Mientras hablaba de ella los ojos de Charlie parecían dos carbones al rojo, y Sylvia y Gray lo notaron. Carole había desencadenado un auténtico incendio en su cabeza y en su corazón con lo que le había enseñado.
– Bueno, ¿cuándo vas a invitarla a cenar? -preguntó burlonamente Gray, rodeando los hombros de Sylvia con un brazo. Charlie había disfrutado de la velada con ellos, la comida había sido decente, cosa rara, y la conversación animada. Se sorprendió al darse cuenta de que Sylvia le caía aún mejor que en Portofino. Parecía más delicada, más indulgente, y tuvo que reconocer que con su amigo era maravillosa. Incluso lo había recibido a él con toda amabilidad, con los brazos abiertos.
– ¿Y si te digo que nunca? -dijo Charlie con una sonrisa compungida. -Carole detesta todo lo que yo represento. El día que la conocí me miró como si yo fuera un cretino porque llevaba traje.
Por no hablar del reloj de oro.
– Pues parece un poco dura, ¿no? Pero si le has dado un millón de pavos, ¿qué esperaba? ¿Que te presentaras allí en pantalones cortos y chanclas? -dijo Gray, molesto por Charlie.
– Es posible -contestó Charlie, dispuesto a perdonarle a Carole su dureza. Pensaba que lo que ella hacía era mucho más importante que todo lo que él había hecho durante toda una vida. Lo único que él hacía era firmar cheques y dar dinero. Carole estaba en las trincheras con aquellos niños todos los días, luchando por su vida. -No le gusta cómo vivimos nosotros, ni las cosas que hacemos. Es casi una santa, Gray.
Charlie parecía muy convencido, y Gray sintió ciertos recelos.
– ¿No has dicho que ha ido a Princeton? A lo mejor es de una buena familia y quiere expiar sus pecados colectivos.
– No lo creo. Me imagino que tendría una beca. Cuando yo estaba allí había mucha gente así, y últimamente todavía más. Ya no es tan elitista como antes, algo que me parece muy bien. Además, dice que detesta Princeton.
Aunque el club gastronómico al que pertenecía era bueno, pero había muchas maneras de entrar a formar parte de él. Ni siquiera Princeton era ya el club de los buenos chicos de antes. El mundo había cambiado, y lo habían cambiado las personas como Carole. Charlie representaba un atavismo, que vivía de la gloria de su aristocrática familia, mientras que Carole era una especie completamente nueva.
– ¿Por qué no la invitas a salir? -insistió Gray, y también lo animó Sylvia. -¿O es un callo?
No se le había ocurrido pensarlo, en vista de que Charlie la ponía por las nubes, y daba por sentado que sería atractiva. No se imaginaba a Charlie entusiasmado con una mujer fea, pero a lo mejor en aquel caso lo era. La había descrito como a la madre Teresa de Calcuta.
– No, es muy guapa, pero creo que eso también le importa un pimiento. No tiene mucho tiempo para esas cosas, solo para lo auténtico.
Y Charlie sabía que, a ojos de Carole, él no formaba parte de eso, pero también sabía que no le había dado la oportunidad de demostrarlo, y probablemente no lo haría nunca. Para ella solo era el director de la fundación.
– ¿Cómo es físicamente? -preguntó Sylvia con interés.
– Algo más de metro ochenta, rubia, guapa de cara, con ojos azules, buen tipo y no se maquilla. Dice que va a nadar y a jugar al squash cuando tiene tiempo. Tiene treinta y cuatro años.
– ¿No está casada? -preguntó Sylvia.
– No creo. No lleva anillo, y no me da la impresión de que esté casada, aunque dudo que esté sola.
Una mujer como ella no podía estar sola, pensaba, con lo cual resultaba aún más absurdo invitarla a cenar. Claro que podía fingir que era por asuntos de la fundación y averiguar más sobre ella. Esa estratagema lo atraía por un lado, pero por otro le parecía poco honrado recurrir a la fundación para conocerla mejor. De todos modos, quizá tuvieran razón Sylvia y Gray y mereciera la pena intentarlo.
– Nunca se sabe con las mujeres así -dijo Sylvia con prudencia. -A veces renuncian a muchas cosas por la causa que defienden. Si dedica tanto tiempo, energías y pasión a lo que hace, quizá sea lo único que tenga.
– Averígualo -dijo Gray, insistente. -¿Por qué no? No tienes nada que perder. Compruébalo.
Charlie se sentía raro hablando de Carole y compartiendo sus dudas con ellos. Lo hacía sentirse vulnerable, y un tanto imbécil.
Cuando Gray abrió una botella de Cháteau d'Yquem que había comprado Sylvia, casi habían convencido a Charlie, pero en cuanto llegó a su casa aquella noche comprendió lo absurdo que sería invitar a Carole a cenar. Era demasiado mayor para ella, demasiado rico, demasiado conservador, con una posición social demasiado elevada. Y, fueran cuales fuesen sus orígenes, saltaba a la vista que no le interesaban los tipos como él. Si incluso se había burlado de su reloj… No podía ni plantearse decirle que tenía un yate, a pesar de que la mayoría de las personas del círculo de Charlie sabían de la existencia del Blue Moon. Pero las revistas de navegación no podían ser más ajenas a los intereses de Carole. Charlie se rió para sus adentros al pensarlo mientras se acostaba. Gray y Sylvia tenían buenas intenciones, pero no comprendían lo diferente y exaltada que era Carole. Lo llevaba escrito en la frente, y sus mordaces comentarios sobre los clubes gastronómicos de Princeton no habían caído en saco roto. Charlie se los había tomado muy en serio.
Llamó a Gray a la mañana siguiente para darles las gracias por la cena y decirle lo bien que lo había pasado. No tenía ni idea de hacia dónde iría su relación con Sylvia, y dudaba que fuera a durar, pero de momento parecía buena para los dos, Y se sentía aliviado al darse cuenta de que Sylvia no intentaba meterse entre los dos amigos ni excluirlo a él. Así se lo dijo a Gray, quien se alegró de ver lo relajado que se sentía Charlie con Sylvia, y prometió volver a invitarlo dentro de poco.
– Incluso cocinas mejor -se burló Charlie, y Gray se echó a reír.
– Me ayudó ella -confesó, y Charlie también se rió.
– Menos mal.
– No te olvides de llamar a la madre Teresa para invitarla a cenar -le recordó Gray.
Charlie guardó silencio unos segundos y después se rió, con tristeza en esta ocasión.
– Creo que todos bebimos mucho anoche. Parecía buena idea, pero no tanto a plena luz del día,
– Tú pregúntale. ¿Qué es lo peor que podría pasar? -insistió Gray, como un hermano mayor, pero Charlie negó con la cabeza.
– Podría llamarme gilipollas y colgar. Además, sería embarazoso cuando volviera a verla.
No quería arriesgarse, aunque de momento no tenía otra cosa que hacer. No había otra mujer en su vida, y no la había desde hacía meses. Últimamente estaba cansado y se tomaba las cosas con más calma. Conquistar ya no era tan divertido. Le resultaba más fácil asistir a cenas y eventos sociales él solo, o pasar una velada agradable con amigos, como Sylvia y Gray la noche anterior. Disfrutaba más así que con los esfuerzos que le suponía quedar con una mujer y cortejarla para acabar con ella en la cama. Ya lo había hecho demasiadas veces.
– ¿Y qué? -replicó Gray a propósito de que Carole le colgara el teléfono. -Por peores cosas has pasado. ¿Quién sabe? A lo mejor es la mujer adecuada.
– Seguro. Podría vender el Blue Moon y construir el centro en Harlem con el que sueña, y a lo mejor así accedería a salir conmigo.