– ¿Qué quieres, amigo?
El hombre vestía un chándal de velvetón azul. No llevaba camiseta debajo de la chaqueta, y se le veía el vello del pecho. Era corpulento y recio. Wu tendió la mano derecha y cogió al hombre por la nuca. Levantó el otro brazo y le hundió la nuez con el codo izquierdo. La garganta simplemente cedió. Se le partió la tráquea como una frágil rama. El hombre se desplomó, sacudiéndose como un pescado en un muelle. Wu lo empujó hacia el interior de la furgoneta y entró.
Dentro encontró el mismo walkie-talkie, unos prismáticos y una pistola. Wu se metió el arma bajo el cinturón. El hombre seguía agitándose. No viviría mucho tiempo.
Faltaban tres minutos para que sonara el timbre de la escuela.
Wu cerró la puerta de la furgoneta al salir y se alejó a toda prisa. Volvió a la calle donde había aparcado Grace Lawson. Las madres se hallaban junto a la valla esperando a los niños. Grace Lawson ya había salido del coche y estaba sola. Eso facilitaría las cosas.
Wu se dirigió hacia ella.
Al otro lado del patio, Charlaine Swain pensaba en las reacciones en cadena y en las piezas de dominó que caían.
Si Mike y ella no hubiesen tenido problemas.
Si ella no hubiese iniciado esa danza perversa con Freddy Sykes.
Si ella no hubiese mirado por la ventana cuando Eric Wu estaba allí.
Si ella no hubiese abierto el guardallaves y llamado a la policía.
Pero en ese momento, mientras pasaba junto al patio de la escuela, las piezas de dominó caían más en el presente: si Mike no hubiese despertado, si no hubiese insistido en que se ocupara de los niños, si Perlmutter no le hubiese preguntado por Grace Lawson…, en fin, sin todo eso Charlaine no habría dirigido la mirada hacia donde estaba Grace Lawson.
Pero Mike había insistido. Le había recordado que los niños la necesitaban. Así que allí estaba. Recogiendo a Clay en la escuela. Y efectivamente Perlmutter había preguntado a Charlaine si conocía a Jack Lawson. De modo que cuando Charlaine llegó al patio de la escuela, fue normal, si no inevitable, que mirara alrededor en busca de la mujer de ese hombre.
Por eso Charlaine miraba en ese momento a Grace Lawson.
Incluso sintió la tentación de acercarse -¿acaso no había sido esa una de las razones por las que había ido a buscar a Clay?-, pero cuando vio que Grace cogía el móvil y empezaba a hablar, Charlaine decidió mantener las distancias.
– Hola, Charlaine.
Una mujer, una madre popular y parlanchina que antes ni se dignaba darle la hora a Charlaine, se había detenido ante ella con cara de aparente preocupación. El periódico no había mencionado el nombre de Mike, sólo el tiroteo, pero en un pueblo pequeño las noticias vuelan.
– Me he enterado de lo de Mike ¿Está bien?
– Perfectamente.
– ¿Qué pasó?
Otra mujer se acercó sigilosamente por la derecha. Otras dos se encaminaron hacia ella. Y luego dos más. Ahora venían ya de todas direcciones, esas madres que se acercaban, que se interponían en su camino, casi tapándole la vista.
Casi.
Por un instante Charlaine no pudo moverse. Se quedó petrificada al verlo acercarse a Grace Lawson.
Había cambiado de aspecto. Ahora llevaba gafas. Ya no tenía el pelo rubio. Pero no cabía duda. Era el mismo hombre.
Era Eric Wu.
A más de trescientos metros, Charlaine se estremeció cuando Wu apoyó la mano en el hombro de Grace. Lo vio agacharse y susurrarle algo al oído.
Y entonces vio que el cuerpo entero de Grace Lawson se ponía rígido.
Grace se sintió intrigada por el hombre asiático que caminaba hacia ella.
Supuso que simplemente pasaría de largo. Era demasiado joven para ser un padre. Grace conocía a casi todos los profesores. No era uno de ellos. Debía de ser un nuevo profesor en prácticas. Seguro que era eso. En realidad tampoco se fijó mucho en él. Tenía la cabeza en otras cosas.
En cualquier caso, llevaba ropa suficiente para unos cuantos días. Grace tenía una prima que vivía cerca de Penn State, justo en medio de Pensilvania. Tal vez podía ir allí. Grace no la había llamado para avisar. No quería dejar ningún rastro.
Tras meter la ropa en las maletas, había cerrado la puerta de su dormitorio. Cogió la pequeña pistola que Cram le había dado y la dejó en la cama. Se quedó un buen rato mirándola. Siempre se había opuesto con vehemencia a las armas. Como la mayoría de las personas racionales, temía las consecuencias de tener un arma así en una casa. Pero Cram lo había expresado de manera sucinta el día anterior: ¿Acaso sus hijos no habían sido amenazados?
El comodín.
Grace se ciñó la pistolera de nilón al tobillo de la pierna ilesa. Le resultaba incómoda y le picaba la piel. Se puso unos vaqueros un poco acampanados. La pistola estaba tapada, pero la pernera dejaba espacio suficiente. Se veía un bulto bajo la tela, pero no más que si llevara botas.
Cogió el paquete de Bob Dodd procedente de su despacho en el New Hampshire Post y se marchó a la escuela. Como disponía de unos minutos, se quedó en el coche y empezó a inspeccionar el contenido del paquete. Grace no tenía ni idea de qué esperaba encontrar. Había varios objetos típicos de escritorio: una pequeña bandera americana, un tazón de Ziggy, un sello con el remitente, un pequeño pisapapeles de plexiglás. Había bolígrafos, lápices, gomas, sujetapapeles, líquido corrector, tachuelas, notas Post-it, grapas.
Grace quería saltarse todo eso y zambullirse en las carpetas, pero tampoco éstas contenían gran cosa. Dodd debía de trabajar básicamente con el ordenador. Encontró unos cuantos disquetes, sin etiqueta. A lo mejor alguno de ellos le proporcionaba una pista. Lo comprobaría en cuanto tuviera acceso a un ordenador.
En cuanto a los papeles, sólo había recortes de periódico. Artículos escritos por Bob Dodd. Grace los hojeó. Cora tenía razón. Las historias eran en su mayoría revelaciones de escasa importancia. La gente escribía una carta quejándose de algo. Bob Dodd lo investigaba. Desde luego no era el tipo de historia que podía conducir a un asesinato, pero ¿quién sabía? A veces las cosas pequeñas tenían grandes repercusiones.
Estaba a punto de desistir -en realidad ya había desistido- cuando encontró la foto en el fondo. El marco estaba boca abajo. Más por curiosidad que por otra cosa, le dio la vuelta y miró. Era una típica foto de vacaciones. Bob Dodd y su mujer Jillian estaban en una playa, los dos sonriendo con resplandecientes dientes blancos, los dos con camisas hawaianas. Jillian era pelirroja. Tenía los ojos muy separados. Grace de pronto entendió el papel de Bob Dodd en todo aquello. No guardaba la menor relación con el hecho de que fuera periodista.
Su mujer, Jillian Dodd, era Sheila Lambert.
Grace cerró los ojos y se frotó el caballete de la nariz. A continuación volvió a meterlo todo en el paquete. Lo puso en el asiento de atrás y salió del coche. Necesitaba tiempo para pensar y recomponerlo todo.
Los cuatro miembros de Allaw: todo revertía a ellos. Sheila Lambert, ahora lo sabía Grace, se había quedado en el país. Se había cambiado el nombre y casado. Jack había huido a un pueblo de Francia. Shane Alworth estaba muerto o en paradero desconocido; tal vez, como dijo su madre, ayudaba a los pobres en México. Geri Duncan había sido asesinada.
Grace miró el reloj. El timbre sonaría en pocos minutos. Sintió la vibración del móvil en el cinturón.
– ¿Diga?
– Señora Lawson, soy el capitán Perlmutter.
– Ah, capitán. ¿En qué puedo ayudarlo?
– Necesito hacerle unas preguntas.
– Ahora mismo estoy en la escuela, recogiendo a mis hijos.
– ¿Quiere que vaya a su casa? Podemos vernos allí.
– Saldrán dentro de un par de minutos. Ya pasaré yo por la comisaría. -La invadió una sensación de alivio. Esa idea descabellada de huir a Pensilvania tal vez fuera una exageración. A lo mejor Perlmutter sabía algo. A lo mejor, con lo que ella sabía ahora sobre la foto, por fin él la creería-. ¿Le parece bien?
– Perfecto. Aquí la espero.
En cuanto Grace cerró el móvil, sintió una mano en el hombro. Se volvió. La mano pertenecía al joven asiático. Éste inclinó la cabeza hacia su oído.