Выбрать главу

"El reverso del mundo", pensé.

Como en las páginas policiales, ahí parecía revelarse la verdad última de la raza.

"El amor y los excrementos", pensé.

Y mientras me abrochaba, también pensé: "Damas y Caballeros".

XVIII

A las dos de la tarde estaba yo instalado en el café, por las dudas. Pero hasta las tres no apareció el hombrecito que se parecía a Pierre Fresnay. Caminaba ahora sin ninguna vacilación. Cuando llegó cerca de la casa levantó la mirada para verificar la numeración (porque venía caminando con la cabeza gacha, como si mascullara algo para sus adentros) y entró en el número 57.

Esperé su salida con los nervios tensos: se acercaba la parte más riesgosa de mi aventura, pues aunque por un momento pensé en la posibilidad más trivial de que lo llevaran a alguna de las sociedades mutuales o de beneficencia, mi intuición me dijo en seguida que no sería de ningún modo así: ya harían eso más adelante. El primer paso debía de consistir en algo mucho menos inocente, conduciéndolo ante alguno de los ciegos de cierta importancia, acaso uno de los vínculos con los jerarcas. ¿En qué me basaba para inclinarme por esta suposición? Pensaba que antes de largar un nuevo ciego a la circulación, por decirlo de este modo, los jerarcas querían conocer a fondo sus características, sus condiciones y sus tareas, su grado de perspicacia o su tontería: un buen jefe de espionaje no da una misión a uno de sus agentes sin un previo examen de sus virtudes y defectos. Y es obvio que no exige las mismas condiciones recorrer los subterráneos para recoger tributos que vigilar junto a un lugar tan importante como el Centro Naval (tal como ese ciego alto de sombrero Orión, de unos sesenta años, que permanece eternamente silencioso con sus lápices en la mano y que da toda la impresión de ser un caballero inglés venido a menos por un espantoso azar de la fortuna). Hay, como ya lo he dicho, ciegos y ciegos. Y si bien todos ellos tienen un esencial atributo común, que les confiere ese mínimo de peculiaridades raciales, no debemos simplificar el problema hasta el punto de creer que todos son igualmente sutiles y perspicaces. Hay ciegos que sólo sirven para trabajo de choque; hay entre ellos el equivalente de los estibadores o de los gendarmes; y hay los Kierkegaards y los Prousts. Por lo demás, no se puede saber cómo ha de resultar un humano que entre en la secta sagrada por enfermedad o accidente, pues como en la guerra, se producen increíbles sorpresas; y así como nadie hubiera podido prever que de aquel tímido empleaducho de un banco en Boston iba a salir un héroe de Guadalcanal, tampoco se puede predecir de qué sorprendente manera puede la ceguera elevar la jerarquía de un portero o de un tipógrafo: se dice que uno de los cuatro jerarcas que manejan mundialmente la secta (y que habitan en alguna parte de los Pirineos, en una de las grutas a enorme profundidad que, finalizando en un desastre mortal, un grupo de espeleólogos intentó explorar en 1950) no era ciego de nacimiento y que, y eso es lo más asombroso, en su vida anterior había sido un simple jockey que corría en el hipódromo de Milán, lugar donde perdió la vista en una rodada. Esta es una información de enésima mano, como es de suponer, y aunque creo muy poco probable que un hombre que no sea ciego de nacimiento pertenezca a la jerarquía, repito la historia sólo para mostrar hasta qué punto puede creerse que una persona es susceptible de agrandarse por la pérdida de la vista. El sistema de promoción es tan esotérico, que creo por demás dudoso que nadie pueda conocer jamás la identidad de los Tetrarcas. Lo que pasa es que en el mundo de los ciegos se murmura y se propalan informaciones que no siempre son verdaderas: en parte, acaso, porque conservan esa propensión a la maledicencia y al chismorreo que es propia de los seres humanos incrementada en su raza en proporciones patológicas; en parte, y ésta es una hipótesis mía, porque los jerarcas utilizan las falsas informaciones como uno de los medios para mantener el misterio y el equívoco, dos armas poderosas en cualquier organización de ese género. Pero, sea como fuere, para que una noticia sea verosímil tiene que ser al menos posible en principio, y esto basta para probar, como en el presunto caso del ex jockey, hasta qué punto la ceguera puede multiplicar la personalidad de un individuo corriente.

Volviendo a nuestro problema, imaginé que Iglesias no sería conducido en aquella primera salida a una de las sociedades exotéricas, esas instituciones donde los ciegos utilizan a pobres diablos videntes o a señoras de buen corazón y cerebro de mosca, echando mano de los peores y más baratos recursos de la demagogia sentimental. Intuí, por lo tanto, que aquella primera salida de Iglesias podía introducirme de un solo golpe en uno de los reductos secretos, con todos los peligros que eso implicaba, es cierto, pero, asimismo, con todas sus formidables posibilidades. De modo que esa tarde, cuando me senté en el café, había tomado ya todas las medidas que me parecieron inteligentes para el caso de un viaje de tal naturaleza. Se me podrá decir que es fácil tomar determinaciones razonables para un viaje a las sierras de Córdoba, pero no se ve cómo, a menos de estar loco, se pueden tomar medidas razonables para la exploración del universo de los ciegos. Bien: la verdad es que esas famosas medidas fueron dos o tres relativamente lógicas: una linterna eléctrica, algún alimento concentrado y dos o tres cosas similares. Decidí que, tal como lo hacen los nadadores de fondo, lo mejor era llevar, como alimento concentrado, chocolate.