Así, pues, en aquella vasta caverna, entreveía por fin los suburbios del mundo prohibido, mundo al que, fuera de los ciegos, pocos mortales deben de haber tenido acceso, y cuyo descubrimiento se paga con terribles castigos y cuyo testimonio nunca hasta hoy ha llegado inequívocamente a manos de los hombres que allá arriba siguen viviendo su candoroso sueño; desdeñándolo o encogiéndose de hombros ante los signos que deberían despertarlos: algún sueño, alguna fugaz visión, el relato de algún niño o un loco. Y leyendo como simple pasatiempo los relatos truncados de algunos de los que acaso llegaron a penetrar en el mundo prohibido, escritores que terminaron también como locos o como suicidas (como Artaud, como Lautréamont, como Rimbaud) y que, por lo tanto, sólo merecieron la condescendiente mezcla de admiración y desdén que las personas grandes sienten por los niños.
Sentía, pues, a seres invisibles que se movían en las tinieblas, manadas de grandes reptiles, serpientes amontonadas en el barro como gusanos en el cuerpo podrido de un gigantesco animal muerto; enormes murciélagos, especie de pterodáctilos, cuyas grandes alas ahora oía batir sordamente y que, en ocasiones, me rozaban con asquerosa levedad el cuerpo y hasta la cara; y hombres que habían dejado de ser propiamente humanos, ya sea por el contacto perpetuo con aquellos monstruos subterráneos, ya por la misma necesidad de moverse sobre terrenos pantanosos; de manera que más bien se arrastran en medio del barro y de la basura que en aquellos antros se acumulan. Detalles que aunque no pueda decir que los haya verificado con mis ojos (dada la oscuridad que domina) los he presentido por mil indicios que nunca nos dejan equivocar: un jadeo, una manera de gruñir, una forma de chapotear.
Durante mucho tiempo permanecí quieto, presintiendo aquella existencia asquerosa y apagada.
Cuando me incorporé, sentí como si las circunvoluciones de mi cerebro estuvieran rellenas de tierra y enredadas en telarañas.
Durante un largo tiempo permanecí de pie, tambaleante, sin saber qué decisión tomar. Hasta que por fin comprendí que debía marchar hacia la región en que parecía advertir cierta tenue luminosidad. Entonces comprendí hasta qué punto las palabras luz y esperanzo deben de estar vinculadas en la lengua del hombre primitivo.
El suelo por el que realicé aquella marcha era irregular: por momentos el agua me llegaba hasta las rodillas y en otros apenas empapaba el suelo, que me parecía idéntico al fondo de las lagunas pampeanas de mi infancia: limoso y elástico. Cuando el nivel del agua aumentaba, torcía mi marcha hacia el lado en que disminuía para volver a seguir la dirección que me conducía hacia aquella remota luminiscencia.
XXXVI
A medida que fui avanzando aquella claridad aumentaba, hasta que comprendí que la caverna en que creí haber estado era en verdad un formidable anfiteatro que se abría sobre una grandiosa planicie iluminada mortecinamente por una luz entre rojiza y violácea.
Cuando salí del anfiteatro lo suficiente como para abarcar con mi mirada aquel cielo desconocido, vi que la luminiscencia provenía de un astro acaso cien veces más grande que nuestro sol, pero cuyo desfalleciente brillo indicaba que era uno de esos astros ya cercanos a la muerte y que, con los últimos restos de su energía, bañan los frígidos y abandonados planetas de su universo con una luminosidad semejante a la que, en la oscuridad de una gran habitación silenciosa, produce una chimenea cuyos leños se han consumido y apenas perduran las brasas finales, rodeadas y casi apagadas por las cenizas; misterioso resplandor rojizo que, en el silencio de la noche, nos sume siempre en pensamientos nostálgicos y enigmáticos: vueltos hacia lo más profundo de nuestro ser, cavilamos sobre el pasado, sobre leyendas y países remotos, sobre el sentido de la vida y de la muerte hasta que, ya casi totalmente adormecidos, parecemos flotar sobre un lago de imprecisas ensoñaciones, en una balsa que a la deriva nos lleva sobre un profundo y crepuscular océano de aguas apenas vivientes.
¡Comarca de melancolía!
Abrumado por la desolación y el silencio, quedé largo tiempo inmóvil, contemplando aquel vasto territorio.
Hacia la región que parecía ser el poniente sobre el violáceo crepúsculo de un cielo tormentoso pero paralizado, como si una grandiosa tempestad hubiese sido cristalizada por un signo, contra un cielo de nubes que parecían desgarrados y deshilachados algodones empapados en sangre, se recortaban extrañas torres de colosal altura; derruidas por los milenios y acaso, también por la misma catástrofe que había desolado aquel fúnebre territorio. Esqueletos de altas hayas, cuyas espectrales siluetas cenicientas contrastaban sobre el rojo sangre de aquellas nubes, parecían indicar que un incendio planetario había sido el comienzo o el fin de aquella catástrofe.
Entre las torres se levantaba una estatua tan alta como ellas. Y en su centro umbilical brillaba un faro fosforescente, que habría jurado yo que parpadeaba, si la muerte que reinaba en aquella comarca no indicara que ese parpadeo no era más que una ilusión de mis sentidos.
Tuve la certeza de que allí tendría acabamiento mi largo peregrinaje y que, tal vez, en aquel reducto poderoso encontraría por fin el sentido de mi existencia.
Hacia el septentrión, el melancólico páramo terminaba en una cordillera lunar, que seguramente llegaba a elevarse hasta veinte o treinta mil metros de altura. La cordillera parecía la espina dorsal de un monstruoso dragón petrificado.
Hacia el borde meridional de la planicie, en cambio, sobresalían cráteres que también recordaban los circos lunares. Apagados y al parecer frígidos, se perdían sobre la pampa mineral hacia los ignotos territorios del sur. ¿Eran aquellos volcanes apagados los que en otro tiempo habían arrasado y calcinado la comarca en sus torrentes de lava?
Desde donde yo estaba, alucinado y estático, no era dable advertir si aquellas colosales torres se levantaban aisladas en la planicie (torres acaso sagradas de ritos desconocidos) o si, por el contrario, se erigían en medio de chatas ciudades muertas que, desde allí parecían inexistentes.
El Ojo Fosforescente parecía llamarme y pensé que me era fatal marchar hacia la gran estatua en cuyo vientre estaba.
Pero mi corazón parecía haber entrado en una existencia latente, como la de los reptiles en los largos meses de invierno: apenas latía. Y yo sentía la penosa y sorda sensación de que se hubiese encogido y endurecido ante la vista de aquel aciago paisaje. Ningún sonido, ninguna voz, ningún rumor ni crujido se oía en aquel imperio fúnebre, y una indecible melancolía se levantaba como una bruma de aquel territorio de misterio y desolación.
¿Serían realmente solitarias aquellas altísimas torres? Por un instante imaginé que en tiempos pasados podían haber sido el reducto de gigantes feroces y misántropos.