Esta primera serie de razonamientos me confirmó en la presunción que tuve al observar la casa desde la placita: allí no vivía nadie. Desde ya podía dar por segura, pues, una conclusión de importancia para mis etapas siguientes: aquel departamento era meramente un pasaje HACIA OTRA PARTE.
¿Qué podía ser aquella "otra parte"? Eso no lo podía imaginar, y lo único que cabía era la audaz tentativa de violar aquel candado, entrar en la casa misteriosa y ver una vez en ella, adonde podía conducir. Para eso me era necesario una ganzúa o, simplemente, romper aquello con tenaza o cualquier medio violento parecido.
Mi impaciencia ahora era tanta que no podía esperar otro día. Descarté la idea de romper el candado por el ruido que produciría la operación, y pensé que lo mejor era recurrir a la ayuda de uno de mis conocidos. Bajé, fui hasta Cabildo y esperé el paso de un taxi, que a esas horas de la madrugada no faltaban. La suerte parecía estar de mi lado: a los pocos minutos pude tomar uno y le ordené me llevara hasta la calle Paso. Allí subí a la rural y con ella me dirigí a la casa de Floresta donde vive F. Le expliqué a gritos (es famoso por su sueño pesado) que necesitaba abrir un candado esa misma noche. Cuando se despejó y cuando se enteró de qué clase de cerradura se trataba, casi se echa de nuevo en la cama, tan indignado estaba; despertarlo a él para abrir un candado era como consultarlo a Stavisky para una estafa de mil francos. Lo sacudí, lo amenacé y finalmente lo arrastré a mi camioneta; corriendo como si la organización fuera a derrumbarse aquella misma noche, llegué en poco más de media hora hasta la placita de Belgrano. Detuve el auto en la calle Echeverría y, después de verificar que ninguna persona se encontraba en los alrededores, descendimos con F. y caminamos hacia nuestra casa.
La operación de abrir el candado le llevó cosa de medio minuto, después de lo cual le dije que tendría que volverse solo a Floresta, porque yo tardaría mucho en aquella casa. Eso lo puso más furioso aún, pero lo convencí de que se trataba de algo de gran importancia para mí y que, en todo caso, en Cabildo era fácil encontrar taxis. Rechazó con dignidad el dinero que intenté darle para el taxi y se retiró sin saludarme.
Debo decir que mientras iba en mi coche hacia la calle Paso me asaltó una pregunta: ¿Por qué cuando yo subí por primera vez no había candado? Bueno, era lógico que no lo hubiera ya que los dos hombres habían entrado y no podían volver a colocar un candado por la parte de afuera. Pero si aquella entrada era tan importante, como todo lo hacía suponer, ¿cómo se explicaba que la dejasen abierta a cualquier intruso? Pensé que todo eso se explicaba si al entrar el hombrecito corría un cerrojo o ponía una tranca desde el interior.
Tal como era de esperar, en el interior reinaba la más completa oscuridad y un silencio de muerte. La puerta se abrió con una serie de ruidos que me parecieron estruendosos. Con mi linterna iluminé la parte posterior de la puerta y vi, con satisfacción, que tenía un pasador y que ese pasador, de bronce, no estaba oxidado, lo que revelaba su uso.
Mi presunción sobre el cierre interior se confirmaba y con ella la hipótesis (temible) de que aquella puerta no podía quedar abierta en ningún momento.
Mucho tiempo después, reflexionando sobre estos hechos, me pregunté por qué si era tan importante estaba cerrada con un candado que F. podía violar en poco más de medio minuto. El hecho bastante llamativo, tenía una sola explicación: hacerla aparecer una casa cualquiera, una casa que por un motivo o por otro está desocupada.
Si bien yo venía con la convicción de que allí no había ninguna clase de habitantes, entré con cuidado y empecé a iluminar las paredes de la primera pieza… No soy cobarde, pero cualquiera en mi situación habría sentido el mismo temor que yo en aquellos momentos al recorrer, lenta y cuidadosamente, aquel desmantelado y vacío departamento sumido en las tinieblas. Y, hecho significativo, ¡golpeando las paredes con mi bastón blanco, como un auténtico ciego! No había reflexionado hasta ahora en ese inquietante signo, aunque siempre pensé que no se puede luchar durante años contra un poderoso enemigo sin terminar por parecerse a él; ya que si el enemigo inventa la ametralladora, tarde, o temprano, si no queremos desaparecer, también hay que inventarla y utilizarla y lo que vale para un hecho burdo y físico como un arma de guerra, vale, y con más profundos y sutiles motivos, para las armas psicológicas y espirituales: las muecas, las sonrisas, las maneras de moverse y de traicionar, los giros de conversación y la forma de sentir y vivir; razón por la cual es tan frecuente que marido y mujer terminen por parecerse.
Sí: poco a poco yo había ido adquiriendo mucho de los defectos y virtudes de la raza maldita. Y, como casi siempre sucede, la exploración de su universo había sido, también lo empiezo a vislumbrar ahora, la exploración de mi propio y tenebroso mundo.
La luz de mi linterna me reveló pronto que en aquella primera pieza no había nada: ni un mueble, siquiera un trasto olvidado; todo era polvo, pisos agujereados y paredes desconchadas, con restos podridos y colgantes de antiguos y prestigiosos empapelados. Este examen me tranquilizó bastante porque me hacía suponer lo que ya había previsto desde la placita: que la casa estaba deshabitada. Recorrí entonces con mayor firmeza y rapidez el resto de las dependencias y fui poco a poco completando y confirmando esa primera impresión. Y entonces comprendí por qué era innecesario tomar con la puerta de entrada medidas de excesiva precaución; ya que si por azar algún ladrón violaba el candado habría de salir muy pronto desilusionado.
Para mí era distinto, porque sabía que esa casa fantasmal no era un fin sino un medio.
De otro modo había que suponer que el hombrecito insignificante que había ido en busca de Iglesias era una especie de chiflado que había traído al español hasta semejante antro, donde, en una oscuridad absoluta y sin tener ni siquiera donde sentarse, le había hablado durante diez horas de algo que, por terrible que fuese, le habría podido contar en la propia pieza del tipógrafo.
Se imponía buscar la salida a otra parte. Lo primero y más sencillo era pensar en una puerta, visible o secreta, que diese a la casa de al lado; lo segundo y menos sencillo (pero no por eso menos probable, ya que ¿por qué ha de ser sencillo algo referente a seres tan monstruosos?), lo segundo era suponer que esa puerta visible o secreta daba a un pasadizo que llevase a sótanos o a lugares más distantes y peligrosos. En cualquier caso mi tarea consistía ahora en buscar la puerta secreta.
Verifiqué en primer lugar todas las puertas visibles: sin excepción eran de comunicación entre las diferentes habitaciones y dependencias. La puerta era, como por otra parte se debía presumir, invisible, o, por lo menos, invisible a primera vista.
Recordé situaciones que había visto en películas o leído en libros de aventuras: cualquier recuadro o marco de un retrato podía ser la puerta disimulada. Como no había ningún retrato en la casa abandonada no era necesario perder tiempo en eso.
Recorrí, pieza por pieza, las paredes desconchadas para ver si en algún rincón o cornisa o zócalo disimulaban botones eléctricos o cualquier otra clase de mecanismo semejante.
Nada.
Con mayor atención examiné las dos dependencias que. por su naturaleza, ofrecen más particularidades: el baño y la cocina. Aunque destartalados presentaban, en efecto, ricas posibilidades que no podían encontrarse en los otros cuartos. El inodoro, sin tapa, no ofrecía mayores perspectivas, no obstante lo cual traté de hacer girar los viejos goznes de la tapa inexistente; luego tiré la cadena, destapé el tanque, apreté o traté de hacer rotar toda clase de canillas, intenté levantar la vieja bañadera, etcétera. Un análisis parecido hice en la cocina, sin resultado.