Con mi linterna de bolsillo, mi chocolate y un bastón blanco que a último momento se me ocurrió que podía serme útil (como el uniforme del enemigo para una patrulla), esperé, con los nervios en el último grado de tensión, la salida de Iglesias con el hombrecito. Quedaba, es cierto, la posibilidad de que el tipógrafo, en su calidad de español, se negara a acompañar al hombrecillo y decidiera permanecer orgullosamente solitario; en ese caso todo el edificio que había yo erigido se vendría abajo como un castillo de barajas; y mi equipo de chocolate, linterna y bastón blanco quedaría automáticamente convertido en un grotesco equipo para loco.
¡Pero Iglesias bajó!
El señor bajito venía conversándole con entusiasmo, y el tipógrafo lo escuchaba con su dignidad de hidalgo miserable que no se ha rebajado ni se rebajará jamás. Se movía con torpeza, y el bastón blanco que el otro le había traído era todavía manejado con timidez, manteniéndolo de pronto en el aire, durante varios pasos, como quien lleva un termo.
¡Cuánto le faltaba aún para completar su aprendizaje! Esta comprobación me renovó los ánimos y salí detrás de ellos con bastante aplomo.
En ningún momento el señor bajito dio indicios de sospechar mi persecución, y esto también aumentó mi seguridad hasta el punto de despertarme una especie de orgullo porque las cosas estuviesen saliendo tal como las había calculado en tantos años de espera y estudios preliminares. Porque, y no sé si lo dije antes, desde mi frustrada tentativa con el ciego del subterráneo a Palermo, dediqué casi todo el tiempo de mi vida a la observación sistemática y minuciosa de la actividad visible de cuanto ciego encontraba en las calles de Buenos Aires; en ese lapso de tres años compré centenares de revistas inútiles; compré y arrojé ballenitas por docenas de docenas; adquirí miles de lápices y libretitas de todo tamaño; asistí a conciertos de ciegos; aprendí el sistema Braille y permanecí días interminables en la biblioteca. Como se comprende, esta actividad ofrecía peligros inmensos, ya que si se sospechaba de mí, todos mis planes se venían abajo, aparte de que mi propia vida corría peligro; pero era inevitable y, hasta cierto punto, paradójicamente, la única oportunidad de salvación frente a esos mismos peligros: más o menos como el aprendizaje que, con peligro de muerte, hacen los soldados que son entrenados para buscaminas, que en el momento culminante de su entrenamiento deben enfrentarse con los mismos peligros que precisamente están destinados a evitar.
No tan disparatado, sin embargo, como para haber enfrentado esos riesgos sin recaudos elementales: cambiaba mi ropa, usaba bigotes o barbas postizas, me ponía anteojos oscuros, cambiaba mi voz.
Así investigué muchas cosas en estos tres años. Y gracias a esa árida labor preliminar me fue posible penetrar en el dominio secreto.
Y así terminé…
Porque en estos días que preceden a mi muerte no tengo ya dudas de que mi destino estaba decidido, acaso desde los comienzos mismos de mi investigación, desde aquel día aciago en que vigilé al ciego del subterráneo a lo largo de varios viajes entre Plaza Mayo y Palermo. Y a veces pienso que cuando más astuto me creí y cuando más fatuamente celebré lo que yo imaginaba mi suprema habilidad, más era vigilado y más iba en busca de mi propia perdición. Hasta el punto de que he llegado a sospechar de la propia viuda de Etchepareborda. ¡Qué tenebrosamente cómica se me aparece ahora la idea de que toda aquella mise-en-scéne con bibelots y bambis gigantescos, con fotos trucadas de matrimonio pequeñoburgués en vacaciones, con apacibles cartelitos provenzales; que todo aquello, en fin, que en mi arrogancia me permitía sonreírme para mis adentros, no haya sido más que eso: más que una burda, una tenebrosamente cómica mise-en-scéne!
Con todo, éstas no son más que suposiciones, aunque sean prácticamente suposiciones. Y me he propuesto hablar de HECHOS. Volvamos, pues, a los acontecimientos tal como pasaron.
En los días que precedieron a la salida de Iglesias yo había estudiado, como en una partida de ajedrez, todas las variantes que podía asumir esa salida, ya que debía estar preparado para cada una de ellas. Por ejemplo, podía suceder muy bien que esa gente viniese a buscarlo en un taxi o en un coche particular. Como yo no iba a perder la más brillante oportunidad de mi vida por olvido de una combinación tan groseramente previsible, mantuve estacionada en la cercanía una rural que me facilitó R., uno de mis socios en la falsificación de billetes. Pero cuando aquel día vi llegar de a pie al emisario parecido a Pierre Fresnay, comprendí que mi precaución era inútil. Quedaba, claro la variante de tomar luego un taxi con Iglesias, y aunque hoy en día en Buenos Aires es tan difícil conseguir un taxi como un mamut, estuve atento a esa posibilidad cuando lo vi bajar. Pero no permanecieron en la puerta, en la actitud de quien espera el paso de uno; por el contrario, y sin siquiera echar un vistazo a derecha e izquierda, el hombrecito llevó del brazo al tipógrafo hacia el lado de Bartolomé Mitre: era ya evidente que irían adonde fuese con los medios comunes de transportes.
Quedaba, es cierto, la variante de que el otro, el gordo de la CADE, los estuviese esperando en algún lugar con un coche, pero no me pareció lógico, pues 110 veía ningún motivo para que no esperase allí mismo en la calle Paso. Por otro lado se me ocurría bastante adecuado el transporte en un ómnibus o colectivo, pues, probablemente, no quieran dar al nuevo ciego la sensación inmediata de que son una secta todopoderosa: la humildad de procedimientos, hasta la pobreza de recursos, son un arma eficaz en medio de una sociedad atroz y egoísta pero propensa al sentimentalismo. Aunque el "pero" debería ser reemplazado por la simple conjunción "y".
Los seguí a una distancia prudencial.
Al llegar a la esquina doblaron hacia la izquierda y siguieron hacia Pueyrredón. Allí se detuvieron frente a uno de los postes indicadores de transporte. Había una cola de unas cuantas personas, hombres y mujeres; pero, a iniciativa de un señor con portafolio y anteojos, de aspecto honorable, pero que intuí era un implacable sinvergüenza, todos dieron preferencia al "cieguito".
Y así se rehízo la fila detrás de nuestros dos hombres.
En el poste había marcados tres números, y eran para mí la clave inicial de un gran enigma: ya no eran los números de ómnibus que iban a Retiro y a la Facultad de Derecho, al Hospital de Clínicas o a Belgrano sino a las puertas de lo Desconocido.
Subieron al ómnibus que va a Belgrano y yo detrás de ellos, después de hacer pasar ante mí a un par de personas que debían servirme de aisladores.
Cuando el ómnibus llegó a Cabildo, me empecé a preguntar en qué parte de Belgrano bajarían. El ómnibus siguió sin que el hombrecito diera señales de preocupación. Hasta que al llegar a Virrey del Pino empezó a pedir paso y se acomodaron al lado de la puerta de bajada. Descendieron en la calle Sucre. Por Sucre siguieron hasta Obligado y por esta calle, derecho hacia el norte, hasta Juramento, por ella hasta Cuba, por Cuba nuevamente hacia el norte, al llegar a Monroe volvieron a Obligado y, por esta calle, volvieron a la placita por la que habían pasado antes, esa placita que está en Echeverría y Obligado.
Era evidente: se trataba de despistar. Pero ¿a quién? ¿A mí? ¿,A cualquier presunto individuo que, como yo, anduviese en la pista? Esa hipótesis no era descartable, pues, como es natural, no he sido yo el primero que ha intentado penetrar en el mundo secreto. Es probable que a lo largo de la historia humana haya habido muchos y, en cualquier caso, sospecho de dos: uno, Strindberg, que pagó con la locura; y el otro, Rimbaud, a quien se empezó a perseguir ya antes del viaje al África, tal como se entrevé en una carta que el poeta mandó a su hermana y que Jacques Riviére interpreta erróneamente.