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Fui a los Grand Boulevards y le indiqué al chofer que me llevara a una agencia cualquiera de viajes. Saqué pasaje para el primer avión. También pensé en la vigilancia hacia el aeródromo; pero me pareció que la Secta se iba a despistar esperándome primero en el consulado.

Así salí para Roma.

XXXI

¡Cuántas estupideces cometemos con aire de riguroso razonamiento! Claro, razonamos bien, razonamos magníficamente sobre las premisas A, B y C. Sólo que no habíamos tenido en cuenta la premisa D. Y la E, y la F. Y todo el abecedario latino más el ruso. Mecanismo en virtud del cual esos astutos inquisidores del psicoanálisis se quedan muy tranquilos después de haber sacado conclusiones correctísimas de bases esqueléticas.

¡Cuántas amargas reflexiones me hice en aquel viaje a Roma! Traté de ordenar mis ideas, mis teorías, los hechos que había vivido. Ya que sólo es posible acertar con el porvenir si tratamos de descubrir las leyes del pasado.

¡Cuántas fallas en ese pasado! ¡Cuántas inadvertencias! ¡Cuántas ingenuidades, todavía! En aquel momento advertí el papel equívoco de Domínguez, recordando lo de Víctor Brauner. Ahora, años después, confirmo mi hipótesis: Domínguez empujado al manicomio y al suicidio.

Sí, en el viaje recordé el extraño suceso de Víctor Brauner y también recordé que al encontrarme con Domínguez le pregunté por todos: por Bretón, por Péret, por Esteban Francés, por Malta, por Marcelle Ferry. Menos por Víctor Brauner. ¡Significativo "olvido"!

Relato, por si no lo conocen, el episodio. Este pintor tenía la obsesión de la ceguera y en varios cuadros pintó retratos de hombres con un ojo pinchado o saltado. E incluso un autorretrato en que uno de sus ojos aparecía vaciado. Ahora bien: un poco antes de la guerra, en una orgía en el taller de uno de los pintores del grupo surrealista, Domínguez, borracho, arroja un vaso contra alguien; éste se aparta y el vaso arranca un ojo de Víctor Brauner.

Vean ustedes ahora si se puede hablar de casualidad, si la casualidad tiene el menor sentido entre los seres humanos. Los hombres, por el contrario, se mueven como

sonámbulos hacia fines que muchas veces intuyen oscuramente, pero a los que son atraídos como la mariposa hacia la llama. Así Brauner fue hacia el vaso de Domínguez y su ceguera; y así yo fui hacia Domínguez en 1953, sin saber que nuevamente iba en demanda de mi destino. De todas las personas que yo hubiera podido ver en aquel verano de 1953, sólo se me ocurrió acudir al hombre que en cierto modo estaba al servicio de la Secta. Lo demás es obvio: el cuadro que llamó mi atención y mi miedo, la ciega modelo (modelo para esa única ocasión), la farsa de aquella cohabitación con Domínguez, mi estúpida vigilancia desde el observatorio, mi contacto con la ciega, la comedia del paralítico, etcétera.

Aviso a los ingenuos:

¡NO HAY CASUALIDADES!

Y, sobre todo, aviso para los que después de mí y leyendo este Informe decidan emprender la búsqueda y llegar un poco más lejos que yo. Tan desdichado precursor como Maupassant (que lo pagó con la locura), como Rimbaud (que no obstante su fuga al África, terminó también con el delirio y la gangrena) y como tantos otros anónimos héroes que no conocemos y que han de haber concluido sus días, sin que nadie lo sepa, entre las paredes del manicomio, en la tortura de las policías políticas, asfixiados en pozos ciegos, tragados por ciénagas, comidos por las hormigas carniceras en el África, devorados por los tiburones, castrados y vendidos a sultanes de Oriente, o, como yo mismo, destinados a la muerte por el fuego.

De Roma huí al Egipto, desde allí viajé en barco hasta la India. Como si el Destino me precediera y esperara, en Bombay me encontré de pronto en un prostíbulo de ciegas. Aterrado, huí hacia la China y desde allí pasé a San Francisco.

Permanecí quieto varios meses en la pensión de una italiana llamada Giovanna. Hasta que decidí volver a la Argentina, cuando me pareció que no sucedía nada sospechoso.

Una vez aquí, ya aleccionado, me mantuve a la expectativa, esperando adherirme a un allegado o conocido que encegueciera por algún accidente.

Ya saben lo que sucedió después: el tipógrafo Celestino Iglesias, la espera, el accidente, nuevamente la espera, el departamento de Belgrano y finalmente la pieza hermética donde creí que encontraría mi destino definitivo.

XXXII

No sé si como consecuencia del cansancio, la tensión de la espera durante tantas horas o el aire impuro, lo cierto es que empezó a dominarme una modorra creciente y por fin caí, o ahora me parece haber caído, en un entresueño turbio y agitado: pesadillas que no terminan nunca de configurarse, mezcladas o alimentadas de recuerdos semejantes a la historia del ascensor, o la de Louise.

Recuerdo que en cierto momento creí que me asfixiaba y, desesperado, me levanté, corrí hacia las puertas y me puse a golpearlas con furia. Luego me quité el saco y más tarde la camisa, porque todo me pesaba y me ahogaba.

Hasta ahí recuerdo todo con nitidez.

No sé, en cambio, si fue a raíz de mis golpes y de mis gritos que abrieron la puerta y apareció la Ciega.

La veo aún, recortada sobre el vano de la puerta, en medio de una luminosidad que me pareció algo fosforescente: hierática. Había en ella majestad, y emanaba de su actitud y sobre todo de su rostro una invencible fascinación. Como si en el vano de la puerta hubiera, enhiesta y silenciosa, una serpiente con sus ojos clavados en mí.

Hice un esfuerzo para romper el hechizo que me paralizaba: tenía el propósito (seguramente desatinado, pero casi lógico si se tiene en cuenta mi falta de esperanza en cualquier otra cosa) de lanzarme contra ella, derribarla si era preciso y correr buscando una salida hacia la calle. Pero la verdad es que apenas podía mantenerme en pie: un sopor, un gran cansancio se fue apoderando de mis músculos, un cansancio enfermizo como el que se siente en los grandes accesos de fiebre. Y, en efecto, mis sienes me latían con creciente intensidad, hasta que en un momento dado pareció que mi cabeza iba a estallar como un gasómetro.

Un resto de conciencia me decía, no obstante, que si no aprovechaba esa oportunidad para salvarme, nunca más podría hacerlo.

Junté con tensa voluntad todas las fuerzas de que disponía y me precipité sobre la Ciega. La aparté con violencia y me lancé a la otra habitación.

XXXIII

Tropezando en aquella penumbra busqué una salida cualquiera. Abrí una puerta y me encontré en otra habitación más oscura que la anterior, donde nuevamente me llevé por delante, en mi desesperación, mesas y sillas. Tanteando en las paredes, busqué otra puerta, la abrí y una nueva oscuridad, pero más intensa que la anterior, me recibió.

Recuerdo que en medio de mi caos pensé: "estoy perdido". Y como si hubiese gastado el resto de mis energías me dejé caer, sin esperanzas: seguramente estaba atrapado en una laberíntica construcción de donde jamás saldría. Así habré permanecido algunos minutos, jadeando y sudando. "No debo perder mi lucidez", pensé. Traté de aclarar mis ideas y recién entonces recordé que llevaba un encendedor. Lo encendí y verifiqué que aquel cuarto estaba vacío y que tenía otra puerta, fui hasta ella y la abrí: daba a un pasillo cuyo fin no se alcanzaba a distinguir. Pero ¿qué podía hacer sino lanzarme por aquella única posibilidad que me quedaba? Además, un poco de reflexión me bastó para comprender que mi idea anterior de estar perdido en un laberinto tenía que ser errónea, ya que la Secta en cualquier caso no me condenaría a una muerte tan confortable.