi Dios! ¡Avancen, hijos de puta! ¡Nada de pararse, ni de ponerse a lloriquear, ahora que les espera lo que les tengo preparado!
¡CANALLAS, DRECH!
Hermoso y aleccionador espectáculo.
Cada uno de los soldados al llegar al establo será alimentado con sus propias canalladas, convertidas en excremento real (no metafórico). Sin ninguna clase de consideración ni acomodos. Nada de que al hijito del señor ministro se le permita comer pan duro en lugar de su correspondiente caca. No, señor: o se hacen las cosas como es debido o no vale la pena que se haga nada. Que coma su mierda. Y más, todavía: que coma toda su mierda. Bueno fuera que admitiéramos que coma una cantidad simbólica. Nada de símbolos: cada uno ha de comer su exacta y total canallada. Es justo, se comprende: no se puede tratar a un infeliz que simplemente esperó con alegría la muerte de sus progenitores para recibir unos pesuchos en la misma forma que a uno de esos anabaptistas de Mineápolis que aspiran al cielo explotando negros en Guatemala. ¡No, señor! JUSTICIA Y MÁS JUSTICIA: A cada uno la mierda que le corresponda, o nada. No cuenten conmigo, al menos para trapisondas de ese género.
Y que conste que mi posición no sólo es inexpugnable sino desinteresada, ya que, como lo he reconocido, en mi condición de perfecto canalla, integraré las filas del ejército cacófago. Sólo reivindico el mérito de no engañar a nadie.
Y esto me hace pensar en la necesidad de inventar previamente algún sistema que permita detectar la canallería en personajes respetables y medirla con exactitud para descontarle a cada individuo la cantidad que merece que se le descuente. Una especie de canallómetro que indique con una aguja la cantidad de mierda producida por el señor X en su vida hasta este Juicio Final, la cantidad a deducir en concepto de sinceridad o de buena disposición, y la cantidad neta que debe tragar, una vez hechas las cuentas.
Y después de realizada la medición exacta en cada individuo, el inmenso ejército deberá ponerse en marcha hacia sus establos, donde cada uno de los integrantes consumirá su propia y exacta basura. Operación infinita, como se comprende (y ahí estaría la verdadera broma), porque al defecar. en virtud del Principio de Conservación de los Excrementos. expulsarían la misma cantidad ingerida. Cantidad que vuelta a ser colocada delante de sus hocicos, mediante un movimiento de inversión colectiva a una voz de orden militar, debería ser ingerida nuevamente.
Y así, ad infinitum.
XIV
Todavía hube de esperar dos días más. En ese lapso recibí una de esas cartas que se envían en cadena y que normalmente se tiran a la calle. En mi caso, aumentó mi zozobra, ya que mi experiencia me había demostrado que nada, pero lo que se dice
NADA
podía ser desdeñado en una trama tan fantástica como la que envolvía. De modo que la leí con cuidado, tratando de encontrar vínculos entre aquellos remotos sucesos con licenciados y generales y mi asunto con los ciegos: Decía: "Esta cadena proviene de Venezuela. Fue escrita por el señor Baldomero Mendoza y tiene que dar la vuelta al mundo. Haga usted 24 copias y repártalas entre sus amigos pero por ningún motivo entre los parientes por lejanos que sean. Aunque no sea supersticioso los hechos le demostrarán su efectividad. Ejemplo: el señor Ezequiel Goiticoa hizo las copias, las envió a sus amigos y a los nueve días recibió 150 mil bolívares. Un señor llamado Barquilla tomó en broma esta cadena y su casa sufrió un incendio que destruyó parte de su familia y por este motivo se volvió loco. En 1904 el General Joaquín Díaz cuando recibió un fuerte golpe del que enfermó gravemente más tarde localizó esta cadena y ordenó a su secretaria que hiciera las copias y las mandara. Su curación fue rápida y ahora su situación es excelente. Un empleado de Garette hizo las copias pero se olvidó de enviarlas, a los nueve días tuvo un disgusto y perdió el empleo; después hizo otras copias y las mandó, recobrando el empleo y hasta recibió indemnización. El Licenciado Alfonso Mejía Reyes, de México, DF., recibió una copia de esta cadena, se descuidó, perdió la copia, a los nueve días se le cayó una cornisa en la cabeza y murió trágicamente. El ingeniero Delgado rompió la cadena y poco después le descubrieron una malversación de fondos. Por ningún motivo rompa esta cadena. Plaga las copias y repártalas. Diciembre de 1954".
XV
Hasta que un día vi que un ciego avanzaba lentamente por la calle Paso, desde Rivadavia hacia Bartolomé Mitre. Mi corazón comenzó a golpear.
Mi instinto me dijo que ese hombre alto y rubio tenía algo que ver con el problema Iglesias, pues no avanzaba con esa indiferenciada atención con que alguien camina por una calle cuando su objetivo está lejos.
No se detuvo frente al número 57, pero pasó muy lentamente frente a la entrada, y con su bastón blanco parecía como andar reconociendo un territorio en el que más tarde se han de hacer operaciones decisivas. Supuse que era algo así como una avanzada de reconocimiento y desde ese instante redoblé mi atención.
Ese día, sin embargo, no volvió a pasar nada que llamase mi atención. Unos minutos antes de las nueve de la noche subí al séptimo piso, pero tampoco allá había sucedido nada que yo estimase fuera de lo común: soderos, dependientes de almacén, la gente habitual, en fin.
Esa noche no pude dormir: me volvía y me revolvía en la cama. Me levanté antes del amanecer y corrí a la calle Paso, temiendo que alguien importante pudiera subir al departamento en el momento en que se abriese la puerta de abajo.
Pero nadie entró que me pareciese sospechoso y en todo aquel día no advertí ningún indicio interesante. ¿Habría sido una simple casualidad la aparición de aquel ciego alto y rubio?
Ya dije que creo poco en las casualidades y mucho menos en las que se refieren a los ciegos. De modo que esa misma noche al terminar lo que podría llamarse mi guardia diurna, decidí subir a la pensión y someter a un cerrado interrogatorio a la señora Etchepareborda.