– Les presento a Charlotte Bronson.
Charlotte les sonrió mientras Roman y ella les estrechaban las manos. Charlotte miró alrededor para admirar la ambientación y el encanto europeos que destilaba The Inn. Techos con vigas de madera y paredes revestidas con paneles. «Cómodo» y «hogareño» eran las palabras más apropiadas.
«Vacío» fue otra palabra que pasó por su cabeza. No había nadie más.
– ¿Lo regentan ustedes?
Marian asintió.
– Pero está muy tranquilo en esta época del año. Aunque estamos a apenas una hora de Saratoga, todavía se notan los momentos de calma entre las escapadas de invierno y la temporada de carreras. Me alegro de que hayáis podido encontrar sitio con tan poca antelación.
– Y se lo agradecemos -repuso Roman.
– Con mucho gusto. Y ahora vamos a acomodaros.
Tras subir un pequeño tramo de escalera y recorrer un pasillo estrecho, Marian Innsbrook los condujo hasta una habitación tenuemente iluminada.
– Aquí está el salón. El dormitorio está arriba. Hay televisión por cable, y el termostato para controlar la temperatura es éste. -Se dirigió hacia la pared del fondo y les explicó el funcionamiento del sistema-. El desayuno se sirve a las ocho, y os podemos despertar a la hora que queráis. -Se dispuso a salir de la habitación.
– Gracias, señora Innsbrook -le dijo Charlotte.
– Llámame Marian, y no hay de qué.
Roman la acompañó hasta la puerta y poco después la cerró con fuerza. Estaban solos.
Roman se volvió y apoyó la espalda en la puerta.
– Creía que nunca se marcharía.
– Ni dejaría de hablar. -Charlotte sonrió-. Aunque me caen bien.
– Han estado en contacto con mi madre todos estos años, e incluso acudieron al funeral de papá.
– Qué detalle.
– Son buenas personas. -Se encogió de hombros-. Y mamá y papá venían todos los años para celebrar su aniversario.
Sus miradas se encontraron, la de ella oscura y apremiante, y se miraron de hito en hito hasta que él la apartó.
– No sé qué decir -admitió Charlotte.
Roman comenzó a acercársele.
– Se me ocurre que podríamos hacer muchas cosas más interesantes que hablar. -Se detuvo delante de ella.
La fragancia almizcleña de Roman le despertó un deseo tan intenso que las rodillas le cedieron y tragó saliva.
– ¿Y por qué no me las enseñas?
Roman emitió una especie de gruñido sordo que también revelaba su deseo. Instantes después, la tenía entre los brazos, la llevó escaleras arriba y la tumbó en la enorme cama de matrimonio, tras lo cual la besó con fuerza.
Había estado esperando lo que desconocía: ese beso intenso, exigente, que nunca acababa y que le producía oleada tras oleada de deseo carnal que le recorrían el cuerpo a la velocidad de la luz. Los labios de Roman eran implacables, aplastaban los suyos, y aquella embestida fogosa y húmeda avivó su interior.
Cogió la cara de Roman entre las manos y le pasó los dedos por el pelo, deleitándose con la suavidad sedosa, toda una contradicción con el cuerpo masculino y duro que tenía encima. Roman le recorrió la mejilla con la boca y luego descendió por el cuello, donde se detuvo para mordisqueárselo.
– Cuando te recogí y vi que llevabas este jersey escotado, no paraba de pensar en saborearte -le susurró al oído con voz sensual.
El deseo de Roman intensificó la lujuria y el valor de ella. Arqueó la espalda, apoyó el cuerpo en el colchón y empujó sus pechos deseosos y sus pezones endurecidos contra el pecho de Roman, para así ofrecerle todo el cuello.
– ¿Y bien? ¿Tengo un sabor tan bueno como imaginabas? Roman emitió otro de aquellos gemidos que tanto la excitaban y le hundió más los labios en la piel.
La sensación tirante de los dientes contra la carne encontró una respuesta entre sus piernas, el lugar que estaba y siempre había estado vacío…, y que lo estaría hasta que Roman lo llenase.
Roman se colocó mejor sobre ella, con la entrepierna caliente y pesada entre sus muslos. La tela vaquera era una barrera infranqueable, pero Charlotte sentía el peso y la fuerza de Roman, presionándola, buscando una entrada. Su cuerpo se agitaba debajo de él, quería algo más que las arremetidas de los cuerpos vestidos. Aunque nunca lo admitiría en voz alta, su cuerpo le recordaba lo que había intentado olvidar: llevaba toda la vida esperando a aquel hombre. Y ahora era suyo.
Y ella también era de él. Las grandes manos de Roman parecían apoderarse de ella mientras le recorría el cuerpo con las palmas, deteniéndose sólo alrededor de los pechos, para cubrirlos con sus manos, sentir su peso y acariciar luego los pezones con los pulgares. Dejó escapar un gemido que a ella misma la sorprendió.
Roman se irguió apoyándose en las piernas.
– No te imaginas el efecto que tienes en mí.
Charlotte soltó una carcajada convulsiva.
– Créeme, me lo imagino en parte.
Cuando Roman alargó la mano hacia la cintura elástica de sus pantalones, ella respiró hondo y esperó a que se los bajara de un tirón y se los quitara.
Sin embargo, se detuvo.
– En cuanto a la protección…
En la mayoría de los casos, hablar de ese tema le quitaba las ganas. Con Roman, se trataba de una dilación que ella no quería.
– Tomo la píldora -admitió Charlotte.
Los ojos de él brillaron de sorpresa y luego se iluminaron con el destello inconfundible del deseo. Charlotte se preguntó si estaría pensando lo mismo que ella, que lo único que imaginaba era a Roman en su interior, carne contra carne, sin barreras de por medio.
– Pero… -Charlotte era demasiado lista como para despreocuparse de otros temores.
A Roman se le tensó un músculo de la mandíbula, prueba de lo que le costaba contenerse.
– ¿Qué? -preguntó con una voz más suave de lo que ella lo hubiese creído capaz en momentos así.
– Ha pasado mucho tiempo desde la última vez, y las pocas veces que yo…, usábamos protección. -Desvió rápidamente la mirada hacia la pared de color crema de la izquierda, escandalizada por el contenido íntimo de la conversación. De todos modos, no existía nada más íntimo que el paso que estaban a punto de dar.
Roman respiró hondo y Charlotte se preguntó si sus palabras le habrían sorprendido o incluso asustado. A los hombres no les gustaba pensar que una mujer se entregaba tan a fondo en una sola noche. Pero ella y Roman ya habían hablado del tema y sabían de qué iba el asunto.
– No temas, no soy promiscuo.
Al oír su voz, Charlotte volvió a mirarlo, temiendo el final de lo que todavía tenía que empezar.
– Tengo cuidado -prosiguió Roman-, y antes de viajar al extranjero me hago todos los análisis de sangre imaginables. -Se produjo un silencio incómodo-. Y eso que nunca antes me había preocupado tanto lo que pudiera pensar una mujer, así que no me dejes en suspenso.
Charlotte sintió un peso en el pecho y que se le formaba un nudo en la garganta al notar las muñecas de él entre sus manos, pero se negó a dejarse vencer por las emociones, no cuando el deseo era tan intenso y envolvente.
– Deja de hablar y hazme el amor, Roman, o podría tener que…
Roman la interrumpió bajándole los pantalones con un movimiento rápido, y Charlotte sintió el aire fresco en los muslos.
– Me gustan los hombres que escuchan. -De hecho, Roman le gustaba mucho. Más de lo aconsejable, pensó mientras se quitaba los pantalones.
Roman se levantó para desvestirse y Charlotte se quitó el jersey. Roman volvió a la cama desnudo y esplendoroso. La piel morena complementaba su pelo negro; los ojos azules se habían oscurecido de deseo… por ella.
– Me gustan las mujeres que no temen decirme lo que quieren. -Le colocó las manos en los muslos y le separó las piernas-. Las mujeres que no temen su propia sensualidad. -El rostro se le iluminó mientras observaba el sujetador y las bragas azules-. ¿A que no sabes cuál es mi color favorito? -le preguntó.