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Ráfagas de maullidos separaban las palabras, desvelando su carácter no humano. Ciertamente, se trataba de un fenómeno, como poco, extraño. Por lo general, la gente suele acudir al aeropuerto para recibir a los que vienen de fuera; y más aún si proceden directamente de la Tierra. En cualquier caso, no pude dedicar más tiempo a reflexionar sobre aquella circunstancia, ya que el inmenso círculo descrito a mi alrededor por el sol frenó en seco junto con la llanura hacia la que me dirigía. La cápsula se zarandeaba como si fuera el contrapeso de un péndulo gigantesco. Mientras luchaba contra el mareo, pude contemplar, sobre la inmensidad del planeta que se elevaba como una pared rayada con ayuda de oscuras estelas lilas y negras, un tablero de ajedrez formado por minúsculos puntos blancos y verdes: era la señal de orientación de la Estación. Al mismo tiempo, algo se desprendió con un crujido de la parte superior de la cápsula: era el largo collar del paracaídas de frenado, que aleteó de forma brusca. Había algo inefablemente terrestre en aquel sonido: por primera vez en muchos meses, llegó a mis oídos el bramido del viento en toda su enormidad.

Todo empezó a suceder muy deprisa. Hasta ese momento, solo me constaba que estaba cayendo. Ahora podía verlo con mis propios ojos. El tablero de ajedrez blanquiverde se agrandó bruscamente: estaba pintado sobre un alargado armazón con forma de reluciente ballena plateada, a cuyos lados se erguían las antenas del radar, con hileras de huecos de ventanas más oscuros; sabía que aquel coloso de metal no yacía sobre la superficie del planeta, sino que se hallaba suspendido sobre él y que arrastraba su sombra — una elíptica mancha de oscuridad aún más profunda— sobre un fondo negro azabache. Al mismo tiempo, vislumbré los surcos del océano, teñidos de morado. Detecté su débil movimiento. De pronto, las nubes, de un escarlata deslumbrante en los bordes, salieron despedidas hacia arriba y el cielo se volvió lejano y raso, de un color naranja sucio; luego, todo se borró: entré en barrena.

Antes de que pudiera abrir siquiera la boca, un golpe seco devolvió la cápsula a su posición vertical; por el ojo de buey, el océano, cuyas olas llegaban hasta el horizonte de humo, centelleó con luz mercurial; las cuerdas y los anillos del paracaídas se desprendieron y volaron sobre las olas arrastrados por el viento, mientras con un particular y ralentizado movimiento, propio del campo de fuerza artificial, la nave empezó a balancearse suavemente y a descender. Lo último que vi fueron dos catapultas aéreas y los espejos de dos radiotelescopios calados, que alcanzaban varios metros de altura. La cápsula se detuvo con un escalofriante ruido de acero chocando enérgicamente contra más acero, y algo debajo de mí se abrió; la cáscara metálica, en la que hasta entonces había permanecido erguido, dio por finalizado su viaje tras ciento ochenta kilómetros de caída ininterrumpida, resoplando con un prolongado quejido.

— Estación Solaris. Cero y Cero — dijo la voz muerta del aparato de control —. El aterrizaje ha finalizado. Corto.

Sentía una indefinida presión en el pecho y percibía mis órganos internos como un peso desagradable. Con ambas manos empuñé las palancas que se alzaban justo a la altura de mis hombros y apagué los contactos. La palabra TIERRA se iluminó en verde y el lateral de la cápsula se abrió; el lecho neumático me empujó suavemente por la espalda de forma que, para no caerme, me vi obligado a dar un tembloroso paso al frente.

Con un silencioso silbido, similar a un suspiro resignado, el aire abandonó el interior de la escafandra. Estaba libre.

Me encontraba de pie, bajo un embudo plateado. Era alto como una nave. Manojos de tubos multicolores descendían por las paredes y desaparecían por una especie de redondeadas alcantarillas. Me di la vuelta. Los conductos de ventilación retumbaban, tragándose los restos de la venenosa atmósfera planetaria que había invadido el espacio durante el aterrizaje. La cápsula con forma de puro, vacía como un capullo resquebrajado, se mantenía erguida sobre un cáliz gigante insertado en una plataforma de acero. La chapa exterior se había chamuscado y ahora era de un marrón pardusco. Descendí por una pequeña rampa. Más allá, una capa de plástico rugoso adherido cubría el metal. Se había desgastado por completo en los lugares por donde solían deslizarse las carretillas elevadoras de los cohetes, dejando el acero a la vista. De pronto, los compresores de ventilación se apagaron y reinó un silencio absoluto. Miré a mi alrededor, un tanto desconcertado, esperando la aparición de algún humano, pero seguía sin venir nadie. Tan solo una flecha de neón iluminaba la cinta transportadora, que avanzaba silenciosamente. Me subí a ella. La bóveda de la nave descendía en una preciosa línea parabólica, desembocando en un largo pasillo. En sus vanos se apilaban bombonas de gas comprimido, recipientes varios, paracaídas de frenado y cajas amontonadas de forma caótica. Aquello me llevó a reflexión. La cinta acababa justo en una especie de plazoleta, donde el desorden era aún mayor si cabe. Bajo el rimero de recipientes de hojalata se extendía un charco de líquido aceitoso. Un desagradable y fuerte olor empapaba el aire. Huellas de zapatos que claramente habían pisado aquel fluido pegajoso se alejaban en diferentes direcciones. Entre los bidones, se esparcían rollos de cinta telegráfica, jirones de papel despedazados y montones de desperdicios, como si alguien los hubiese barrido fuera de las cabinas. El indicador verde se iluminó de nuevo, señalándome el camino hacia la puerta principal. Tras ella se abría un pasillo tan estrecho que casi impedía que dos personas pudieran cruzarse en su interior. La iluminación provenía del techo, de ventanas de cristales convexos que apuntaban al cielo. Había otra puerta más, pintada como un tablero de ajedrez blanquiverde. Estaba entornada. Sobre la estancia, no del todo esférica, se abría una gran ventana panorámica a través de la que se podía ver, ardiente, el cielo cubierto por la niebla. Más abajo, se desplazaban en silencio las negruzcas crestas de las olas. Numerosos armaritos llenos de instrumentos, libros de aspecto ajado, vasos con posos resecos y termos polvorientos recubrían las paredes. Sobre el suelo sucio había cinco o seis mesitas rodantes mecánicas y, entre ellas, varios sillones desinflados. Tan solo uno de ellos seguía hinchado, con el respaldo levemente inclinado hacia atrás. Un hombre, pequeño y esmirriado, con la cara quemada por el sol, estaba sentado en él. Tenía la piel de la nariz y de los pómulos descamada. Sabía quién era. Había oído hablar de él. Era el cibernético Snaut, el sustituto de Gibarian. En su momento, había publicado en el almanaque solarista varios artículos que resultaron ser bastante originales. Era la primera vez que lo veía en persona, no obstante. Llevaba puesta una camisa de rejilla, por cuyos agujeros sobresalían aislados pelos grises de un pecho plano, y también un pantalón de tela con numerosos bolsillos, como de montador. En algún momento había sido blanco: ahora exhibía manchas en las rodillas y quemaduras probablemente causadas por los reactivos. En la mano, sostenía una pera de plástico, como las utilizadas en las naves desprovistas de gravidez artificial. Me miraba como si una luz deslumbrante lo hubiera paralizado. Relajó los dedos, la pera cayó y rebotó varias veces como un globo muy hinchado, derramando un poco de líquido transparente. Lentamente el color de su cara se fue demudando. Yo estaba demasiado sorprendido para hablar, y nos contemplamos en silencio hasta que, de una manera incomprensible, su miedo se me contagió. Di un paso hacia delante. Él se encogió sobre su sillón.

— Snaut… — susurré. Tembló como si le hubieran golpeado. Me miró con una repugnancia indescriptible.