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Al cabo de veinte minutos estaba en casa y ya se había despojado de la ropa de fiesta y se había enfundado la ropa de estar por casa: su prenda preferida, un vestido blanco sin mangas con un volante de encaje grueso en el bajo de la falda. Lo había cogido de la caja antes de que Beth tuviera tiempo de colgar la prenda o venderla a alguna cuenta. Era uno de los pocos artículos que Charlotte se había llevado a casa en vez de ponerlo a la venta, porque con él se sentía femenina y cómoda a la vez, sin dejar de ser ella misma.

Tras prepararse una taza de té helado, tomó su libro preferido, abrió la ventana que daba a la escalera de incendios y saltó al exterior. La brisa fresca le rozaba la piel pero no le importaba. En cuanto había visto aquel apartamento, la salida de emergencia se había convertido en su parte preferida del lugar, por no hablar de la posibilidad de saltar de la cama e ir caminando a trabajar.

Siempre que Charlotte salía allí se sentía sola, y esa soledad le encantaba. Se sentó, con el enorme libro en el regazo, y empezó a hojearlo. De todos los libros de viaje y folletos que tenía, Escapadas con glamur era su preferido. Lo había comprado con el dinero que ganó con su primer trabajo como canguro, y lo había escogido porque el libro daba especial relevancia a Los Ángeles, con el rótulo de Hollywood enclavado entre las colinas. En la ciudad de Los Ángeles se encontraban las estrellas y los famosos, gente como su padre, había pensado cuando era pequeña y todavía tenía sueños.

La compra de ese libro le había permitido visualizar los lugares a los que pensaba que iría, los restaurantes que frecuentaría y la gente a la que conocería. Había imaginado situaciones en las que su padre la tomaba de la mano y le presentaba a la jet set en lugares exóticos. Más tarde, cuando se hizo mayor y se dio cuenta de que él nunca regresaría para quedarse, había sustituido el sueño de que él se la llevaba por el de viajar y ver esos sitios por sí misma.

Pero junto con el sueño convivía el temor a ser como el hombre al que desdeñaba y, en lo más profundo de su corazón, Charlotte sabía que nunca se atrevería a realizar esos viajes. Nunca volvería a arriesgarse a que la amarga realidad la desilusionara. O a volverse egoísta, como él.

De todos modos, cuando necesitaba reconfortarse, libros como ése la distraían. Sencillamente, dejaría de pensar en su padre y en su pasado y disfrutaría de la fantasía de viajar y conocer lugares maravillosos. Inspiró profundamente y pasó las páginas, pero no era capaz de dejarse llevar. No esa noche.

Justo entonces, oyó que golpeaban ruidosamente en su puerta. Se frotó los brazos y se dio cuenta de que se le había puesto la carne de gallina. Sonó otra llamada y entró en casa para ver quién era. Según las costumbres de Yorkshire Falls, no era normal presentarse en casa de alguien casi a medianoche.

Volvió a dejar el libro encima de la mesa y se acercó a la puerta.

– ¿Quién es?

– Roman. Abre.

El corazón le dio un vuelco.

– Es tarde. -Y no estaba de humor para más discusión.

Él golpeó la puerta una vez más.

– Venga, Charlotte. Déjame entrar cinco minutos. -Hablaba con voz profunda y seductora.

Charlotte se apoyó en la puerta y, a pesar de que ésta los separaba, se acaloró.

– Lárgate.

– No hasta que hablemos.

– Pásate por la tienda por la mañana. -Cuando Beth estuviera por allí como barrera, pensó Charlotte.

Roman dio un puñetazo en la puerta a modo de respuesta.

– Vas a despertar a los vecinos.

– Entonces déjame entrar.

– Ojalá pudiera -repuso, demasiado bajo como para que él la oyera. No podía permitirle entrar en su pequeño apartamento de ninguna de las maneras, porque la abrumaría con su presencia, su olor, su esencia. Apoyó la mejilla contra el yeso frío, pero no le supuso ningún alivio al calor interno que él le provocaba.

De repente, en el exterior se hizo el silencio y, aunque era lo que le había dicho que quería y debería sentirse aliviada, a Charlotte le decepcionó que se hubiera dado por vencido con tanta facilidad. Regresó junto a la mesa, pero el libro que antes le había resultado atractivo no hizo más que recordarle el dolor que sentía. De repente oyó un estrépito procedente del exterior, el sonido de unos pasos en la escalera de incendios.

Era obvio que Roman no se daba por vencido con tanta facilidad como había pensado. El corazón se le aceleró y se notó el pulso en la garganta seca. Se quedó mirando cómo Roman llegaba a su rellano y se agachaba para poder pasar su corpulenta envergadura por el marco de la ventana. Entró en el apartamento de Charlotte y se enderezó.

Le parecía imponente siempre que lo veía, pero en su pequeño apartamento, su corpulencia y su magnetismo le resultaban abrumadores. Tragó saliva mientras se preguntaba qué querría y si tendría fuerzas suficientes para resistir el tira y afloja que tanto le gustaba a él.

Capítulo 6

Charlotte permaneció de pie, con los brazos en jarras, y observó a Roman con cautela. Él se sentía como una mierda, y suponía que realmente lo era, teniendo en cuenta todo lo que había ocurrido entre ellos desde su regreso e incluido el hecho de que acababa de entrar a la fuerza en su apartamento.

Tras marcharse del baile había estado merodeando frente al edificio de Charlotte un buen rato. Cuanto más tardaba ella en llegar, más se le desbocaba la imaginación, hasta que se había visto obligado a reconocer que, cuando se trataba de Charlotte, no controlaba sus sentimientos. El hecho de que llegase por fin, y sola, no lo había tranquilizado. Aunque Rick hubiera respetado los límites fraternales, Charlotte no pertenecía a Roman en absoluto.

Por muy posesivo que se sintiera, tenía que dejarlo estar. El rato que había pasado esa noche, caminando arriba y abajo, le había brindado la oportunidad de pensar, y Roman sabía exactamente qué tenía que decirle a Charlotte. El problema era que no sabía por dónde empezar.

– Es muy raro que estés tan callado, teniendo en cuenta que acabas de entrar a la fuerza en mi apartamento -declaró ella finalmente.

– No he entrado a la fuerza…

– Yo no te he abierto la puerta, así que ¿cómo lo llamas a irrumpir por la ventana?

– Hacer una visita. -Se quedó callado y se pasó una mano por el pelo-. Está claro que no estás de humor para hablar conmigo así que ¿qué te parece si me escuchas?

Charlotte se encogió de hombros.

– Estás aquí. Cuanto antes hables, antes te marcharás.

Ahora que había entrado en el santuario, lo último que quería era marcharse. El apartamento era coqueto y femenino, como Charlotte. Se fijó en las paredes blancas, los ribetes amarillos, la tapicería floreada, y aunque se suponía que debería sentirse fuera de lugar rodeado de tanta feminidad, se sintió en cambio intrigado y excitado. El periodista que había en él quería profundizar, saber más. El hombre que era se limitaba a desearla.

Verla con aquel exiguo vestido sin mangas hizo que sus venas bombearan más adrenalina. Aunque era obvio que era cómodo e informal, resultaba sumamente sensual. El blanco inmaculado de la tela contrastaba con su cabello negro y desgreñado. A pesar de ser un color que simboliza la inocencia, la envoltura blanca conjuraba pensamientos que no tenían nada de puro.

Pero no estaba allí para embarcarse en la danza sensual que tan bien conocían, sino para explicar sus sentimientos, algo que Roman Chandler nunca había hecho, por lo menos no con una mujer. Pero Charlotte no era una mujer más. Nunca lo había sido.

Y merecía saber que su marcha atrás no tenía nada que ver con sus sentimientos y sí con sus diferencias; y con el hecho de que él respetaba las necesidades de ella.