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Un poderoso relámpago me deslumbró y por un instante tuve la vertiginosa y ahora inequívoca revelación: ¡ERA ELLA! En aquel instante fugaz mi mente era un torbellino, pero ahora, mientras espero la muerte medito sobre el misterio de aquella encarnación, quizá semejante al que convocado por un deseo imperioso se apodera del cuerpo de una médium; con la diferencia de que no sólo el espíritu sino el propio cuerpo adquiría los caracteres invocados. Y también pienso si era mi oscura e indeliberada voluntad la que pacientemente había suscitado aquella encarnación que la Ciega perversamente me facilitaba o si la Ciega y todo aquel Universo de Ciegos, al que ella pertenecía era, al revés, una formidable organización a mi servicio, para mi voluptuosidad, mi pasión y finalmente mi castigo.

Pero aquel instante de lucidez fue apenas un relámpago que iluminó los abismos. Luego perdí el sentido de lo cotidiano, el recuerdo preciso de mi existencia real y la conciencia que establece las grandes y decisivas divisiones en que el hombre debe vivir: el cielo y el infierno, el bien y el mal, la carne y el espíritu. Y también el tiempo y la eternidad: porque lo ignoro, y nunca lo sabré, cuánto duró aquel diabólico ayuntamiento, pues en aquel antro no había noche ni día y todo fue una única e infernal jornada.

No dudo ahora de que aquel ser tenía la facultad de manejar los poderes inferiores; que, si es que no crean la realidad, son en cualquier caso capaces de levantar terribles simulacros fuera del tiempo y del espacio, o, dentro de ellos, transformándolos, invirtiéndolos o deformándolos. Asistí a catástrofes y a torturas, vi mi pasado y mi futuro (mi muerte), sentí que mi tiempo se detenía confiriéndome la visión de la eternidad, tuve edades geológicas y recorrí las especies: fui hombre y pez, fui batracio, fui un gran pájaro prehistórico. Pero ahora todo es confuso y me es imposible rememorar exactamente mis metamorfosis. Tampoco es necesario: siempre volvía, obsesiva, monstruosa, fascinadora y lúbrica, la misma y reiterada unión.

Creo recordar un turbulento y caliente paisaje de esos que imaginamos en períodos arcaicos de nuestro planeta, entre gigantescos heléchos: una luna turbia y radiactiva iluminaba un mar de sangre que lamía playas amarillentas. Y más allá de la playa, se extendían inmensos pantanos en los que flotaban aquellas mismas victorias regias que había visto en mi otro sueño. Como un centauro en celo corrí por aquellas arenas ardientes, hacia una mujer de piel negra y ojos violetas que me esperaba aullando hacia la luna. Sobre su cuerpo renegrido y sudoroso veo todavía su boca y su sexo, abiertos y sangrientamente rojos. Entré furiosamente en aquel ídolo y entonces tuve la sensación de que era un volcán de carne, cuyas fauces me devoraban y cuyas entrañas llameantes llegaban al centro de la tierra.

Todavía sus fauces chorreaban mi sangre cuando esperaba un nuevo ataque. Como un unicornio lúbrico corrí por los arenales ardientes hacia la mujer negra, que me esperaba aullando a la luna. Atravesé lagunas y pantanos fétidos, cuervos negros se levantaron chillando a mi paso y entré finalmente en la deidad. Nuevamente sentí que era un volcán de carne que me devoraba, y todavía estaban sus fauces chorreando sangre cuando esperaban, aullando, el nuevo ataque.

Entonces fui una serpiente que atravesaba las arenas sibilantes y eléctricas. De nuevo espanté a fieras y pájaros, y entré con salvaje furia en su cavidad. Una vez más sentí el volcán de carne, que se hundía hasta el centro de la tierra. Luego fui pez-espada.

Después, pulpo, con ocho tentáculos que entraron sucesivamente en lo deidad, y sucesivamente fueron devorados por el volcán carne.

La deidad volvía a aullar y volvía a esperar mis ataques.

Fui entonces vampiro. Ansioso de venganza y sangre, me lancé con furia sobre la mujer de piel negra y ojos violetas. Siento el volcán de carne que abre sus fauces para devorarme y siento que sus entrañas llegan al centro de la tierra. Y todavía sus fauces estaban chorreando sangre cuando ya me precipitaba nuevamente sobre ella.

Fui entonces sátiro gigante, luego una tarántula enloquecida, después una lujuriosa salamandra. Y siempre fui tragado por el furioso volcán de carne hirviente. Hasta que se desencadenó una espantosa tormenta. Entre relámpagos, en medio de una lluvia de sangre, la deidad de piel negra y ojos violetas fue prostituta sagrada, caverna y pozo, pitonisa y virgen propiciatoria. El aire electrizado y barrido por el huracán se llenó de alaridos. Sobre los arenales calientes, en medio de una tempestad de sangre, debí satisfacer su lujuria como mago, como perro hambriento, como minotauro. Y siempre para ser devorado. Luego fui también pájaro de fuego hombre-serpiente, rata fálica. Y aún más, debí convertirme en nave con mástiles de carne, en campanario lúbrico. Y siempre para ser devorado. La tempestad entonces se hizo inmensa y confusa: bestias y dioses cohabitaban con la deidad, junto conmigo. El volcán de carne fue entonces desgarrado a cornadas por minotauros, cavado ávidamente por ratas gigantescas, sangrientamente devorado por dragones.

Sacudido por los rayos, temblaba todo aquel territorio arcaico, encendido por los relámpagos, barrido por el huracán de sangre. Hasta que la funesta luna radiactiva estalló como un fuego de artificio: pedazos, como chispas cósmicas, se precipitaron a través del espacio negro, incendiando los bosques; un gran incendio se desató, y propagándose con furia inició la destrucción total y la muerte. Entre oscuros clamores, sangrantes jirones de carne crepitaban o eran arrojados a las alturas. Territorios enteros se abrieron o se convirtieron en cangrejales, en que se hundieron o eran devorados vivos hombres y bestias. Seres mutilados corrían entre las ruinas. Manos sueltas, ojos que rodaban y saltaban como pelotas, cabezas sin ojos que buscaban a tientas, piernas que corrían separadas de sus troncos, intestinos que se enredaban como lianas de carne e inmundicia, úteros gimientes, fetos abandonados y pisoteados por la muchedumbre de monstruos y bazofia. El Universo entero se derrumbó sobre mí.

XXXVIII

Nada puedo saber ahora sobre el tiempo que duró aquella jornada. En el momento en que desperté (por decirlo de alguna manera) sentí que abismos infranqueables me separaban para siempre de aquel universo nocturno: abismos de espacio y de tiempo. Enceguecido y sordo, como un hombre emerge de las profundidades del mar, fui surgiendo nuevamente a la realidad de todos los días. Realidad que me pregunto si al fin es la verdadera. Porque cuando mi conciencia diurna fue recobrando su fuerza y mis ojos pudieron ir delineando los contornos del mundo que me rodeaba, advirtiendo así que me encontraba en mi cuarto de Villa Devoto, en mi única y conocida pieza de Villa Devoto, pensé, con pavor, que acaso una nueva y más incomprensible pesadilla comenzaba para mí.

Una pesadilla que sé ha de terminar con mi muerte, porque recuerdo el porvenir de sangre y fuego que me fue dado contemplar en aquella furiosa magia. Cosa singular: nadie parece ahora perseguirme. Terminó la pesadilla del departamento de Belgrano. No sé cómo estoy libre, estoy en mi propia habitación, nadie (aparentemente) me vigila. La Secta debe estar a distancias inconmensurables.

¿Cómo llegué nuevamente hasta mi casa? ¿Cómo los ciegos me dejaron salir de aquel cuarto rodeado por un laberinto? No lo sé. Pero sé que todo aquello sucedió, punto por punto. Incluso ¡y sobre todo! la tenebrosa jornada final.

También sé que mi tiempo es limitado y que mi muerte me espera. Y cosa singular y para mí mismo incomprensible, que esa muerte me espera en cierto modo por mi propia voluntad, porque nadie vendrá a buscarme hasta aquí y seré yo mismo quien vaya, quien deba ir, hasta el lugar donde tendrá que cumplirse el vaticinio.

La astucia, el deseo de vivir, la desesperación, me han hecho imaginar mil fugas, mil formas de escapar a la fatalidad. Pero ¿cómo nadie puede escapar a su propia fatalidad?