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Estaba en la ducha de Beatrice Smith, tiñéndose el pelo para recuperar su color original. Wu solía llevarlo rubio. Lo hacía por dos razones. La primera era básica: le gustaba cómo le quedaba. Tal vez fuese vanidad, pero cuando Wu se miraba en el espejo, tenía la impresión de que el pelo rubio estilo surfista, en punta y engominado, le quedaba bien. La segunda razón, el color -un amarillo chillón- era útil porque era lo que recordaba la gente. Cuando volvía a teñirse el pelo para recuperar su color natural, el moreno asiático, y se lo alisaba, cuando se quitaba la ropa moderna para ponerse algo más formal y unas gafas de montura ancha, en fin, la transformación era muy eficaz.

Cogió a Jack Lawson por el cuello y lo arrastró al sótano. Lawson no opuso resistencia. Apenas estaba consciente. No estaba bien. Su psique, ya antes muy alterada, tal vez se había hundido por completo. No sobreviviría mucho más.

Era un sótano húmedo, a medio construir. Wu se acordó de la última vez que había estado en un lugar parecido, en San Mateo, California. Las instrucciones habían sido precisas. Lo habían contratado para torturar a un hombre durante exactamente ocho horas -por qué ocho, Wu nunca lo supo- y luego romperle los huesos de las piernas y los brazos. Wu había manipulado los huesos rotos de manera que los extremos partidos quedaran junto a los haces de nervios o cerca de la superficie de la piel. Cualquier movimiento, por pequeño que fuera, le produciría un dolor atroz. Wu cerró el sótano con llave y dejó al hombre solo. Iba a verlo una vez al día. El hombre le suplicaba, pero Wu lo miraba en silencio. El hombre tardó once días en morir de hambre.

Wu encontró una tubería resistente y la empleó para atar a Lawson a ella con una cadena. También le ató los brazos por detrás de la espalda, alrededor de una columna. Volvió a ponerle la mordaza.

A continuación decidió comprobar las ataduras.

– Tenías que haber conseguido todas las copias de esa foto -susurró Wu.

Jack Lawson abrió los ojos.

– Ahora tendré que ir a ver a tu mujer.

Sus miradas se cruzaron. Pasó un segundo, no más, y de pronto Lawson cobró vida. Empezó a sacudirse. Wu lo miró. Sí, eso sería una buena prueba. Lawson forcejeó varios minutos, como un pez que agonizaba en el anzuelo. No cedió ninguna atadura.

Wu lo dejó solo, allí forcejeando, para ir en busca de Grace Lawson.

39

Grace no quería quedarse a la rueda de prensa.

Estar en la misma sala con todos aquellos deudos… No le gustaba emplear la palabra «aura», pero parecía la más adecuada. En la sala se percibía una mala aura. Ojos afligidos la miraban con palpable anhelo. Grace lo entendía, claro. Ella ya no era el conducto de sus hijos perdidos; ya había pasado demasiado tiempo para eso. Ahora era la superviviente. Estaba allí, viva y coleando, mientras sus hijos se pudrían en la tumba. Aparentemente aún había cariño, pero en el fondo Grace detectó la rabia por la injusticia de lo sucedido. Ella vivía; sus hijos no. Los años nada habían reparado. Ahora que Grace tenía sus propios hijos, lo entendió de una manera que le habría sido imposible quince años antes.

Estaba a punto de salir disimuladamente por la puerta de atrás cuando una mano la sujetó por la muñeca. Se volvió y vio que era Carl Vespa.

– ¿Adónde vas? -preguntó él.

– A casa.

– Yo te llevo.

– No hace falta. Puedo alquilar un coche.

Sujetándola aún por la muñeca, le apretó por un instante y Grace vio de nuevo que algo estallaba detrás de su mirada.

– Quédate -dijo él.

No era un ruego. Ella le examinó el rostro, pero reflejaba una curiosa serenidad. Demasiada serenidad. Su actitud -tan distinta de su entorno, tan diferente de la furia que había visto la noche anterior- volvió a asustarla. ¿Ése era realmente el hombre en cuyas manos había puesto la vida de sus hijos?

Se sentó a su lado y miró a Sandra Koval y Wade Larue subir al estrado. Sandra se acercó el micrófono y empezó con los tópicos de siempre sobre el perdón y la rehabilitación y los nuevos comienzos. Grace observó cómo se ensombrecían los rostros alrededor. Algunos lloraban. Otros apretaban los labios. Unos cuantos temblaban visiblemente.

Carl Vespa no hizo ninguna de esas cosas.

Cruzó las piernas y se reclinó. Lo contemplaba todo con una naturalidad que asustó a Grace más que la peor mueca de disgusto. Cinco minutos después de iniciar Sandra Koval su intervención, Vespa dirigió la mirada hacia Grace. Sabía que ella había estado atenta a él. De pronto hizo algo que la estremeció.

Le guiñó un ojo.

– Venga -dijo él-. Vámonos de aquí.

Mientras Sandra hablaba, Carl Vespa se levantó y se encaminó hacia la puerta. La gente volvió la cabeza y se produjo un breve silencio. Grace lo siguió. Bajaron en el ascensor sin mediar palabra. La limusina estaba en la puerta. El hombre fornido ocupaba el asiento del conductor.

– ¿Dónde está Cram? -preguntó Grace.

– Ha ido a hacer un recado -contestó Vespa, y a Grace le pareció advertir un asomo de sonrisa-. Háblame de tu encuentro con la señora Koval.

Grace le contó la conversación con su cuñada. Vespa permaneció callado, mirando por la ventana, golpeteándose la barbilla con el índice. Cuando Grace acabó, él preguntó:

– ¿Eso es todo?

– Sí.

– ¿Seguro?

A Grace no le gustó el tono de la pregunta.

– ¿Y qué hay de tu último…? -Vespa alzó la mirada, buscando la palabra-. ¿De tu último visitante?

– ¿Te refieres a Scott Duncan?

Vespa tenía en los labios una sonrisa muy extraña.

– Ya sabes, claro, que Scott Duncan trabaja en la fiscalía.

– Trabajaba -corrigió ella.

– Sí, trabajaba. -Hablaba en un tono demasiado relajado-. ¿Y qué quería?

– Ya te lo he dicho.

– ¿Ah, sí? -Se movió en el asiento, pero seguía sin mirarla-. ¿Me lo has contado todo?

– ¿Qué quieres decir?

– Es sólo una pregunta. ¿Ha sido ese tal Duncan tu única visita reciente?

A Grace no le gustó el cariz que tomaba la conversación. Vaciló.

– ¿No quieres hablarme de nadie más? -continuó Vespa.

Grace intentó examinarle el rostro en busca de alguna pista, pero él miraba hacia el otro lado. ¿De qué hablaba? Reflexionó, repasó los últimos días…

¿Jimmy X?

¿Se había enterado Vespa de que Jimmy se había presentado en su casa después del concierto? Era posible, desde luego. Si había encontrado a Jimmy, no era descabellado suponer que tenía a alguien siguiéndolo. Así pues, ¿qué debía hacer Grace? ¿Si decía algo ahora empeoraría las cosas? Tal vez no sabía lo de Jimmy. Tal vez si abría la boca ahora sólo causaría más problemas.

«Responde con vaguedad, y a ver qué pasa», pensó.

– Ya sé que te he pedido ayuda -dijo lentamente-. Pero creo que a partir de ahora quiero llevar esto por mi cuenta.

Vespa se volvió por fin hacia ella y la miró de frente.

– ¿Ah, sí?

Grace esperó.

– ¿Y eso por qué, Grace?

– ¿La verdad?

– Preferiblemente.

– Me estás asustando.

– ¿Crees que te haría daño?

– No.

– ¿Entonces?

– Sólo creo que será lo mejor…

– ¿Qué le has dicho de mí?

La pregunta la cogió desprevenida.

– ¿A Scott Duncan?

– ¿Le has hablado de mí a alguien más?

– ¿Cómo? No.

– Entonces, ¿qué le has dicho a Scott Duncan de mí?

– Nada. -Grace intentó pensar-. En cualquier caso, ¿qué podía decirle?

– Buena respuesta. -Asintió, más para sí que para Grace-. Pero no me has explicado por qué fue a verte el señor Duncan. -Vespa cruzó las manos y las apoyó en el regazo-. Me gustaría mucho conocer los detalles.

Grace no quería contárselo -no quería que él se involucrara más en el asunto-, pero era ineludible.

– Era por su hermana.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Te acuerdas de la chica de la foto con la cara tachada?

– Sí.

– Se llamaba Geri Duncan. Era su hermana.

Vespa frunció el entrecejo.