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Fui avanzando, pues, por el pasadizo. Con ansiedad, pero con lentitud, pues la luz de mi encendedor era precaria y por lo demás sólo la usaba de tanto en tanto, para no agotar el combustible prematuramente.

Al cabo de unos treinta pasos, el pasadizo desembocaba en una escalera descendente, parecida a la que me había conducido del departamento inicial al sótano, es decir, entubada. Seguramente pasaba a través de los departamentos o casas hacia los sótanos y subterráneos de Buenos Aires. Después de unos diez metros, la escalera dejaba de estar entubada y pasaba por grandes espacios abiertos pero completamente a oscuras, que podían ser sótanos o depósitos, aunque a la débil luz de mi encendedor me era imposible ver muy lejos.

XXXIV

A medida que iba descendiendo sentía el peculiar rumor del agua que corre y eso me indujo a creer que me acercaba a alguno de los canales subterráneos que en Buenos Aires forman una inmensa y laberíntica red cloacal, de miles y miles de kilómetros. En efecto, pronto desemboqué en uno de aquellos fétidos túneles, al fondo del cual corría un arroyo impetuoso de aguas malolientes. Una lejana luminosidad indicaba que hacia el lado donde corrían las aguas habría una de las llamadas "bocas de tormenta", o un tragaluz que daría a una calle o acaso la desembocadura a uno de los canales maestros. Decidí encaminarme hacia allá. Había que marchar con cuidado sobre el estrecho sendero que hay al borde de estos túneles, pues resbalar ahí puede ser no sólo fatal sino indeciblemente asqueroso.

Todo era hediondo y pegajoso. Las paredes o muros de aquel túnel eran asimismo húmedas y por ellas corrían hilillos de agua, seguramente filtraciones de las capas superiores del terreno.

Más de una vez en mi vida había meditado en la existencia de aquella red subterránea, sin duda por mi tendencia a cavilar sobre sótanos, pozos, túneles, cuevas, cavernas y todo lo que de una manera o de otra está vinculado a esa realidad subterránea y enigmática: lagartos, serpientes, ratas, cucarachas, comadrejas y ciegos.

¡Abominables cloacas de Buenos Aires! ¡Mundo inferior y horrendo, patria de la inmundicia! Imaginaba arriba, en salones brillantes, a mujeres hermosas y delicadísimas, a gerentes de banco correctos y ponderados, a maestros de escuela diciendo que no se deben escribir malas palabras sobre las paredes; imaginaba guardapolvos blancos y almidonados, vestidos de noche con tules o gasas vaporosas, frases poéticas a la amada, discursos conmovedores sobre las virtudes patricias. Mientras por ahí abajo, en obsceno y pestilente tumulto, corrían mezclados las menstruaciones de aquellas amadas románticas, los excrementos de las vaporosas jóvenes vestidas de gasa, los preservativos usados por correctos gerentes, los destrozados fetos de miles de abortos, los restos de comidas de millones de casas y restaurantes, la inmensa, la innumerable Basura de Buenos Aires.

Y todo marchaba hacia la Nada de océano mediante conductos subterráneos y secretos, como si Aquellos de Arriba se quisiesen olvidar, como si intentaran hacerse los desentendidos sobre esta parte de su verdad. Y como si héroes al revés, como yo, estuvieran destinados al trabajo infernal y maldito de dar cuenta de esa realidad.

¡Exploradores de la Inmundicia, testimonios de la Ba sura y de los Malos Pensamientos!

Sí, de pronto me sentí una especie de héroe, de héroe al revés, héroe negro y repugnante, pero héroe. Una especie de Sigfrido de las tinieblas, avanzando en la oscuridad y la fetidez con mi negro pabellón restallante, agitado por los huracanes infernales. ¿Pero avanzando hacia qué? Eso es lo que no alcanzaba a discernir y que aun ahora, en estos momentos que preceden a mi muerte, tampoco llego a comprender.

Llegué por fin a lo que había imaginado sería una boca de tormenta, pues desde allí venía aquella débil luminosidad que me había ayudado a marchar por el canal. Era, en efecto, la desembocadura de mi canal en otro más grande y casi rugiente. Allá, muy arriba, había una pequeña abertura lateral, que calculé tendría casi un metro de largo por unos veinte centímetros de alto. Era imposible pensar siquiera en salir por ahí, dada su estrechez y, sobre todo su inaccesibilidad. Desalentado, tomé, pues, a mi derecha, para seguir el curso del nuevo y más vasto canal, imaginando que de esa modo, tarde o temprano, tendría que dar en la desembocadura general si es que antes la atmósfera pesada y mefítica no me desmayaba y me precipitaba en la inmunda correntada.

Pero no había marchado cien pasos cuando, con inmensa alegría, vi que desde mi estrecho sendero salía hacia arriba una escalerilla de piedra o cemento. Era, sin lugar a dudas, una de las salidas o entradas que utilizaban los obreros que de cuando en cuando se ven obligados a penetrar en esos antros.

Animado por la perspectiva, subí por la escalerilla. Después de unos seis o siete escalones doblaba hacia la derecha. Seguí mi ascenso durante un tramo más o menos igual al primero y así llegué a un rellano desde donde se entraba en un nuevo pasadizo. Empecé a caminar por él, llegando por fin a otra escalerilla semejante a las anteriores, pero, mi gran sorpresa, descendente.

Vacilé unos momentos, perplejo. ¿Qué debería hacer? ¿Volver para atrás, al canal grande y seguir mi marcha hasta encontrar una escalera ascendente? Me extrañaba que hubiese nuevamente que bajar cuando lo lógico era subir. Imaginé, sin embargo, que la escalerilla anterior, el pasadizo que acababa de recorrer y esta nueva escalerilla descendente, constituían algo así como un puente sobre un canal transversal; tal como sucede en las estaciones de subterráneos donde hay combinación para otra línea. Pensé que siguiendo en la misma dirección de todos modos, no podía sino salir finalmente a la superficie de una manera o de otra. Así que reinicié la marcha: descendí por la nueva escalera y luego proseguí por otro pasaje que se abría a su término.

XXXV

A medida que fui internándome, aquel pasadizo se iba convirtiendo en una galería semejante a la de una mina carbonífera.

Empecé a sentir un frío húmedo y entonces advertí que hacía rato estaba caminando sobre un suelo mojado, a causa, seguramente, de los hilillos de agua que silenciosamente descendían por los muros cada vez más irregulares y agrietados; pues ya no eran las paredes de cemento de un pasadizo construido por ingenieros sino, al parecer, los muros de una galería excavada en la tierra misma, por debajo de la ciudad de Buenos Aires.

El aire se volvía más y más enrarecido, o acaso era una impresión subjetiva debida a la oscuridad y al encierro de aquel túnel, que parecía ser interminable.

Noté, asimismo, que el piso no era ya horizontal sino que iba paulatinamente descendiendo, aunque sin ninguna regularidad, como si la galería hubiese sido excavada siguiendo las facilidades del terreno. En otras palabras, ya no era algo planeado y construido por ingenieros con la ayuda de máquinas adecuadas; más bien se tenía la impresión de estar en una sórdida galería subterránea cavada por hombres o animales prehistóricos, aprovechando o quizá ensanchando grietas naturales y cauces de arroyos subterráneos. Y así lo confirmaba el agua cada vez más abundante y molesta. Por momentos se chapoteaba en el barro, hasta que se salía a partes más duras y rocosas. Por los muros el agua se filtraba con mayor intensidad. La galería se agrandaba, hasta que de pronto observé que desembocaba en una cavidad que debía ser inmensa, porque mis pasos resonaban como si yo estuviera bajo una bóveda gigantesca. Lamentablemente, no me era posible vislumbrar siquiera sus límites a la escasísima luz que me daba mi encendedor. También noté una bruma formada no por vapor de agua sino tal vez, como me lo parecía revelar un intenso olor, producido por la combustión espontánea y lenta de alguna leña o madera podrida.