– Es lo que temo ser. -Nada de mentiras, se recordó Charlotte, y bajo la protección de la oscuridad admitió su mayor miedo. Quería que Roman lo supiera.
– La curiosidad por lo desconocido te vuelve inteligente, no superficial.
– ¿Y si la necesidad de ver esos lugares o hacer esas cosas te retiene lejos de casa? -inquirió-. Lejos de las personas que te quieren.
Roman prestó atención a sus palabras. Tal vez hablara de él, aunque intuía que estaba revelando sus miedos más íntimos.
– Te refieres a tu padre, ¿no?
– Es una pregunta retórica. -Charlotte seguía mirando hacia la ventanilla.
Roman le tocó el mentón con la mano y le giró la cabeza.
– El problema no fue que quisiera vivir en Los Ángeles ni ser actor, sino su poca disposición para estar a la altura de sus responsabilidades, y el hecho de que parece estar emocionalmente desconectado de su familia. Fue lo que él eligió. Tú elegirías otras cosas porque eres distinta.
Charlotte se encogió de hombros.
– Mi padre, mis genes. Nunca se sabe.
– También tienes los genes de tu madre, y ella es una persona muy casera. -Más bien una reclusa, aunque no lo dijo-. Seguramente eres una combinación de ambos. -«De lo mejor de los dos», pensó-. Entonces ¿qué otro motivo tienes para temer tanto esos deseos secretos?
Charlotte no respondió.
Roman tenía la corazonada de que la genética no era lo que preocupaba a Charlotte. Sólo era una tapadera. El sabía de sobra que ella no era ni egoísta ni una réplica de su padre, y ella también lo sabía, aunque era normal que alguien que estuviese resentido con su padre temiese ser como él. Charlotte era lo bastante inteligente como para mirar en su interior y ver la verdad.
– No eres más superficial que los libros que había en la mesa.
– No eres imparcial. -Charlotte esbozó una sonrisa.
– Eso no es una respuesta. Venga ya, Charlotte. Has vivido en Nueva York y te gustan mucho los libros sobre países extranjeros. Deseas viajar, pero te niegas a admitir que eso te haría feliz. ¿Por qué?
– ¿Y si la realidad me decepciona?
Roman pensó que Charlotte ya se había llevado demasiados chascos en la vida, pero él estaba a punto de cambiar eso.
– Si pudieras estar en cualquier lugar ahora mismo, ¿cuál escogerías?
– ¿Aparte de aquí contigo?
Roman sonrió.
– Buena respuesta. -Sin pensarlo dos veces, se inclinó hacia ella y rozó sus cálidos labios con los suyos. Charlotte sintió un escalofrío inconfundible y su cuerpo reaccionó poniéndose tenso.
– Creo que ha llegado el momento de que te enseñe dónde está ese «aquí». Daré la vuelta para guiarte.
Roman se levantó del asiento, rodeó el coche hasta su lado y la ayudó a salir. La llovizna, la niebla y las nubes que los rodeaban contribuían al ambiente casi melancólico del lugar que había escogido. Esperó a que estuviese frente al destino final para quitarle la venda.
– Echa un vistazo.
Mientras Charlotte se fijaba en el entorno, Roman la observaba. El pelo negro como el azabache, despeinado por la venda y la intemperie, se le arremolinaba sobre los hombros y alrededor de la nuca. Se sujetó el pelo con una mano y dejó la nuca al descubierto. El sintió el abrumador impulso de mordisquear aquella piel blanca, pero logró contenerse y se limitó a mirar.
Charlotte parpadeó, entrecerró los ojos y arrugó la nariz mientras examinaba aquel lugar.
– Parece una granja.
– En realidad es un establo reformado. Está bastante aislado y dispone de unas vistas maravillosas de los montes Adirondack. Nos hemos perdido la puesta de sol, pero podremos disfrutar del amanecer.
Charlotte dio un paso hacia adelante, con ganas de ver más detalles.
– Espera. -Roman recogió el equipaje del maletero. Charlotte había llevado poca cosa, algo que no sólo le sorprendió, sino que, aunque pareciese absurdo, le hizo pensar que se llevaría mejor con ella, o que ella entendería su modo de vida de una forma que él no habría esperado.
Puesto que no sabía cómo interpretar esos sentimientos, se situó a su lado.
– No es un castillo escocés, pero tendrás la impresión de haber salido del mundo real. Te prometo que no te decepcionará.
Charlotte se volvió hacia él.
– Eres perspicaz e intuitivo. Supongo que son rasgos que forman parte de ti porque eres reportero. Lo que no sé es si esto te beneficiará a ti o a mí.
Roman no se sintió insultado. Charlotte estaba pensando en su padre y por ello tenía la necesidad de buscar motivos ocultos en la actitud de Roman. Él lo comprendía, y no le importaba responder.
– Salir de la ciudad nos beneficia a los dos, traerte conmigo me beneficia a mí, y elegí este lugar en concreto para ti, cariño.
– Crees que me tienes calada. -Charlotte se mordió el labio inferior.
– ¿Y no es así? -Roman extendió un brazo y señaló la montaña-. ¿No te gusta esta escapada repentina? ¿Este paraje no te recuerda esos lugares que te gustaría ver pero que nunca has tenido la oportunidad de visitar?
– Sabes de sobra que sí. Es evidente después de observar con atención mi apartamento o analizarme con tu instinto de reportero, pero eso no significa que lo sepas todo. Todavía quedan muchas cosas ocultas.
– Me muero de ganas por descubrir el resto de tus secretos. Charlotte frunció los labios lentamente hasta formar una sonrisa pícara.
– ¿Y a qué esperas? -le retó, tras lo cual giró sobre los talones y se encaminó hacia la casa, aunque el efecto de su salida majestuosa quedó empañado por el andar titubeante, por culpa de los tacones altos, sobre el terreno sin pavimentar del aparcamiento.
Charlotte y Roman disfrutarían, por acuerdo y necesidad, de una aventura breve. «Aventura» era la palabra clave. Por mucho que le gustara confiar en él y escuchar su voz tranquilizadora y sus palabras comprensivas, no quería malgastar el poco tiempo que tenían hablando.
Y menos cuando podían dedicarse a cosas más apasionantes y eróticas, cosas que recordaría con cariño y que le servirían para demostrar que se valía por sí misma y que era más fuerte que su madre. Podría tomar lo que deseara y marcharse en lugar de esperar a que él regresara y diera sentido a su vida. Seguiría sola y entera, por mucho que le echase de menos.
Para cuando Charlotte hubo entrado en la granja reformada, que tenía el modesto nombre de The Inn, el entusiasmo era su único acompañante.
Una pareja mayor salió a recibirlos.
– Bienvenido, señor Chandler.
– Roman, por favor.
La mujer, con vetas de pelo cano y ojos brillantes, asintió.
– Pues Roman será. ¿Sabes que te pareces a tu padre?
Roman sonrió.
– Eso dicen.
– ¿Conoce a tus padres? -preguntó Charlotte, sorprendida.
– Mamá y papá pasaron aquí la luna de miel.
Lo dijo con toda naturalidad, pero a Charlotte no le pareció tan normal. La había llevado al lugar donde sus padres habían pasado su noche de bodas. Vaya.
– Ya lo creo que la pasaron aquí. Soy Marian Innsbrook, y él es mi marido, Harry.
Charlotte sonrió.
– Entonces eso explica el nombre de este lugar.
– Fácil de recordar por si alguien quiere volver -repuso Harry.
Charlotte asintió.
Roman se colocó junto a ella y le puso la mano en la zona baja de la espalda. Aquel contacto hizo que la agitación que había sentido al entrar en The Inn se convirtiera en excitación pura y dura. La embargó una sensación de calidez, de pesadez en los pechos, y una palpitación inconfundible entre las piernas. Todo ello resultaba inapropiado en aquel momento y lugar, pero pronto estarían a solas, y pensaba despojarse no sólo de la ropa sino también de las inhibiciones.
Ajeno a los estragos que había causado en el cuerpo de Charlotte, Roman sonrió a los Innsbrook.