Выбрать главу

– José Luis Pérez me ha dicho que todo ha ido bien. Te debo una.

– Me la podrías pagar ya.

– Tú dirás.

– Necesito que me digas cuál es la mejor empresa de encuestas.

– Emar-GHD. ¿Por qué quieres saberlo?

– Para saber dónde prefieren vivir los valencianos, qué zonas de la ciudad son las que más les gustan… En fin, un montón de cosas que nos ayudarán a decidir dónde y cómo tenemos que construir.

– No tengo encuestas sobre eso. He visto que Lloris y tú figurabais en la relación de invitados a la cena.

– No iremos.

– ¿Por qué?

– Una presencia tan continua de Lloris en actos culturales puede acabar siendo contraproducente. Resultaría extraño que de repente apareciera por todas partes.

– No lo haces mal, como asesor -le regaló una sonrisa que, si no prometedora, era juguetona.

– Una pregunta, Júlia. Supongo que a Lloris le daréis el premio que le habéis prometido.

– Aún faltan unos cuantos meses. Veremos lo que hace hasta la fecha de entrega.

– Si no se lo dais, me haría responsable de ello.

– Si te despide, te recibiremos con los brazos abiertos.

* * *

Al final de la Avenida del Puerto, en un callejón a mano derecha, se hallaba el domicilio de Oriol Martí, una pequeña nave industrial convertida en un loft de dos plantas. Hacía sólo un mes que lo había estrenado y cuando entraba aún echaba un vistazo satisfecho a su alrededor. Allí se sentía plácido y cómodo, con una sensación que mezclaba orgullo y libertad en la planta baja, que era donde normalmente vivía, en una zona de doscientos metros cuadrados integrada por un salón amplísimo con varios espacios bien delimitados. Una pared de vidrio mostraba una cocina y la zona de servicios. El despacho, en cambio, se mantenía oculto tras una tapia. Las paredes del salón, revestidas en madera, acogían una biblioteca llena a rebosar. El suelo era de parqué de caoba, con una columna original de ladrillo de un rojo matizado que Oriol había decidido respetar. En la planta superior tenía una habitación principal, estilo suite, comunicada con un lavabo, y dos secundarias para invitados. Con un mando a distancia encendió la cadena musical. Se fue al lavabo y, durante unos minutos, se frotó la cara con crema exfoliante de Yves Saint Laurent. Después de lavársela, se aplicó otra crema hidratante y se tendió, con una agenda en sus manos, en uno de los dos grandes sofás de la planta baja. Buscó el nombre de Enric Ferrer, un cliente de Price Watherhouse que dirigía una empresa de publicidad, y marcó desde el teléfono fijo el número de su casa. Saltó el contestador automático y le dejó un mensaje diciéndole que al día siguiente, sobre las diez de la mañana, le llamaría al despacho. Subió el volumen de la música para relajarse con un compacto de Charlie Parker.

Casi en la otra punta de la ciudad, en el barrio de Torrefiel, Rafi preparaba la habitación para Juan Lloris. Una botella de vino blanco bien frío, el albornoz, la penumbra rojiza de las luces y la habitual selección de compactos que tanto entusiasmaba al empresario: Vicente Ramírez, coplas de la Jurado… Cuando entró, Lloris se sintió cálido mientras se quitaba la ropa. En la habitación de al lado, Asha y Ana también cambiaban de indumentaria. Las dos jóvenes bromeaban a propósito del trabajito que iban a hacerle al cliente. Aparte de eso, no hablaban de nada.

Una vez terminaron, Asha cogió un taxi. Ana le dijo que prefería andar. Un buen paseo, teniendo en cuenta la temperatura -húmeda pero no demasiado fría-, le iría bien. Dio aquella excusa por dos razones: porque no era conveniente que las vieran juntas fuera del trabajo -lo habían acordado en su anterior encuentro-, y porque, por su cuenta, pretendía controlar los movimientos de las casas. Así pues, fue calle abajo, dio un paseo alrededor del edificio que había enfrente de las casas, y volvió a la calle Montecarmelo por la parte de arriba. Se encendió un cigarrillo y se quedó allí, observando. Primero salió el empresario, esperó unos instantes a que llegara un taxi y se fue. Después, Rafi salió de la casa y entró en otra, la primera de la parte inferior de la calle. Pasados cinco minutos, dos mujeres y él subieron a un coche aparcado cerca de la casa. Ana lamentó no disponer de vehículo propio, pero se fijó en la cara de las mujeres. Miró su reloj: pasaba de la una de la madrugada. Entonces, en la calle principal del barrio, la Avenida de la Constitución, pidió un taxi y se fue al Jennifer. Vio el coche de Rafi cerca de la puerta principal. Entró y fue directamente a la barra más concurrida, que lo estaba mucho. Sentada en un taburete al extremo de la barra, buscó con la mirada a ambas mujeres y encontró a una. La reconoció a pesar de que se había quitado el abrigo. Entonces pidió una bebida y esperó. Al primer hombre que se le acercó lo despachó sin contemplaciones. Sin embargo, no debería haberlo hecho. Los dos camareros de aquella barra se fijaban en esas cosas. Y también Enri, la mujer de confianza de Rafi, que controlaba la caja. Por suerte no se dio cuenta. Ana aceptó una copa del segundo cliente. Incluso tuvo que hacer un servicio. Cuando volvió a la barra, decidió hablar con una de las sudamericanas que Rafi había llevado al local. Se presentó. Con la excusa de que jamás la había visto, Ana le preguntó de qué país venía y dónde vivía. Demasiadas preguntas. Tantas que llamó la atención de Enri, no por las preguntas en sí sino porque en el local había clientes. Desde la caja les hizo una señal para que los atendieran. Ana lo dejó estar. Se despidió de Milagros diciéndole que hablarían con más calma al día siguiente, a primera hora de la tarde; entonces habría poca gente. Pese a todo, lo haría sólo si no estaba Enri. Con Jesús Miralles hablaba en ausencia de Rafi. Todos sus movimientos estaban calculados al milímetro, siempre intentando ser discreta, aunque el periodista sospechaba que Ana quería algo. Aun así la dejaba a su aire. Todavía no le había pedido nada.

12

A las diez en punto de la mañana Oriol llamó a Enric Ferrer y le pidió un favor que no tuvo inconveniente en hacerle. Como Juan Lloris, Enric Ferrer había sido un cliente de Price Watherhouse al que Oriol trató personalmente. Cuando el asesor se fue de la auditoría, Ferrer le ofreció la dirección de su empresa -era el accionista principal- y, aunque Oriol tenía otros planes, siempre que se encontraban le recordaba la oferta.

Dos horas después, a mediodía, Enric Ferrer se presentó en el despacho de Oriol. Era una oficina no muy grande, en el Edificio Europa -uno de los más caros y funcionales, en la Avenida de Aragón-, con sólo tres despachos: el de Lloris, el de su secretaria personal y el de Oriol Martí. El despacho de este último se hallaba en la entrada, enfrente de la puerta, según le indicó la secretaria de Lloris, una mujer de cuarenta y cinco años que evocaba, en la distancia, a la Sophia Loren de la película Los girasoles. Oriol se mostró satisfecho por la rapidez de Ferrer al hacerle el favor.

– ¡Qué diligencia, es fantástico!

– No ha sido muy difícil. Soy un buen cliente de Emar y conozco muy bien a la directora de sus estudios de opinión -Ferrer dejó sobre la mesa una carpeta de color azul oscuro y de tapas duras-. Tengo que devolverla esta tarde. Son datos confidenciales, pero confío en ti, puedes hacerte una fotocopia.

– No hará falta, tomaré notas.

La secretaria entró con dos cafés.

– Gracias, Elvira.

Ambos esperaron a que saliera.

– ¿Has visto alguna vez una encuesta política? -le preguntó Ferrer.

– No.

– Hay dos tipos de encuesta, a una la llaman cuantitativa y a la otra cualitativa. El Front encargó ambas, aunque poco antes de las elecciones las que más interesan a los partidos son las cuantitativas.