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– Porque usted -le dijo Martín en aquel retorno, levantando por un instante la cabeza que empecinadamente miraba hacia el suelo, en aquel gesto de su juventud y seguramente de su infancia que no cambiaría y que, como las impresiones digitales, acompañan a uno hasta la muerte-, porque usted también la quiso, ¿no es así?

Conclusión a la que, ¡por fin!, habría llegado allá en el sur, en larguísimas y silenciosas noches de meditación. Y Bruno, encogiéndose de hombros, permaneció callado. Porque, ¿qué podría decirle?, ¿y cómo explicarle lo de Georgina y aquella suerte de espejismo de la infancia? Y, sobre todo, porque ni siquiera estaba seguro de que fuese cierto, al menos cierto en el sentido en que Martín podía imaginarlo. Así que no respondió y se limitó a mirarlo ambiguamente, pensando que después de varios años de silencio y de lejanía, de años de cavilación en aquellas soledades, aquel muchacho estoico todavía necesitaba contar a alguien su historia; y porque acaso todavía, ¡todavía!, esperaba encontrar la clave del trágico y maravilloso desencuentro, respondiendo a esa necesidad ansiosa, pero cándida, que los seres humanos sienten de encontrar esa presunta clave; siendo que, probablemente, esas claves, de existir, han de ser tan confusas y a su vez tan insondables como los acontecimientos mismos que pretenden explicar. Pero en aquella primera noche que siguió al incendio, Martín parecía un náufrago que hubiese perdido la memoria. Había vagado por las calles de Buenos Aires y cuando estuvo frente a él ni siquiera supo qué decirle. Lo veía a Bruno fumando, esperando, mirándolo, comprendiéndolo, ¿pero qué? Alejandra estaba muerta, bien muerta, horriblemente muerta por las llamas y todo era inútil v en cierto modo fantástico. Y cuando se decidió a irse, Bruno le apretó el brazo y le dijo algo que no entendió bien o que en todo caso después le fue imposible recordar. Luego, por la calle, volvió a andar como un sonámbulo y volvió a recorrer aquellos lugares donde parecía como si en cualquier momento ella pudiera surgir.

Pero poco a poco Bruno fue sabiendo cosas, fragmentos, en aquellas otras entrevistas, en aquellos absurdos y por momentos insoportables encuentros. Martín hablaba de pronto como un autómata, decía frases inconexas, parecía buscar algo así como un rastro precioso en arenas de una playa que han sido barridas por un vendaval. Frágiles huellas de fantasmas, además. Buscaba la clave, el sentido oculto. Y Bruno podía saber, tenía que saber: ¿no conocía a los Olmos desde su infancia?, ¿no había visto casi nacer a Alejandra?, ¿no había sido amigo o algo así de Fernando? Porque él, Martín, no entendía nada: sus ausencias, esos extraños amigos, Fernando, ¿qué? Y Bruno se limitaba a mirarlo, a comprenderlo y seguramente a compadecerlo. La mayor parte de los hechos decisivos recién los supo Bruno cuando Martín volvió de aquella región remota en que se había enterrado, cuando el tiempo parecía haber asentado aquel dolor en el fondo de su alma, dolor que parecía volver a enturbiar su espíritu con la agitación y el movimiento que le trajo aquel reencuentro con los seres y las cosas que estaban indisolublemente unidos a la tragedia. Y aunque para ese entonces la carne de Alejandra estaba podrida y convertida en tierra, aquel muchacho, que ya era un verdadero hombre, seguía no obstante obsesionado por su amor, y quién cabe por cuántos años (probablemente hasta su propia muerte) seguiría obsesionado; lo que, a juicio de Bruno, constituía algo así como una prueba de la inmortalidad del alma.

El "tenía" que saber, se decía a sí mismo Bruno, con triste ironía. Claro que "sabía". Pero, ¿en qué medida, con qué calidad de conocimiento? Pues ¿qué conocemos en definitiva del misterio último de los seres humanos, aun de aquellos que han estado más cerca de nosotros? Lo recordaba en aquella primera noche allí; se le ocurría uno de esos chicos que aparecen fotografiados en los diarios, después de terremotos o descarrilamientos nocturnos, sentados sobre algún atado de ropa o sobre algún montón de escombros, con los ojos gastados y envejecidos repentinamente, con ese poder que tienen las catástrofes para realizar sobre el cuerpo y sobre el alma del hombre, en pocas horas, la devastación que lentamente traen los años, las enfermedades las desilusiones y muertes. Después superponía a aquella imagen desolada otras posteriores, donde, como esos inválidos, que se levantan con el tiempo de sus propias ruinas, ayudados de muletas, ya lejos de la guerra en que casi murieron, pero ya sin ser lo que eran antes, pues sobre ellos pesa, y para siempre, la experiencia del horror y de la muerte. Lo veía con los brazos caídos, con la mirada fija en un punto que generalmente quedaba detrás y a la derecha de la cabeza de Bruno. Parece escarbar en su memoria con encarnizamiento callado y doloroso, como un herido de muerte que intenta extraer de su carne desgarrada, con infinito cuidado, la flecha envenenada. "Qué solo está", pensaba entonces Bruno.