– ¿Qué demonios está pasando? -preguntó Charlotte. Precisamente la noche anterior había mostrado su preocupación ante la posibilidad de perder clientela y ahora tenía un aluvión de mujeres que querían comprar las mismas bragas objeto de los robos. A ese paso, se iba a pasar haciendo ganchillo los nueve meses que faltaban hasta Navidades.
– ¿Has leído el periódico matutino? -preguntó Lisa Burton, ex compañera de clase de Charlotte y convertida en respetable maestra.
Charlotte negó con la cabeza. Se había despertado más tarde de lo habitual porque había pasado una noche desasosegada, con sueños febriles protagonizados por ella y Roman.
– No he tenido tiempo ni de leer el periódico ni de tomar un café. ¿Por qué?
A Lisa le brillaban los ojos de la emoción cuando le tendió un ejemplar del Gazette.
– Si hubiese un hombre en este pueblo que te gustaría que entrara en tu casa a robarte las bragas, ¿quién sería?
– Pues…
Antes de que Charlotte tuviera tiempo de contestar, Lisa se respondió a sí misma:
– Uno de los Chandler, por supuesto.
Charlotte parpadeó.
– Por supuesto. -Roman era el único Chandler que le interesaba, pero no pensaba decirlo.
Y no hacía falta que le robara las bragas, ella misma se las daría encantada…, igual que la mitad de las mujeres del pueblo, por lo que parecía. Recordó el relato de los hermanos sobre el robo de la noche anterior y la acusación contra Roman. Chase había dicho que lo iba a publicar.
– ¿Qué dice el periódico exactamente? -preguntó a su amiga-. Cuéntamelo todo.
Al cabo de media hora, Charlotte había cerrado la puerta con llave porque necesitaba un respiro. Contaba con una lista de mujeres que querían comprar sus bragas, muchas de las cuales deseaban atraer a Roman Chandler a su casa.
– Tengo ganas de vomitar. -Charlotte se desplomó en una silla detrás del mostrador. Dejó a Beth organizando y poniendo orden en la tienda después de la locura de la mañana mientras ella hacía una copia de la lista de nombres para entregarla a la policía.
No sólo habían recibido pedidos de los artículos más caros de la tienda, sino que también habían vendido otras cosas mientras las mujeres esperaban: saquitos perfumados para el interior de los cajones, perchas para lencería y otras prendas de vestir. Había sido el día con más ventas desde la apertura del negocio, y ni siquiera eran las doce del mediodía. Pero en vez de sentirse satisfecha, Charlotte se sentía incómoda.
Le desagradaba ganar dinero gracias a la fama de mujeriego de Roman. Los celos la consumían al pensar en todas las mujeres que habían pronunciado su nombre en la tienda. Le molestaba que le recordaran a la cara qué y quién era: un trotamundos mujeriego. Y ella había aceptado ser una de sus conquistas, hasta que se marchara del pueblo. Charlotte se estremeció, aunque nada de lo que había pasado ese día le hacía cambiar de opinión sobre el rumbo que ella y Roman habían elegido.
Miró el periódico que Lisa había dejado y negó con la cabeza. Roman era muchas cosas, soltero empedernido y trotamundos, pero no un ladrón. Y no creía ni por asomo que estuviera detrás de los robos. La idea era ridícula, y el hecho de que mujeres adultas se hubieran tragado esa suposición la dejaba anonadada. Estaban forjándose una idea fantasiosa en torno a la acusación. En torno a él.
Charlotte comprendió el deseo de hacer tal cosa, pero también sabía a ciencia cierta que las fantasías no se materializan, y que la realidad es siempre mucho más dura.
Roman procuró agotarse con flexiones y una carrera antes de ducharse, vestirse y dirigirse a la redacción del Gazette. Esperaba eliminar así la fuerte tentación que sentía de darle un puñetazo a su hermano mayor por bocazas. Como reportero, Roman respetaba la verdad, pero en ese caso imaginaba que debía de haber una forma mejor de abordar los cotilleos del pueblo que otorgándoles credibilidad publicándolos. Los dichosos habitantes de aquel pueblo tenían más memoria que un elefante.
Fue en coche por First Street con las ventanillas del coche bajadas para que el aire fresco lo despertara y tranquilizara. Aminoró la marcha al pasar junto a El Desván de Charlotte. Había mucha gente congregada en el exterior, lo cual lo sorprendió, teniendo en cuenta que a Charlotte le preocupaba que los robos afectaran negativamente al negocio.
Tenía muchísimas ganas de verla. Pero gracias al periódico matutino y a su nueva notoriedad, Roman debía mantenerse alejado de la tienda de Charlotte. El sitio del que salían las bragas birladas era el último lugar en el que Roman Chandler podía dejarse ver.
Detuvo el coche en un semáforo de la salida del pueblo. Un sedán gris se paró en el carril de al lado. Echó una mirada cuando el conductor bajó la ventanilla del copiloto. Roman vio que era Alice Magregor. Su pelo ya no tenía la forma de un casco ahuecado, sino que lo llevaba desgreñado como la melena de un león. De todos modos, Roman consiguió dirigirle una sonrisa amistosa.
Alice cogió algo del asiento del copiloto, levantó la mano y lo blandió en el aire antes de dar dos bocinazos y marcharse.
Roman parpadeó. Cuando el semáforo se puso en verde, cayó en la cuenta: Alice le acababa de enseñar unas bragas. Le había planteado el reto femenino por antonomasia: «Ven a por mí, chicarrón».
Justo cuando acababa de llegar a la conclusión de que sólo quería a una mujer, las solteras de Yorkshire Falls habían decidido abrir la veda. Roman soltó un fuerte suspiro al darse cuenta de lo que le esperaba de la población femenina de la localidad. En sus años mozos habría agradecido tanta atención. Ahora lo único que quería era que lo dejaran en paz.
Menudo método más estrambótico para embarcarse en una cruzada para conquistar a Charlotte, pensó Roman, y sintió un deseo renovado de aporrear a su hermano mayor. No cabía la menor duda de que el acto de Alice era fruto del artículo del Gazette. Aunque Roman sabía que Whitehall era una fuente tendenciosa, esa mañana, mientras se tomaba el café, todo el pueblo había recordado la jugarreta de Roman.
Al cabo de cinco minutos, aparcó frente a la redacción del Gazette y caminó hasta la entrada. Se paró en los buzones, marcados individualmente con las distintas secciones del periódico. Aquéllos todavía no estaban llenos, pero el de la sección de Local estaba más cargado de la cuenta debido a que el redactor estaba con su mujer y su hijo recién nacido. Roman cogió la información de ese buzón con la intención de escribir durante un par de horas para que así Ty pudiera pasar más tiempo con su familia.
Roman se dijo que se implicaba en el negocio del Gazette como favor a un viejo amigo. Estaba clarísimo que los actos de Roman no estaban motivados por el deseo de ayudar a su hermano mayor.
Entró en el edificio.
– Hola, Lucy -saludó a la recepcionista, que era un elemento tan fijo en aquel lugar como los cimientos. Había empezado trabajando para su padre y ahora continuaba con Chase. Tenía un don de gentes y una capacidad de organización de los que ningún director de periódico podía prescindir.
– Hola, Roman. -Le hizo una señal con el dedo para que se acercara.
– ¿Qué pasa? -preguntó él al aproximarse.
Lucy volvió a encoger el dedo y él se inclinó hacia ella.
– ¿Qué haces con las bragas que birlas? -le preguntó con un susurro-. Puedes contármelo. ¿Ahora te ha dado por el travestismo? -Le guiñó un ojo y soltó una carcajada.
Roman puso los ojos en blanco al recordar, demasiado tarde, que también tenía un sentido del humor muy pícaro.
– No tiene gracia -masculló Roman.
– Si te sirve de consuelo, Chase no quería publicarlo… pero no tuvo más remedio. Puede decirse que Whitehall puso en duda su integridad periodística si no lo publicaba por ser tu hermano.