– Eres un genio. Gracias. -Sylvia le devolvió la sonrisa y después miró los pantalones. -Vaya, te has puesto perdido. Me ofrecería a secártelos, pero a lo mejor resultaba un poco descarado pedirte que te los quitaras en nuestra primera cita. Ya he perdido un poco la práctica, pero probablemente no es lo más correcto. -Por otra parte, sabía que si no lo hacía lo pasaría mal durante toda la cena con los pantalones empapados. Y además, pensó, y no se equivocaba, que estaría cansado del viaje y que no le apetecía sentirse incómodo. -Bueno, a lo mejor deberíamos dejar a un lado el protocolo de la primera cita por una vez. Quítate los pantalones y los meteré en la secadora. Voy a buscar una toalla. Podemos pedir una pizza.
Volvió a los cinco minutos con una toalla de baño blanca, suave, esponjosa, lujosa. Le indicó el baño de invitados para que se cambiara. Gray salió enseguida con los vaqueros en la mano y la toalla alrededor de la cintura. Tenía un aspecto curioso con la toalla, la camisa y calcetines y zapatos.
– Me siento un poco ridículo -reconoció con una sonrisa avergonzada, -pero supongo que me sentiría más ridículo cenando en calzoncillos.
Sylvia se echó a reír, y Gray la siguió al salón, una habitación enorme llena de cuadros y esculturas. Era una colección increíble. Observó que había varias obras de artistas importantes.
– ¡Vaya! Tienes unas cosas fantásticas.
– Llevo años coleccionándolas. Algún día se las dejaré a mis hijos.
Las palabras de Sylvia le recordaron que no era tan sencillo como parecía, al menos para él. La sola mención de los hijos lúe como si resonara un trueno. Nunca había querido relacionarse con una mujer que tuviera hijos, pero Sylvia era distinta. Todo en ella era diferente de las mujeres que había conocido, y quizá también lo fueran sus hijos. Al menos, no eran de él. Sentía un terror psicótico hacia los niños, o una especie de fobia. No sabía a ciencia cierta qué significaba, pero sí que no era nada bueno.
– ¿Dónde están? -preguntó, mirando a su alrededor con nerviosismo, como si esperase que saltaran de un armario y se abalanzasen sobre él, como serpientes o pit bulls. Sylvia vio su expresión y le hizo gracia.
– En Europa, ¿recuerdas? Donde viven. En Oxford y en Florencia, No vendrán hasta Navidades. Estás a salvo. Aunque a mí me gustaría que estuvieran aquí.
– ¿Lo pasaste bien en el viaje con ellos? -preguntó Gray con cortesía mientras Sylvia iba a la cocina para poner la secadora y regresaba al salón.
– Muy bien. ¿Y tú? ¿Qué tal el resto del viaje? Se sentó en el sofá y Gray en un enorme sillón de cuero negro, frente a ella. Estaba preciosa, descalza y en vaqueros, y Gray feliz de verla, más feliz de lo que se sentía desde hacía años. La había echado en falta, algo que le parecía una locura. Apenas la conocía, pero durante las últimas semanas del viaje no había dejado de pensar en ella.
– Estupendo -contestó Gray, sentado en el sillón de cuero con la toalla enrollada, mientras Sylvia intentaba no reírse al mirarlo. Parecía absurdo, vulnerable y encantador. -Bueno, en realidad no -se corrigió. -Estuvo bien, pero no tanto como en Portofino y Cerdeña contigo. Pensé mucho en ti cuando te fuiste. -Yo también he pensado en ti -reconoció Sylvia, y le sonrió. -Me alegro de que hayas vuelto. No esperaba que me llamaras tan pronto.
– Yo tampoco. O bueno, sí. Quería llamarte en cuanto volviera.
– Me alegro de que hayas llamado. Por cierto, ¿qué clase de pizza quieres?
– ¿Cuál te gusta a ti?
– Todas. De salchichón, pesto, albóndigas, sencilla…
– Pues con todo eso -repuso Gray, mirándola. Sylvia parecía sentirse a gusto en sus dominios.
– Voy a pedirla con todo, menos anchoas. Detesto las anchoas -dijo Sylvia al salir de la habitación.
– Yo también.
Sylvia fue a ver cómo iba la secadora, volvió con los vaqueros de Gray y se los dio.
– Póntelos. Voy a encargar la pizza. Gracias por arreglarme el fregadero.
– No te lo he arreglado -le recordó. -Solo he cortado la llave de paso para que no salga agua. Tendrá que venir un fontanero el martes.
– Ya lo sé.
Le sonrió y Gray fue al cuarto de baño, con los pantalones en la mano. Volvió y le dio la toalla a Sylvia, doblada, y ella pareció sorprenderse.
– ¿Pasa algo?
– Que no has dejado la toalla tirada en el suelo. ¿Qué te pasa a ti? Pensaba que era lo que hacían todos los hombres.
Volvió a sonreírle, y él le devolvió la sonrisa. A Gray le había preocupado un poco ver el sobresalto de Sylvia al devolverle la toalla. El apartamento estaba tan impecable que no se le ocurrió otra cosa sino dársela bien doblada.
– ¿Quieres que vuelva al baño y la deje en el suelo? Sylvia negó con la cabeza y llamó para encargar la pizza. Después le ofreció a Gray un vaso de vino. Tenía varias botellas de un excelente vino de California en la nevera y abrió una de ellas. Era Chardonnay, y a Gray le pareció delicioso cuando lo cató.
Volvieron al salón. En esta ocasión Sylvia se sentó junto a Gray en el sofá, no enfrente, al otro lado de la mesita de cristal como antes. Gray sintió la imperiosa necesidad de acercarla más a él, pero aún no estaba preparado para eso, y Sylvia tampoco. Notaba que ambos se sentían incómodos. Apenas se conocían y llevaban varias semanas sin verse.
– A mí tampoco me pareces precisamente normal y corriente -dijo Gray en respuesta al asombro de Sylvia por no haber dejado tirada en el suelo una toalla blanca y limpia. -Si lo fueras, te habría dado una especie de ataque de nervios por lo del agua que se te salía del fregadero, o incluso me habrías dicho que yo tenía la culpa o que tu último novio o tu ex marido está haciendo algo que te aterroriza porque nos quiere ver muertos a los dos. Y en cualquier momento podría subir por la escalera de incendios pistola en mano.
– No hay escalera de incendios -replicó Sylvia como pidiendo perdón y riéndose de lo que acababa de decir Gray. No podía ni imaginarse con qué clase de mujeres se había relacionado, y Gray tampoco lo entendía.
– Eso simplifica las cosas -dijo Gray en voz baja, fascinado. -Me encanta tu casa, Sylvia. Es preciosa, elegante y sencilla, como tú.
No era pretenciosa, ni vistosa, pero todo en ella tenía estilo y una gran calidad.
– A mí también me gusta. Aquí hay un montón de tesoros que significan mucho para mí.
– Lo comprendo -dijo Gray, pensando que Sylvia estaba convirtiéndose para él en un tesoro muy importante.
Al verla de nuevo, se había dado cuenta de que le gustaba aún más que antes. Verla donde vivía tenía un significado muy real. Era distinto de verla en los restaurantes o en el barco de Charlie. Entonces le había parecido guapísima y atractiva, pero en aquellos momentos era más real.
Hablaron de la galería de Sylvia y de los pintores a los que representaba mientras esperaban la pizza.
– Me encantaría ver tu obra -dijo Sylvia pensativamente, y Gray asintió con la cabeza.
– A mí también me gustaría que la vieras, pero no son la clase de cuadros que tú sueles exponer. -¿Qué galería tienes?
Sylvia sentía curiosidad, porque Gray nunca se lo había mencionado, y él contestó encogiéndose de hombros.
– De momento ninguna. Estaba muy descontento con la última. Tengo que hacer algo para encontrar otra, pero no hay prisas, porque aún no tengo suficientes obras para una exposición. En ese momento llegó la pizza, y pagó Sylvia, aunque Gray se ofreció a hacerlo. Ella le dijo que eran sus honorarios por haberle solucionado la avería. Se sentaron a la mesa de la cocina, Sylvia apagó las luces, encendió unas velas y sirvió la pizza en unos bonitos platos italianos. Todo lo que hacía y tocaba Sylvia, todo cuanto era suyo desprendía elegancia, estilo, como ella misma, con una sencilla cola de caballo, vaqueros y descalza. Llevaba las mismas pulseras de turquesa que Gray le había visto en Italia.