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– Siento que no podamos llegar, de momento, a ningún tipo de acuerdo.

– Quiero pedirte un favor. Afuera nos está esperando un puñado de periodistas. ¿Sería posible que les dijéramos, entre otras cosas que ahora acordaremos, que éste es el primero de una serie de encuentros? He hecho una apuesta personal reuniéndome contigo y no me gustaría que se saldara con un fracaso tan rápido.

– No hay problema. Pero las próximas veces invítame a una cerveza.

– Perdona, como soy abstemio se me ha olvidado pedirte una.

– La verdad, sería toda una sorpresa que los socialistas nos dierais siquiera un vaso de agua. Lo entiendo, supongo que son las desventajas de la competencia electoral.

18

Aconsejada por Jesús Miralles, Ana dejó de frecuentar el Jennifer. Con la excusa de que tenía que irse a su país para ver a la familia, le comunicó a Rafi que estaría unos días -como mucho un par de semanas- sin acudir allí. Rafi lo lamentó, pues, según le confesó, el cliente de Torrefiel estaba entusiasmado con ella. Su preferencia por Asha se había convertido en pasión por la rusa. Antes de despedirse, Rafi le propuso un lucrativo negocio para cuando volviera. Gente muy adinerada de los países árabes pagaba espléndidamente a cambio de servicios sexuales. Era trabajo limpio y bien remunerado, con la pequeña incomodidad de tener que viajar de vez en cuando. Aquellos clientes eran personas ricas y educadas, de trato exquisito, que apreciaban muchísimo las etnias eslavas. La rusa se mostró receptiva. Prefería trabajos de esa índole a pasarse los días en la barra de un club. Ana le reveló a Miralles aquel proyecto de Rafi.

El periodista acudió al Jennifer, pero no al atardecer, como solía, sino de madrugada. El club estaba hasta los topes. La música sonaba a todo volumen y el ambiente, espeso por el humo, impregnaba la ropa hasta empaparla de tabaco. Miralles consiguió un sitio en la barra aprovechando un pequeño hueco entre dos mujeres que, de espaldas a él, hablaban con dos clientes. La escalera que llevaba a las habitaciones era un caos de gente subiendo y bajando. Antes de sentarse, Miralles había dado una vuelta por el club por si encontraba a Rafi, pero no llegó a verle.

El camarero de la barra interior, Antonio, apenas podía atender al personal que se apelotonaba alrededor. Con sólo un precipitado saludo, le sirvió un whisky a Miralles. El periodista esperó a que el número de personas se redujera para hablar con él, hacia las tres de la madrugada, cuando Antonio, sentado en un taburete dentro de la barra circular, aceptó un cigarrillo de Miralles.

Hacía un par de años que se conocían. Su amistad había tomado cuerpo en la barra del Jennifer. Jamás se habían visto fuera del local. Las barras, sin embargo, favorecen las confidencias. De Jesús Miralles, Antonio lo sabía prácticamente todo: lo que había sido, lo que era, cómo era y por qué. Quizá por eso le extrañaba verle a aquellas horas. Con todo, no le observó mal aspecto (no peor que el habitual) ni ningún síntoma que denotara preocupación. Así pues, cuando le preguntó el motivo de su presencia, Miralles le dijo que estaba allí para hablar con él, hecho que aumentó la sorpresa de Antonio, dado que el periodista añadió enseguida que no quería hacerlo en el club. ¿Podía adelantarle algo? Miralles se lo pensó. Como veterano del periodismo confería importancia al escenario, a la intimidad con la que había que envolver las preguntas para que las respuestas, gracias a la discreción escénica, fueran más espontáneas. Le dijo que lo haría con mucho gusto, que no tenía nada que esconder, pero que, para su comodidad, para beneficio de ambos, prefería esperar. Entonces Antonio recordó que Miralles era periodista. Habían hablado de ello a veces, de su profesión, cuando se conocieron, pero él mismo no había sido nunca el centro de atención para Miralles.

En opinión de Antonio, acostumbrado a tratar con gente muy variopinta, Miralles no era la clase de tipo que buscaría con tretas ganarse su confianza para, después, abusar de ella. Era distinto a los clientes que pululaban por el Jennifer, aunque, hoy en día, en esos clubes, se ve de todo. Con el tiempo, Miralles se había convertido en un amigo. Alguien que le daba la respuesta más adecuada siempre que él, mucho más joven, le pedía consejo. Justo después de separarse de su mujer, Miralles le puso en contacto con un abogado de su confianza. ¿Le reclamaba ahora los favores? Antonio imaginaba que Miralles era consciente del observatorio privilegiado que suponía su puesto de trabajo. Era un hombre de confianza de los dueños. No formaba parte del negocio, pero estaba allí porque era sumamente discreto. El ciego y el sordo ideal. Había dado sobradas muestras de ello. Mantenía su vida privada al margen. El Jennifer era su lugar de trabajo y punto. Cualquier relación sentimental o de amistad con una prostituta era una fuente de problemas, y además la empresa no lo veía con buenos ojos.

Antonio terminó el cigarrillo y atendió a unos clientes, a los pocos que quedaban. Volvió junto a Miralles y le dijo que hablarían de lo que quisiera. Se encontrarían carretera arriba, en dirección a Picanya, en la circunvalación que había en la entrada del pueblo. A Miralles le pareció bien. Sacó el dinero para pagar las consumiciones, pero Antonio lo rechazó. Como cliente habitual, de vez en cuando lo invitaba. Con un dedo en la esfera del reloj, le señaló la hora a la que se encontrarían.

Antes de irse del Jennifer, Miralles dio otra vuelta por el local. Quería cerciorarse de que Rafi no le había visto, también se hubiera extrañado de su presencia a aquellas horas. Fue hasta la primera circunvalación de Picanya, se bajó del coche y emprendió un paseo por la calle de una urbanización. Para matar el tiempo, caminó un buen rato. Cuando volvió, Antonio lo esperaba en la esquina del primer chalet de la urbanización.

Miralles le agradeció que hubiera aceptado reunirse. Le advirtió, con una síntesis del tema, sobre lo que quería saber. Le tenía mucho aprecio y confiaba en él, pero entendería sus motivos si prefería no colaborar. El camarero le preguntó qué razones lo impulsaban. Miralles le explicó la verdad: la historia de Ana.

– ¿Te has enamorado de ella?

– No -sonrió Miralles.

Era una cuestión humanitaria, pero no añadió razones de tipo personal. No quería permanecer impasible ante un drama así. Cierto, podía haberlo hecho antes, con otras mujeres con tragedias semejantes, pero le había faltado el contacto personal. A menudo no percibimos las cosas en su auténtica dimensión hasta que no las conocemos de cerca. Aquella última frase le sirvió a Antonio para empezar a hablar. Relató que los dueños de los clubes habían prohibido a las mujeres las relaciones sentimentales con sus clientes. Nada de contactos más allá de los profesionales. Por norma general, los clientes que se enamoraban de una prostituta removían cielo y tierra para sacarlas del oficio. Los dueños lo resolvían enviando a la mujer a otra ciudad, después de advertir al hombre de las dificultades que le esperaban si insistía en buscarla. De hecho, él se había visto obligado a controlar que las mujeres, en el club, no fueran a menudo con el mismo cliente. Dejó de hacerlo con la excusa de que estaba solo en la barra. No le gustaba, en realidad. Sabía que algunas habían conseguido huir con un hombre a otros lugares. Pocas, porque no siempre ellos decidían o podían abandonar su trabajo, familia, amigos, costumbres. Con un hombre o sin él, la mujer resuelta a irse lo hacía renunciando a gran parte de sus ahorros. ¿Sabía Miralles que controlaban prácticamente todo el dinero que ganaban?

– Sí.

También conocía los porcentajes que se les obligaba a aceptar y unos cuantos detalles más acerca del tipo de vida que debían llevar. De los pisos, el camarero no sabía gran cosa. Las trasladaban con cierta frecuencia, pero no era difícil saber dónde vivían. Como Miralles, Antonio también estaba al corriente de los asuntos de los pasaportes falsos y de los precios que las mujeres tenían que pagar para adquirirlos. Le aportó, sin embargo, un detalle que no conocía: la mayoría eran de nacionalidad griega. En aquel país, por poco dinero, había personas que consentían que se les duplicara el pasaporte. Solían ser mujeres muy pobres que vivían en pequeños pueblos de Grecia. No sólo había una red organizada de pasaportes falsos, también se falsificaban los contratos laborales. Las inmigrantes que no querían o no podían pagarse el pasaporte eran destinadas, si eran jóvenes atractivas, a fiestas privadas en casas particulares de la organización. Era otra clase de prostitución, la cocaína se hallaba muy presente. La cocaína y el alcohol. Si los clientes tomaban, ellas también tenían que hacerlo. Auténticas orgías en las que no se privaban de nada. ¿Conocía alguna casa? Sólo una, contestó Antonio. Se lo dijo un colega suyo, camarero en la barra del Lolita's, también propiedad de Rafi. Durante un tiempo estuvo llevando cajas de bebida al almacén de la casa en cuestión.