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Ya en la pendiente de mi desesperación, fui más lejos e imaginé que tal vez mi suerte estaba decidida desde la aventura con el ciego de las ballenitas; y que durante más de tres años yo había creído estar siguiendo a los ciegos, cuando en realidad habían sido ellos los que me habían perseguido. Imaginé que la búsqueda que yo había llevado a término no había sido deliberada, producto de mi famosa libertad, sino fatal, y que yo estaba destinado a ir en pos de los hombres de la secta para de ese modo ir en pos de mi muerte, o de algo peor que mi muerte. ¿Qué sabía, en efecto, sobre lo que me esperaba? ¿No sería la pesadilla que acababa de sufrir una premonición? ¿No me arrancarían los ojos? ¿No serían los grandes pájaros símbolos de la feroz y efectiva operación que me aguardaba?

Y, finalmente, ¿no había recordado en la pesadilla aquellas extracciones de ojos que en mi infancia yo había perpetrado sobre gatos y pájaros? ¿No estaría yo condenado desde mi infancia?

XXV

Estas imaginaciones ocuparon, junto a otros recuerdos referentes a mis pesquisas sobre los ciegos, aquella jornada. Cada cierto tiempo volvía a pensar en la Ciega, en su desaparición y en el encierro consiguiente. Cavilando en el drama del ascensor, en algún momento llegué a pensar que mi castigo podría consistir en la muerte por hambre en aquel cuarto desconocido; pero en seguida comprendí que ese castigo sería llamativamente benévolo al lado del castigo impuesto a aquellos dos infelices. ¿Morirse de hambre en la oscuridad? ¡Vamos! Casi me reí de mi esperanza.

En un momento de meditación, en medio del silencio, me pareció oír voces apagadas a través de una de las puertas. Me levanté con sigilo y, caminando sin zapatos, me acerqué a la puerta aquella, puerta que presumiblemente daba a la habitación anterior. Con delicadeza puse mi oído sobre la hendidura: nada. Luego, tanteando sobre las paredes, llegué hasta la otra puerta y repetí la operación: me pareció que, en efecto, los que estaban hablando se detenían en el momento mismo en que yo coloqué mi oído. Sin duda habían percibido mis movimientos a pesar de mi cuidado. No obstante, permanecí largo rato con el oído atento sobre la ranura. Pero me fue imposible sentir el más leve rumor de voces o movimientos. Supuse que del otro lado, el Consejo de Ciegos estaba reunido y paralizado, esperando que yo desistiera de mi necio propósito. Comprendiendo que nada ganaría con mi espionaje, fuera de irritar todavía más a aquella gente, volví sobre mis pasos, esta vez con menor cuidado, ya que de todos modos presumí que me habían reconocido. Me eché sobre la cama y decidí fumar. ¿Qué otra cosa podía hacer? De cualquier manera, estaba seguro de que aquel conciliábulo anunciaba alguna próxima decisión sobre mí.

Hasta ese momento había resistido mi deseo, para no consumir los recursos de oxígeno, que según mis cálculos, me proporcionaba la débil corriente de aire a través de las rendijas. Pero, pensé, ¿qué otra cosa mejor podía suceder-me, a esa altura de los acontecimientos que morir asfixiado con humo de cigarrillo? Desde ese instante, empecé a fumar como una chimenea, con el resultado de que el ambiente se fue enrareciendo más y más.

Pensaba, recordaba. Sobre todo venganzas de la Secta. Y volví entonces a analizar el caso Castel, caso que no sólo fue muy notorio por la gente implicada sino por la crónica que desde el manicomio hizo llegar el asesino a una editorial. Me interesó poderosamente por dos motivos: había conocido a María Iribarne y sabía que su marido era ciego. Es fácil imaginar el interés que tuve en conocer a Castel, pero también es fácil presumir el temor que me impidió hacerlo, pues equivalía a meterse en la boca del lobo. ¿Qué otro recurso me quedaba que el de leer, el de estudiar minuciosamente su crónica? "Siempre tuve prevención por los ciegos", confiesa. Cuando por primera vez leí aquel documento, literalmente me asusté, pues hablaba de la piel fría, de las manos acuosas y de otras características de la raza que yo también había observado y que me obsesionaban, como la tendencia a vivir en cuevas o lugares oscuros. Hasta el título de la crónica me estremeció, por lo significativo: "El Túnel".

Mi primer impulso fue el de correr al manicomio y ver al pintor para averiguar hasta dónde había llegado en sus investigaciones. Pero en seguida comprendí que mi idea era tan peligrosa como la de investigar un polvorín a oscuras encendiendo un fósforo.

Sin ninguna clase de dudas, el crimen de Castel era el resultado inexorable de una venganza de la Secta. Pero ¿cuál fue exactamente el mecanismo empleado? Durante años intenté desmontarlo y analizarlo, pero nunca pude superar esa ambigüedad que típicamente domina en cualquier acto planeado por los ciegos. Expongo aquí mis conclusiones, conclusiones que de pronto se ramifican como los corredores de un laberinto:

Castel era un hombre muy conocido en el ambiente intelectual de Buenos Aires, y por lo tanto sus opiniones sobre cualquier cosa también debían de ser notorias. Es casi imposible que una obsesión tan profunda como la que tenía con respecto a los ciegos no la hubiese manifestado. La Secta, mediante Allende, marido de María Iribarne, decide castigarlo.

Allende ordena a su propia mujer ir a la galería donde Castel expone sus últimos cuadros, demuestra gran interés por uno de ellos, permanece delante, en actitud estática, el tiempo suficiente para que Castel la advierta y la estudie, y luego desaparece. Desaparece… Es una manera de decir. Como siempre sucede con la Secta, el persecutor se hace en realidad perseguir, pero procediendo de tal manera que tarde o temprano la víctima cae en sus manos. Castel reencuentra por fin a María, se enamora perdidamente de ella, como loco (y como tonto) la "persigue" a sol y sombra y hasta va a su casa, donde el propio marido le entrega una carta amorosa de María. Este hecho es clave ¿cómo explicar semejante actitud en el marido sino por el fin siniestro que la Secta se proponía? Recuerden que Castel se atormenta con ese hecho inexplicable. Lo que sigue no vale la pena repetirlo aquí: baste recordar que Castel es enloquecido de celos, mata finalmente a María y es encerrado en un manicomio, el lugar más adecuado para que el plan de la Secta quede clausurado en forma impecable y para siempre fuera de todo peligro de adoración. ¿Quién va a creer en los argumentos de un loco?

Todo esto es clarísimo. La ambigüedad y el laberinto empiezan ahora, pues se abren las siguientes combinaciones posibles:

1.° La muerte de María estaba decidida, como forma de condenar al encierro a Castel, pero era un plan ignorado por Allende, que realmente quería y necesitaba a su mujer. De ahí la palabra "insensato" y la desesperación de ese hombre en la escena final.

2.° La muerte de María estaba decidida y Allende conocía esa decisión. Aquí se abren dos subposibilidades:

A. Era aceptada con resignación, porque quería a su mujer pero debía pagar alguna culpa anterior a su ceguera, culpa que ignoramos y que parcialmente ya había pagado al ser enceguecido por la Secta.

B. Era recibida con satisfacción por Allende, que no sólo no quería a su mujer sino que la odiaba y esperaba así vengarse de sus numerosos engaños. Cómo conciliar esta variante con la desesperación final de Allende? Muy sencillo: teatro para la galería, e incluso teatro impuesto por la Secta para borrar los rastros de la retorcida venganza.

Hay todavía algunas variantes de las variantes, que no vale la pena que yo describa pues cada uno de ustedes puede fácilmente ensayar como ejercicio; ejercicio por otra parte útil pues nunca se sabe cuándo y cómo puede caerse en alguno de los ambiguos mecanismos de la Secta.

En lo que a mí se refiere, aquel episodio, que sucedió al poco tiempo de mi aventura con el hombre de las ballenitas, terminó por asustarme. Quedé aterrado y decidí despistar poniendo no sólo tiempo sino espacio de por medio: me fui del país. Medida que para muchos de los que lean estas memorias podrá parecer exagerada. Siempre me ha hecho reír la falta de imaginación de esos señores que creen que para acertar con una verdad hay que darle a los hechos "las debidas proporciones". Esos enanos imaginan (también ellos tienen imaginación, claro, pero una imaginación enana) que la realidad no sobrepasa su estatura, ni tiene más complejidad que su cerebro de mosca. Esos individuos que a sí mismo se califican de "realistas", porque no son capaces de ver más allá de sus narices, confundiendo la Realidad con un Círculo-de-Dos-Metros-de-Diámetro con centro en su modesta cabeza. Provincianos que se ríen de lo que no pueden comprender y descreen de lo que está fuera de su famoso círculo. Con la típica astucia de los campesinos, rechazan invariablemente a los locos que les vienen con planes para descubrir América, pero compran un buzón en cuanto bajan a la ciudad. Y tienden a considerar lógico (¡otra palabrita que les gusta!) lo que simplemente es psicológico. Lo familiar se convierte así en lo razonable, mecanismo mediante el cual al lapón le parece razonable ofrecer su mujer al caminante, mientras que al europeo le parece más bien una locura. Esa clase de picaros sucesivamente rechazó la existencia de los antípodas, la ametralladora, los microbios, las ondas hertzianas. Realistas que se peculiarizan por rechazar (generalmente con risas, con energía, hasta con cárcel y manicomio) futuras realidades.