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– Annie, vamos a por un poco de limonada. La he preparado yo misma, y está deliciosa.

– Pero… -El pánico se apoderó de Annie, como si temiera que durante su breve ausencia Russell fuera a desaparecer de nuevo.

Observar a Annie le permitió a Roman comprender mejor los miedos de Charlotte. No se parecía en nada a su insegura madre, pero resultaba obvio que le había inculcado un temor, el de volverse tan necesitada, patética y cerrada en sí misma como ella.

Él quería proteger a Charlotte del dolor y cuidarla toda la vida, pero ella lo apartaría antes de que tuviera tiempo de hacerle daño. La mera idea le estremeció el alma.

Porque la quería.

La quería. La verdad se asentó en su corazón y le calentó esos lugares que siempre habían estado fríos.

Admiraba el fiero deseo de luchar por su individualidad, de no acabar como su madre. Admiraba el negocio que había creado sola, en un pueblo que no estaba preparado para ello, y cómo se había ganado a los habitantes de todos modos. Le gustaba que viera lo mejor de él incluso cuando no se lo merecía. Le gustaba al completo.

Presenciar su mayor miedo de primera mano lo obligó a reconocer sus sentimientos, sentimientos que tendrían que subordinarse a las necesidades de Charlotte si no quería perderla para siempre. Tenía que decírselo, pero debía hacerlo en el momento adecuado.

No tenía ni idea de cuándo sería ese momento. La familia de Roman no era precisamente un buen ejemplo de relaciones funcionales. Chase salía con los tipos solteros del periódico, bebía cerveza, hablaba de deportes y se acostaba con alguna que otra mujer sin comprometerse a nada. Rick rescataba mujeres, ahora mismo jugaba al Príncipe Azul con Beth Hansen hasta que superara su ruptura y fuera capaz de seguir adelante con su vida. Entonces Rick haría otro tanto e iría a por la siguiente mujer.

Roman negó con la cabeza, sabía que no tenía ningún modelo de conducta que imitar. Sólo contaba consigo mismo.

– Nada de peros -intervino Eric dirigiéndose a Annie en un tono conciliador y autoritario a partes iguales-, insisto en que pruebes la limonada de Raina. Además, se supone que ella no debería pasar mucho tiempo de pie, y te agradecería que la acompañaras de vuelta a la manta hasta que yo regrese.

– Venga, Annie. -Russell le dio un golpecito en el brazo y se soltó de ella.

En cuanto el trío hubo desaparecido, Roman se dirigió al padre de Charlotte.

– No tengo mucho tiempo.

– Lo sé, pero deberías saber que la vida es más complicada de lo que todos vosotros -Russell agitó el brazo en el aire y señaló hacia el campo de béisbol y al público-… creéis.

Roman no vio en aquella expresión apenada al actor ensimismado que había abandonado a su familia por la fama y la fortuna. Más bien a un hombre envejecido que había perdido muchas cosas. Roman dejó escapar un gruñido.

– Nosotros no tenemos que entender nada, es su hija quien debe hacerlo. -Miró a Russell de hito en hito-. Si de veras le importa, espero que se tome el tiempo y la molestia de demostrarlo.

– Tendría que estar dispuesta a escucharme.

Roman se encogió de hombros.

– Encuentre el modo de que lo haga. -Tras fulminarlo con la mirada, Roman se alejó corriendo del aparcamiento con la intención de seguir su propio consejo.

– Ha llegado el momento, Annie. -Russell Bronson se sentó en la manta que le había prestado Raina Chandler. Después de que los cuatro hubieron hablado, Eric había llevado a Raina a casa y había dejado a Russell y a Annie a solas. Russell recordaba a Raina como a una buena vecina, una buena madre para sus tres hijos y amiga de su esposa. Obviamente, las cosas no habían cambiado.

Y ése era el problema, pensó Russ. Nada había cambiado. Desde el día en que se había casado con Annie Wilson, la chica de la que se había enamorado en el instituto, hasta entonces, todo seguía igual en el mundo de Annie.

Ésta cruzó las piernas y observó a los jugadores.

– No estoy segura de que sirva de algo -dijo finalmente.

Russ tampoco lo estaba, pero al menos podían intentarlo. Russell rebuscó en el bolsillo el papel que le había dado el doctor Eric Fallón. Antes de despedirse, Eric había hablado con ellos como médico. Les había dicho que Annie estaba deprimida. Clínicamente deprimida.

¿Por qué Russell no se había dado cuenta antes? Lo más cómodo sería decir que porque no era médico, pero era lo bastante hombre como para reconocer sus defectos. Era egoísta y egocéntrico. Sus deseos siempre habían primado por encima de todo. Nunca se había parado a pensar por qué Annie hablaba y se comportaba como lo hacía. La había aceptado, del mismo modo que ella lo había aceptado a él.

Depresión, volvió a pensar. Algo de lo que Charlotte sí se había percatado, y por eso había llamado al doctor Fallón. Ahora Russell tenía que lograr que Annie buscase ayuda profesional. En silencio, agradeció a su hermosa y terca hija que se hubiese dado cuenta de lo que él no había visto.

Su hija. Una mujer con una combinación de desdén, miedo y vulnerabilidad en la mirada. El había causado esas emociones y se despreciaba por ello. Pero ahora tenía la oportunidad de enmendar muchos errores, empezando por Annie y acabando con su hija.

Annie no había respondido a su comentario, pero había llegado la hora. Lo haría aunque tuviera que obligarla, pensó Russell.

– ¿Qué siente Charlotte por Roman Chandler?

Annie ladeó la cabeza. El pelo le rozó los hombros y Russell sintió la necesidad de pasar los dedos por aquellos mechones negros como el azabache. Siempre le entraban ganas de hacerlo.

– Lo mismo que yo por ti. Charlotte está destinada a repetir la misma historia. Roman irá y vendrá. Y ella permanecerá aquí esperándolo. Lo llevamos en los genes -declaró con toda naturalidad, como si esa posibilidad no le molestase lo más mínimo. Era demasiado complaciente y él se había aprovechado de eso, pensó Russell.

Tanto si hubiera sabido que estaba clínicamente deprimida como si no, Russell se habría aprovechado de su complacencia para ir y venir a su antojo.

No podía cambiar el pasado, pero no quería ese futuro para su hija.

– No estoy de acuerdo -dijo rebatiendo el comentario de Annie sobre Charlotte y Roman-, creo que está destinada a acabar sola, porque rechazará a cualquier hombre que no acepte quedarse en Yorkshire Falls.

Annie negó con la cabeza.

– Si estás en lo cierto, al menos no tendrá que pasarse la vida esperando a que él vuelva y sentirse viva sólo durante sus visitas.

Russell miró a su esposa, pensó en su pasado y en su futuro juntos. Había creído que, al quedarse en el pueblo, Annie sería feliz, pero se sentía desgraciada. Aunque hubiese sido lo que ella había elegido.

– Tanto si espera los regresos esporádicos de Roman como si le da la espalda y acaba sola, no será bueno para ella. Y tú lo sabes muy bien.

Annie apoyó la cabeza en el hombro de Russell.

– Ahora no me siento sola. -Suspiró, y él sintió el aliento cálido en el cuello.

No, pensó Russell, Annie lo aceptaba todo y a él le faltaba poco para odiar esa idea. Annie lo aceptaba todo. Hiciera lo que hiciera y fuese cual fuera la vida que le ofreciera. Una vez él creyó que podrían ser felices, pero esa ilusión se hizo añicos rápidamente. Lo único que podía hacer feliz a Annie era que él renunciase a todo y se quedase en Yorkshire Falls. E incluso así, una parte de Russell siempre había sospechado que ésa no era la solución. Aunque daba igual.

Nunca había sido capaz de renunciar a su vida por ella, y tampoco había logrado que Annie se marchara de aquel pueblo. Se había comprometido con ella, pero cada uno había escogido su forma de vivir. No podía decir que hubieran sido felices, pero, al menos, seguían adelante. La quería tanto como la había querido al principio. Pero no le había hecho ningún favor a nadie dejando que ella se saliese con la suya.