Conversaron un buen rato en su jerga, jerga que por momentos hibridaba con la psicoanalítica, de modo que parecían por igual extasiarse ante una espiral logarítmica de Max Bill como ante el sadismo anobucal de un amigo que en ese momento se analizaba. También se habló de un proyecto de Clorindo Testa para realizar comisarías modelos en el territorio de Misiones. ¿Con picanas electrónicas?
Y entonces, en aquella reconstrucción, se me hizo la luz. No, seguramente mi obsesión me había llevado a pensar que había visto a Capurro antes, en Valparaíso o Tucumán. Lo que pasaba es que toda aquella gente se parecía, y era muy difícil ver las diferencias, sobre todo si uno los ve de lejos, o en la penumbra o, como me pasaba a mí, en momentos de emoción violenta.
Tranquilizado en lo referente a Capurro, permanecí con más agrado durante el tiempo que me restaba: entré a un cine, luego a un bar de suburbio y finalmente me encerré en el hotel. Y al otro día, cuando el avión de la Air France despegó de Carrasco empecé a respirar en paz.
Llegué a Orly con un calor depresivo (estábamos en agosto). Sudaba, resoplaba. Uno de los funcionarios que revisaba mi pasaporte, uno de esos franceses que gesticulan con esa exuberancia que ellos atribuyen a los latinoamericanos, me dijo, con una mezcla de ironía y condescendencia:
– Pero ustedes allá deben de estar acostumbrados a cosas peores, ¿no?
Ya se sabe: los franceses son muy lógicos y el mecanismo mental de aquel Descartes del Servicio Aduanero era imbatible; Marsella está al sur y hace calor; Buenos Aires está mucho más al sur y por lo tanto, debe hacer un calor infernal. Lo que demuestra la clase de demencia que favorece la lógica: un buen razonamiento puede abolir el Polo Sur.
Lo tranquilicé (lo halagué) confirmándole su sabiduría. Le dije que en Buenos Aires andamos permanentemente con taparrabos y al vestirnos sufrimos cualquier exceso de temperatura. Con lo cual el sujeto me puso de buena gana el sello y me lo entregó con una sonrisa: Allez-y! ¡A civilizarse un poco!
No tenía planes precisos para París, pero me pareció prudente tomar dos determinaciones: primero, ponerme en contacto con los amigos de F, por si escaseaba mi dinero; segundo, despistar, como siempre, frecuentando a mis amigos (?) de Montparnasse y del Barrio: a ese conjunto de catalanes, italianos, judíos polacos y judíos rumanos que constituyen la Escuela de París.
Fui a vivir a una Maison Meublée de la calle Du Sommerard donde había estado antes de la guerra. Pero Madame Pinard no era más la dueña. Alguna otra gorda se encargaría en su lugar de vigilar, desde la Conciergerie, la entrada y salida de estudiantes, artistas fracasados y macrós que constituyen no sólo la población de aquella casa sino la materia inextinguible de la Murmuración y la Filosofía de la Existencia de la portera.
Alquilé una piecita en el tercer piso. Luego salí a buscar a mis conocidos.
Me dirigí al Dôme. No vi a nadie. Me dijeron que la gente había emigrado hacia otros cafés. Me dio datos sobre Domínguez. Lo fui a buscar a su taller, que ahora estaba en la Grande Chaumiére.
Pero está visto que yo no puedo hacer nada que a la larga no me lleve al Dominio Prohibido; más, todavía: parece que un olfato infalible me conduce ineluctablemente hacia él. "Esto", me dijo Domínguez, mostrándome una tela, "es el retrato de una modelo ciega". Se río. A él le gustaban ciertas perversidades.
Me tuve que sentar.
– ¿Qué te pasa? -me dijo-. Te has puesto pálido.
Me trajo coñac.
– Ando mal del estómago -expliqué.
Salí dispuesto a no volver por el taller. Pero al otro día comprendí que era lo peor que podía hacer, tal como lo demuestra la siguiente cadena:
1. Domínguez se sorprendería de mi desaparición.
2. Buscaría en su memoria algún hecho que pudiera
explicarla. El único: mi casi desmayo al mostrarme la tela de
la ciega.
3. Era tan llamativo que terminaría por comentarlo,
incluso y sobre todo, con la ciega. Paso bien posible. Espantosamente posible, pues de él se derivarían los siguientes:
4. Pregunta de la ciega sobre mi persona.
5. Averiguación de mi nombre, apellido, origen, etcétera.
6. Inmediata comunicación a la Secta.
Lo demás es obvio: mi vida volvería a peligrar y tendría que fugarme de París, quizá hacia el África o Groenlandia.
Mi decisión fue la que ustedes ya habrán imaginado, la que puede suponer cualquier persona inteligente: no existía otra forma de disimulo que volver al taller de Domínguez como si nada hubiese pasado y arriesgar la posibilidad de enfrentarme con la ciega.
Después de un largo y costoso viaje, volvía a encontrarme con mi Destino.
XXVI
Asombrosa lucidez la que tengo en estos momentos que preceden a mi muerte.
Anoto rápidamente puntos que quería analizar, si me dan tiempo:
Ciegos leprosos.
Asunto Clichy, espionaje en la librería.
Túnel entre la cripta de Saint-Julien Le Pauvre y el cementerio de Pére Lachaise, Jean-Pierre, ojo.
XXVII
¡Delirio de persecución! Siempre los realistas, los famosos sujeto de las "debidas proporciones". Cuando por fin me quemen, recién entonces se convencerán; como si hubiera que medir con un metro el diámetro del sol, para creer lo que afirman los astrofísicos.
Estos papeles servirán de testimonio.
¿Vanidad post mortem? Tal vez: la vanidad es tan fantástica, tan poco "realista" que hasta nos induce a preocuparnos de lo que pensarán de nosotros una vez muertos y enterrados.
¿Una especie de prueba de la inmortalidad del alma?
XXVIII
Verdaderamente ¡qué manga de canallas! Que para creer necesiten que a uno lo quemen.
XXIX
Volví, pues, al taller. Ahora que lo había decidido, me empujaba una especie de desaforada ansiedad. Apenas llegué, le pedí que me hablara de la ciega. Pero Domínguez estaba borracho y empezó a insultarme, como era peculiar en él cuando perdía el control. Encorvado, torvo, enorme, con el alcohol se convertía en un terrible monstruo.
Al otro día pintaba apaciblemente, con aquel aire bovino.
Le pregunté sobre la ciega, le dije que tenía curiosidad por observarla, pero sin que ella se enterase. Volvía, pues, a la investigación, pero mucho antes de lo previsto, ya que, de todos modos, una distancia de quince mil kilómetros equivale a un par de años. Esto es lo que tontamente pensé en aquellos momentos. Inútil aclarar que nada dije a Domínguez de estas reflexiones secretas. Aduje simple curiosidad, curiosidad morbosa.
Me dijo que podía instalarme arriba y escuchar y mirar todo lo que se me antojase. Supongo que conocerán la estructura de los talleres de pintor: una especie de galpón, bastante alto, en cuya parte inferior el artista tiene el caballete, los armarios de pintura, algún camastro para la modelo, mesas y sillas para estar o comer, etcétera; y a un costado, a unos dos metros de altura, un entarimado con la cama para dormir. Aquél sería mi observatorio: ni construido a propósito podía ser más adecuado para mi tarea.