El se la estrechó.
– Thomas Scalia, pero puedes llamarme Tom. -Hablaba con Charlotte pero sin dejar de mirar con admiración a Beth, que se había sonrojado.
Charlotte observó su interacción sin palabras con una mezcla de diversión y de anhelo por Roman. Le echaba de menos con una desesperación que no sabía que fuera capaz de sentir y que hacía que su último encuentro y las palabras hirientes que habían intercambiado parecieran triviales. Pero jugarse algo a cara o cruz no tenía nada de trivial, ni tampoco los sentimientos de Roman con respecto al compromiso. Aunque Charlotte hiciera las paces con sus propios fantasmas, no existían garantías de que él quisiera establecerse en un lugar concreto. Sobre todo ahora que había vuelto a marcharse de viaje.
– ¿En qué puedo servirte? -La voz de Beth sonó un poco grave y devolvió a Charlotte al presente.
– Vaya preguntita. -Thomas se inclinó hacia ella.
Beth toqueteaba el cuenco de chocolates del mostrador. Le tembló la mano al coger uno de los huevos de chocolate. Charlotte observó anonadada cómo Beth, una consumada mujer coqueta supuestamente serena, se introducía un huevo con envoltorio y todo en la boca con la misma mano temblorosa.
– Admiro a las mujeres que se lo comen todo sin pensar en las calorías o en el peso -aseveró Thomas con una sonrisa picara.
Beth escupió el chocolate y ocultó el rostro entre las manos.
Charlotte contuvo la risa. Al parecer, hasta la seductora más experta se ponía nerviosa delante de algunos hombres.
– Qué vergüenza -se lamentó Beth con la voz amortiguada entre las manos juntas.
Esta vez Charlotte sí que se rió por lo bajo. Thomas susurró a Beth algo obviamente íntimo en el oído. Para ellos dos no existía nadie más en el mundo. Charlotte pensó que había llegado el momento de desaparecer.
Consultó su reloj. Las cuatro y media de la tarde.
– ¿Sabes qué? Hoy la tienda está tranquila. ¿Por qué no cerramos y nos marchamos temprano?
– Perfecto -le dijo Thomas a Beth-. Confiaba en convencerte para ir a cenar. Por supuesto tú también estás invitada, Charlotte -añadió educadamente, aunque ella advirtió la reticencia de su tono y sonrió.
Beth le dedicó una mirada de súplica. Oh, no. De ninguna manera iba a ser la tercera en discordia al comienzo de un romance. Dejaría que ellos dos pusieran de manifiesto su torpeza solitos. Charlotte tocó la mano de su amiga para darle ánimos. Beth podía ir tranquilamente a cenar con él, siempre y cuando no se le olvidara desenvolver antes las porciones de mantequilla.
Charlotte se obligó a negar con la cabeza y empezó a recoger sus cosas.
– Gracias, pero tengo otros planes -mintió-. Sin embargo, Beth está libre. Me lo ha dicho esta tarde. -Charlotte notó la mirada asesina de su amiga, pero no le importaba. Charlotte tenía problemas más acuciantes-. Ya cerraré yo.
– Ni hablar. Vete para arriba -dijo Beth-. Ya cerraré yo al marcharme.
Beth quería ganar tiempo. Charlotte conocía bien esa táctica. Estaba claro que Beth se figuraba que ella y su Romeo estarían más seguros en la tienda que solos en cualquier otro lugar. No imaginaba la de escenas eróticas que podían tener lugar en la tienda. Charlotte y Roman lo sabían de primera mano.
Se tragó el nudo que se le había formado en la garganta al recordarlo.
– Encantada de conocerte, Thomas.
– Lo mismo digo.
Al cabo de menos de un minuto Charlotte se había marchado y subió corriendo a su apartamento. En cuanto introdujo la llave en la cerradura y entró, fue recibida por el ruido de las cacerolas y los sonidos de una conversación. Además del delicioso aroma del pollo frito y el puré de patatas que, sorprendentemente, le trajeron buenos recuerdos de su infancia.
Su estómago se quejaba por una combinación de hambre y miedo, porque no le cabía la menor duda de que sus padres la esperaban.
– Cariño, ya está en casa. -Las palabras de su madre demostraron que Charlotte estaba en lo cierto.
En el interior del apartamento en el que solía estar sola, Charlotte encontró a su familia y la mesa puesta para tres, flores recién cortadas y una jarra de té helado en el centro. Sus padres la recibieron en el pequeño salón. Se saludaron con expresión forzada y Charlotte en seguida se excusó para ir a lavarse. Necesitaba echarse agua fría en la cara para hacer acopio de entereza y valor.
Camino de su dormitorio, oyó los susurros de dos personas que se conocían bien. Sintió un escalofrío. No era así como imaginaba a su familia. No obstante, habían hecho un gran esfuerzo para celebrar ese encuentro, y era obvio que habían interpretado su llamada de teléfono como un acercamiento, que es lo que era. Ahora sólo le quedaba hacer las paces con sus propios fantasmas.
La cena se desarrolló en silencio. No porque Charlotte quisiera incomodar a sus padres, sino porque no sabía qué decir. Habían pasado demasiados años como para preguntar cómo le había ido a su padre en el trabajo o si Charlotte disfrutaba con el suyo. Se preguntaba si no era demasiado tarde para todo. Si así era, también era demasiado tarde para ella y Roman, idea que Charlotte se resistía a aceptar.
Cuando hubieron terminado la comida, Charlotte se quedó mirando la taza de café y dando vueltas a la cucharilla, haciendo acopio de valor.
– Bueno -carraspeó.
– Bueno. -Annie miró a Charlotte con tanta esperanza y expectativa en los ojos que a Charlotte le pareció que podía atragantarse con ellas.
Su madre deseaba una reconciliación y a Charlotte sólo se le ocurría una manera.
– ¿Por qué no os habéis divorciado? -preguntó ante la tarta de manzana hecha por su madre. A sus padres se les cayó el tenedor al unísono. Pero no pensaba disculparse por preguntar lo que tenía en mente desde hacía años.
Necesitaba comprender cómo habían llegado a ese punto. Ya era hora.
Capítulo 13
Russell observó a su hija sin mirar a su esposa a propósito. Si dejaba que Annie le influyera, seguiría culpándose de sus separaciones, pero nada más. Y no sólo porque quería tener una buena relación con Charlotte, sino porque tenía el presentimiento de que el futuro de ella dependía de lo que él respondiera.
De sus respuestas sinceras.
– Tu madre y yo nunca nos hemos divorciado porque nos queremos.
Charlotte bajó el tenedor y dejó la servilleta en la mesa.
– Perdona, pero tienes una forma muy curiosa de demostrarlo.
Y ése era el problema pensó Russell.
– Las personas tienen formas distintas de expresar sus sentimientos. A veces incluso ocultan cosas para proteger a sus seres queridos.
– ¿Eso es una excusa por haber desaparecido todos estos años? Lo siento. Pensaba que sería capaz de esto, pero no puedo.
Se levantó y Russell hizo otro tanto, al tiempo que la agarraba del brazo.
– Sí puedes. Por eso me llamaste. Si quieres gritar, chillar o patalear, adelante. Estoy seguro de que me lo merezco. Pero si quieres escuchar y luego seguir con tu vida, creo que te resultará mucho más beneficioso.
Se hizo el silencio y él dejó que Charlotte calibrara, decidiera qué hacer a partir de ahí. No le pasó por alto que Annie se había quedado sentada, observando en silencio. El doctor Fallon había dicho que todos los antidepresivos tardaban algún tiempo en empezar a actuar, así que Russell no esperaba milagros de la noche a la mañana. Si no se sentía preparada para participar en la conversación, por lo menos estaba presente, y sabía que para ella ya suponía un paso enorme.
Charlotte cruzó los brazos y exhaló un suspiro de aceptación.
– De acuerdo. Soy toda oídos.
– Tu madre siempre supo que yo quería actuar, y que no podía vivir de la interpretación en Yorkshire Falls.
Charlotte miró fijamente a Annie en espera de confirmación y ella asintió.
– Para que quede bien claro, nos casamos antes de que se quedara embarazada de ti y nos casamos porque quisimos -explicó su padre.