Adam llevó a Maggie a un bar, como le había dicho, y ella tomó una copa de vino. Adam tomó un Margarita, después un Mojito, y le dio un sorbo a Maggie. Le gustó, pero dijo que no tomaba alcohol fuerte, lo que sorprendió a Adam. Se sorprendió aún más cuando le dijo que tenía veintiséis años. Adam pensaba que era más joven. Le dijo que a veces trabajaba de modelo en ferias comerciales y que había posado para varios catálogos, pero que sobre todo trabajaba en el Pier 92, donde se sacaba una fortuna con las propinas. No costaba trabajo ver por qué. Tenía un cuerpo que no pasaba inadvertido.
Llegaron a la fiesta a la una, cuando acababa de empezar. Adam sabía que había muchas drogas por allí: cocaína, éxtasis, heroína, crack, cristal. La gente estaba más enloquecida que de costumbre, y no tardó mucho en darse cuenta de que no había buen ambiente, como pasaba a veces después de los conciertos. Bailó con Maggie unos minutos y después la sacó de allí. En la limusina la invitó a su casa a una última copa. Ella lo miró y negó con la cabeza.
– No, ya es muy tarde. Mañana tengo que trabajar, pero gracias de todos modos.
Adam no hizo ningún comentario y le dio la dirección de Maggie al conductor. Se quedó horrorizado al ver dónde vivía. Era una de las calles más peligrosas que había visto en su vida. Costaba trabajo imaginar a una chica con su aspecto viviendo allí. Su vida debía de ser una lucha cotidiana por la supervivencia, y Adam sintió lástima de ella, pero también le fastidió un poco que no fuera a pasar la noche con él.
– Espero que no te importe que no vaya a tu apartamento, Adam -añadió Maggie para disculparse; al fin y al cabo había hecho mucho por ella. -No me gustan esas cosas el primer día.
Adam se quedó mirándola, preguntándose si realmente pensaba que habría un segundo día. Maggie le apuntó su teléfono, y Adam se lo metió en un bolsillo. Lo tiraría en cuanto llegara a casa. Era divertido para una noche, o podría haberlo sido, pero no había razón alguna para volver a verla. Podía estar con cien mujeres como ella en cualquier momento. No le hacía ninguna falta una camarera del Pier 92, por muy guapa que fuera o por buenas piernas que tuviera, y no habría sido distinto sí hubiera ido a su casa con él; simplemente habría sido divertido.
– No, lo comprendo. ¿Te acompaño arriba?
El edificio era tan siniestro que daba la impresión de que fueran a asesinarla antes de entrar, pero Maggie estaba acostumbrada y negó con la cabeza.
– No hace falta -dijo tranquilamente, sonriéndole. -Tengo tres compañeras de piso. Dos duermen en el salón, y resultaría un poco incómodo que subieras, porque ya estarán dormidas.
Adam no podía ni quería imaginarse cómo sería vivir así. Solo deseaba dejarla allí y olvidarse de la gente que llevaba esa clase de vida. Maggie no era asunto suyo, ni quería que lo fuera. Lo único que quería era volver a casa.
– Gracias, señorita Mary Margaret O'Malley, Ha sido un placer conocerla. Ya nos veremos -dijo cortésmente.
– Eso espero -repuso Maggie con sinceridad, aun sabiendo que no ocurriría.
Adam llevaba una vida de cine. Conocía a personas como Vana, tenía pases para los bastidores de los teatros, iba en limusina; vivía en un mundo completamente distinto. Ella era inocente, pero no tan estúpida como a él le habría gustado.
En lugar de «buenas noches», podría haberle deseado «una buena vida», pero Adam sabía que lo más probable era que el deseo no se cumpliera. ¿Cómo? ¿Qué podía depararle la vida a una chica como ella, por guapa que fuera? ¿Qué salidas tenía? Adam sabía la respuesta: ninguna.
– Cuídate mucho -dijo mientras Maggie abría la puerta y se volvía para mirarlo por última vez.
– Y tú. Gracias. Lo he pasado muy bien. Y gracias otra vez por la butaca.
Adam le sonrió, deseando estar en la cama con ella. Habría sido mucho más agradable que estar helándose en aquella calle repugnante mientras Maggie entraba en el edificio. Lo saludó con la mano y desapareció. Adam pensó si se sentiría como Cenicienta. El baile había acabado, y la limusina y el conductor se transformarían en una calabaza y seis ratones en cuanto ella subiera la escalera.
Al entrar al coche percibió su perfume. Era barato, pero a Maggie le pegaba y tenía un aroma agradable. Lo había notado al bailar con ella, y de pronto cayó en la cuenta, con perplejidad, de que se sentía deprimido al volver a su apartamento. Resultaba deprimente ver cómo vivía aquella gente y saber que no tenían salida. Maggie O'Malley siempre viviría en edificios así, a menos que tuviera suerte, se casara con un vago de barriga cervecera y volviera a Queens, donde podría acordarse del terrible piso de Manhattan en el que vivía antes o del espantoso trabajo en el que los borrachuzos le metían mano por debajo de la falda todas las noches. Y él no era mucho mejor. Se la habría llevado a la cama si ella hubiera estado dispuesta, y al día siguiente se habría olvidado de ella. Mientras se dirigía a su casa se sintió un perfecto canalla, por primera vez desde hacía años. Empezó a plantearse sus principios morales. Charlie tenía razón. ¿Y si algún tipo trataba así a Amanda? Podía pasarle a cualquiera, pero en ese caso se trataba de una chica llamada Maggie, a quien no conocía y a quien no llegaría a conocer.
Se tomó un chupito de tequila cuando entró en su casa, pensando en ella. Salió a la terraza del ático, pensando en cómo habría sido todo si Maggie hubiera estado allí. Excitante, lo más probable. Durante un par de minutos, una hora o una noche. Eso era lo único que significaba para él, y lo que habría significado. Un bomboncito para pasar el rato. Se quitó la ropa y la tiró al suelo, junto a la cama. Se acostó en calzoncillos, como siempre, y se olvidó de Maggie. Era como si se hubiera esfumado. Maggie tenía que volver a su vida, fuera cual fuese esa vida.
CAPÍTULO 10
Aun diciéndose que no había razón para ello, Charlie volvió al centro de acogida. Llevó donuts y helado para los niños, un osito de peluche para Gabby y chucherías para su perro. Estaba obsesionado con ellos desde la primera visita, pero no era Gabby quien lo arrastraba hacia allí, como comprendió en cuanto entró en el centro. Quien lo obsesionaba era Carole, más que Gabby y su perro. Sabía que era una locura, pero no podía evitarlo. No había podido quitarse de la cabeza a Carole durante toda la semana.
– ¿Cómo es que vuelve por aquí tan pronto? -preguntó Carole con curiosidad al verlo.
Charlie iba en vaqueros, con un jersey viejo y zapatillas de deporte. Estaba en el patio, hablando tranquilamente con Tygue, cuando Carole salió de una sesión de grupo y lo vio.
– Nada, para ver qué tal.
Se había presentado sin avisar, y Carole pensó al principio que quería controlarlos y le pareció una grosería. Después Tygue le contó que había llevado helado para los niños y Gabby le enseñó el osito y le dijo lo de las chucherías para Zorro.
– Te llegan al alma, ¿verdad? -dijo Carole mientras se dirigían a su despacho. -¿Quiere un café?
– No, gracias. Ya sé que tiene mucho que hacer. No me voy a quedar mucho tiempo.
No podía justificar la visita diciendo que pasaba por allí, porque todo lo que había en el barrio era el centro de acogida y un montón de gente en pisos de alquiler, en cuyos portales los camellos vendían drogas. Lo único que podría haber estado haciendo allí era comprar heroína o crack.
– Qué detalle, haber traído cosas para los niños. Les encantan las visitas. Ojalá pudiéramos hacer más por ellos, pero nunca tenemos suficiente dinero. Tengo que dedicar lo que conseguimos a cosas importantes, como los sueldos, la calefacción y las medicinas, pero ellos prefieren el helado -dijo Carole, sonriendo a Charlie.
Y de pronto él se alegró de haber ido. Quería volver a verla, y ahora que la tenía delante no se le ocurría ninguna razón para justificarlo. Se dijo que admiraba su labor, que era cierto, pero había algo más. Le gustaba hablar con ella y quería conocerla mejor, pero no se lo explicaba. Carole era trabajadora social y él dirigía la fundación. Ahora que le había dado el dinero que necesitaba, no había realmente razones para mantener el contacto, aparte de los informes económicos. Sus vidas eran demasiado diferentes para que hubiera una excusa para el contacto social entre ellos. Charlie sabía que Carole sentía desprecio por la vida que él llevaba y por su mundo. Era una mujer que se sacrificaba por unos niños que luchaban por sobrevivir, y él un hombre que llevaba una vida de lujo y excesos.