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Montecarmelo era la calle más tranquila del barrio. En cierto modo, aún tenía el aspecto de un pequeño pueblo. Incluso se podía aparcar sin excesivas dificultades. Un taxi dejó a Lloris en el número veintisiete, justo adonde iba. Abrió la puerta y se encontró con Rafi, uno de los dueños del club Jennifer, tomando una copa de coñac sentado junto a una gran mesa de madera, en medio de la casa. Lloris colgó su abrigo en un perchero que había en la entrada y se sentó a su lado. Rafi le sirvió un poco de coñac. Se percibía una humedad atenuada por dos estufas eléctricas, una bajo la mesa.

– Te he traído un regalito que te gustará mucho -dijo Rafi, satisfecho.

– ¿Qué edad tiene?

– Calculo que dieciocho o diecinueve, pero parece más joven. Es rusa.

– Rusa.

– Un bomboncito. Se hace llamar Ana.

– ¿Y qué tal?

– Muy dispuesta.

– ¿Seguro?

– No te decepcionará. También tienes a Asha.

Asha era para Lloris la niña de sus ojos.

– Me encanta Asha -se llevó la mano a la entrepierna. Con la lengua esparció su saliva espesa.

– La rusa te gustará más.

Juan Lloris apenas sabía nada de Rafi. Era una de esas amistades que siempre tienen una finalidad concreta. Lo que Lloris sabía de Rafi es que le debía un gran favor que le evitó un escándalo mayúsculo. Hacía tiempo, el empresario dejó embarazada a una joven polaca de dieciocho años que había conocido en la sala de fiestas Suso's. Lloris iba a menudo al local. Rafi también. Se conocieron en la zona de la cafetería. En la vida nocturna, es muy habitual relacionarse con gente de la que, fuera del ambiente, ya no se sabe nada. Sutil pero eficazmente, el dueño del Jennifer le averiguó la vida a Lloris. Supo que era uno de los empresarios más fuertes y, sobre todo, se dio cuenta enseguida de su debilidad por las mujeres; por las mujeres jóvenes. Dos semanas después de haberse conocido, la joven polaca hizo acto de presencia en la sala. La llamaban Franziska y era, como solía decir Rafi, un bomboncito. La joven iba sola a Suso's. Pedía una copa y bailaba, también sola, en la pista. Lloris no le quitaba ojo. Franziska terminaba su copa en la barra de la cafetería, en un extremo, alejada de Rafi y de Lloris pero a la vista de ambos. Rechazaba amablemente a los hombres que se le acercaban. Excepto a Rafi; a Rafi le daba conversación, circunstancia que el empresario envidiaba. Una noche, Rafi se la llevó. Aquel día, Lloris se sintió un poco desgraciado. ¿De qué le servía el poder que da la riqueza, si no podía conseguir los caprichos que más deseaba? Lloris había observado muchas veces con atención masculina a la joven polaca como para saber, para intuir, que era la clase de mujer que, en la cama, le volvería literalmente loco: con los vaqueros ajustados, la camiseta pegada al cuerpo, el pelo largo, rubio y liso, los pechos tan marcados que parecían de piedra y una cara de un cutis blanco finísimo, angelical pero a la vez demoníaco. Desde que la vio, Lloris la había convertido en el objeto de sus fantasías sexuales. Follaba con otras y pensaba en ella. Como todo lo que deseaba con fervor, la joven polaca había llegado a ser una obsesión. Y Rafi se la había llevado delante de sus narices.

Al día siguiente, Lloris y Rafi se vieron, como solían, en la barra del Suso's. Lloris esperó en vano que Rafi le contara su experiencia con la joven polaca. Casualmente, aquella noche Franziska no estaba. Ante la actitud de Rafi, que hablaba de todo excepto de la polaca, Lloris le confesó a bocajarro, cortando la conversación de cuajo, que pagaría lo que fuera por poseerla. Rafi simuló estar sorprendido. Acto seguido le dijo que la chica merecía la pena, pero ignoraba si querría irse con él. Con todo, le ofreció una fórmula infalible -lo dijo así: infalible- para cautivar a Franziska. Una chica que se ganaba la vida trabajando en el almacén de un supermercado de dos a diez de la noche se quedaría boquiabierta con restaurantes y hoteles de lujo. No fallaba. Él tenía experiencia. Venía del este, de la pobreza, y según Rafi esas chicas acababan abriéndose paso en la vida como hiciera falta. Podía estar seguro de ello. No tenían alternativa. O eso o forzadas a cambiar de oficio continuamente, siempre trabajos mal remunerados, cuando no la angustia por tener los papeles en regla. Una inmigrante joven y atractiva acaba dándose cuenta de que su futuro está en su cuerpo. ¿Salir de una pobreza para caer en otra y en un país extranjero? El hecho de que fuera a menudo por Suso's ya era indicativo de lo que Rafi suponía. Si una inmigrante como ella no se había prostituido, trabajaba en un oficio más bien duro. Definitivamente iba a Suso's en busca de un hombre que, además de gustarle, tuviera solvencia económica. Necesitaba seguridad, protección. Rafi no podía ofrecérselas.

Días después, Rafi le presentó a Franziska a Juan Lloris. No fue un encuentro casual. Rafi había hablado con la polaca y ella no puso ninguna objeción a verse con el empresario, pese a que, como Rafi se encargó de dejarle claro a Lloris, pretendía una cita sin compromiso alguno.

El empresario llevó a la joven al restaurante Kailuze. Cenaron al fondo del local, una zona reservada con pocas mesas, que estaban vacías porque el empresario se había encargado de que así fuera. Lloris estaba sorprendido por el buen castellano, sin apenas acento, de la polaca. El suyo estaba impregnado de fonética de la Ribera. Durante el primer plato, una ración de foie casero, Lloris se ofreció a arreglarle los papeles de residencia definitivamente, proporcionándole un trabajo de contrato fijo (sin trabajar, por supuesto), pero ella rechazó ambas cosas. Durante el postre, el deseo del empresario había aumentado inversamente a las demandas de ella, que parecía no pretender nada. Lloris estaba frustrado, desanimado. Pero su decepción se diluyó cuando Franziska, al salir del restaurante, lo cogió del brazo y le dijo que le apetecía tomarse una copa. Entonces Lloris la llevó a las cafeterías de moda de la Gran Vía, y más tarde, a eso de las cuatro de la mañana, aprovechando que la joven estaba más permisiva tras las copas, a un apartamento de la playa del Perellonet.

El punto de ebriedad de Franziska no le impidió subyugar a Lloris. El empresario se quedó en éxtasis, hasta el extremo de llegar a confesarle, con palabras arrebatadas, que estaba enamorado. Pero ella tenía que irse a trabajar -eran casi las doce del mediodía-, cosa que Lloris no permitió. ¿Cuánto ganaba? ¿Cien mil pesetas al mes? Él le pagaría el doble. Podía vivir en el apartamento, era suyo y nadie ponía los pies allí. Se irían de viaje siempre que ella quisiera, le consentiría todos los caprichos. Podía darle todo eso y mucho más. Pero tenía que ser de Juan Lloris, sólo suya. Franziska quiso poner reparos, apuntar algún tipo de objeción moral; sin embargo Lloris, que no se atrevió a confesarle que era un hombre casado, se opuso diciéndole que era rico, que su dinero estaba al servicio de su felicidad, que para eso había trabajado, para ser feliz, y que con ella lo era. Para dejarlo bien claro, el mismo día, hacia las siete de la tarde, la llevó a bordo de una Cessna de cuatro plazas, que él mismo pilotaba, a un restaurante de Ibiza. Franziska aún tenía dudas y el empresario decidió despejárselas. Quedó satisfecha de su actitud: cada día era una demostración de afecto. El empresario apenas lo disimulaba: cenaban en los restaurantes más concurridos, en las mesas más visibles. No hizo caso de las advertencias de Oriol Martí, preocupado por su indiscreción. Lloris estaba obsesionado.

Como suele pasar con todas las relaciones, por apasionado que sea su comienzo, el tiempo las hace languidecer. Y aunque la pasión de Juan Lloris había disminuido, no había llegado a desaparecer ni mucho menos. Fue entonces cuando Franziska encontró el momento oportuno para decirle que estaba embarazada y Lloris fue consciente del problema. Pero también sabía que cualquier medida que no fuera del agrado de Franziska tendría como resultado un escándalo social del todo indeseable. Para que abortara, le ofreció el oro y el moro. Pero, claro, ella era de Polonia, país cuyos ciudadanos tenían convicciones religiosas muy profundas. Además, se había enamorado de él. Todas aquellas circunstancias hacían del embarazo una voluntad firme. Lloris se lo confesó a Oriol Martí. El asesor trató de remediar aquello sin conseguirlo. La determinación de Franziska era clara y contundente. ¿Cómo aceptaría María Jesús, esposa y accionista del grupo de empresas, todo aquel asunto? Si hubiesen mantenido buenas relaciones, quizá se hubiera llegado a un acuerdo: pasarle una jugosa pensión a la joven y a su hijo y mantenerlo en secreto. En la alta sociedad valenciana había casos similares que funcionaban bien. Era cierto, circulaban rumores, pero discretamente. No obstante, hacía tantos años que el matrimonio de Lloris no funcionaba, que María Jesús hubiera aprovechado el lío para pedir un divorcio cuyas consecuencias patrimoniales hubiesen supuesto una importante pérdida de poder económico para el empresario. Lloris estaba ante un auténtico dilema. Ni su poder de convicción ni el material le servían de nada. Y a medida que pasaba el tiempo, el problema empeoraba: en el empeño de Franziska se vislumbraba la amenaza.