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– No sé si voy a poder competir con Izzy y Mo. ¿Dónde vives, por cierto?

Carole vaciló unos segundos, y Charlie se planteó de repente que quizá vivía con alguien. Tuvo la sensación de que a Carole le daba miedo que se acercara por su casa.

– En el Upper East Side.

Era una zona respetable, y Charlie pensó que a Carole le avergonzaba reconocerlo. También pensó que a lo mejor Gray tenía razón, que su familia y su educación eran más tradicionales de lo que se desprendía de su ideología. Era muy dogmática en sus creencias. Charlie había esperado que le dijera que vivía en otro barrio, como el Upper West Side, pero prefirió no decir nada al respecto, al notar su inquietud. Conocía bien a las mujeres, porque llevaba haciendo aquello mucho tiempo, mucho más que Carole, que no tenía ni la menor idea de lo experimentado que era Charlie ni lo que tenía en mente. A la menor oportunidad, que hasta entonces ella no le había dado, Charlie quería cambiar su vida.

– Pues yo conozco un sitio italiano muy tranquilo y agradable en la Ochenta y nueve -dijo Charlie. -¿Qué te parece?

– Estupendo. ¿Cómo se llama?

– Stella Di Notte. No es tan romántico como parece, En italiano significa «estrella de la noche», pero es un juego de palabras. La dueña se llama Stella, que es quien cocina y pesa unos ciento treinta kilos. No creo que pudieran levantarla del suelo ni un centímetro, pero la pasta es estupenda. La hace ella.

– Tiene buena pinta. Nos vemos allí.

A Charlie le chocó un poco que le propusiera eso, y empezó a sospechar que realmente había un hombre que vivía en su casa. Pero estaba dispuesto a averiguarlo.

– ¿No quieres que pase a recogerte?

– No -contestó Carole con sinceridad. -Prefiero ir andando. Me paso el día aquí encerrada, y vivo en la Noventa y uno. Tengo que hacer un poco de ejercicio, aunque sea andar un rato. Me sirve para despejarme la cabeza después del trabajo.

Sí, muy convincente, se dijo Charlie. Seguramente había un guaperas de treinta y cinco años esperándola en el sofá viendo la televisión.

– Entonces, ¿nos vemos allí a las siete y media? ¿Te da tiempo?

– Sí. Tengo el último grupo a las cuatro y media, o sea que puedo llegar a casa hacia las seis y media. No será un sitio muy fino, ¿no? -preguntó Carole, un poco nerviosa.

No salía casi nunca, y nunca se arreglaba. Se preguntó si Charlie esperaría que fuera con vestidito negro y collar de perlas. No tenía ninguna de las dos cosas, ni falta que le hacían. Charlie parecía ese tipo de hombre, pero era cuestión de trabajo; no pensaba arreglarse para él. Habría preferido ir a Mo. No estaba dispuesta a cambiar su forma de vida por él, por mucho dinero que fuera a darles la fundación. Había ciertas cosas que ya no hacía y que no volvería a hacer, y una de ellas era arreglarse.

– No es fino -le aseguró Charlie. -Si quieres puedes ir en vaqueros.

Aunque esperaba que no. Le habría gustado verla con un vestido.

– Si no te importa… No me va a dar tiempo a arreglarme. Bueno, no lo hago nunca. Siempre voy como me has visto.

O sea, vaqueros y zapatillas de deporte. En fin. Lástima de vestido.

– Yo iré igual -replicó Charlie.

– En esa zona al menos puedes llevar el reloj -dijo burlonamente Carole, y Charlie se rió.

– Pues es una lástima, porque lo empeñé ayer.

– ¿Cuánto te dieron?

A Carole le gustaba tomarle el pelo. Parecía buen tipo y, muy a su pesar, estaba deseando ir a cenar con él. Hacía casi cuatro años que no salía a cenar con un hombre, algo que no iba a cambiar, salvo por aquella cena de negocios. Solo una vez, se dijo.

– Veinticinco pavos -dijo Charlie en respuesta a la pregunta sobre el reloj.

– No está mal. Bueno, hasta mañana por la noche -dijo Carole, y colgó inmediatamente.

Y de repente a Charlie se le pasó por la cabeza una idea aterradora. ¿Y si estaba loca? ¿Y si lo de los vaqueros y las zapatillas de deporte era por otra cosa? ¿Y si no había ningún hombre en la vida de aquella preciosa vikinga de uno ochenta de estatura con corazón de madre Teresa de Calcuta? O aún peor; ¿y si era lesbiana? No se le había ocurrido hasta entonces, pero todo era posible. Desde luego, no era una chica normal y corriente

Estupendo, dijo para sus adentros mientras volvía a guardar la tarjeta en la cartera y llamaba al restaurante para reservar mesa. Fuera como fuese, al día siguiente lo sabría, y hasta entonces lo único que podía hacer era esperar.

CAPÍTULO 11

Charlie llegó al restaurante antes que Carole. No le había contado a nadie que iba a verla, ni siquiera a Sylvia y Gray. Todavía no había nada que contar, salvo que iban a una cena informal por la fundación, puesto que esa era la estratagema de la que se había valido. No era una cita.

También fue andando al restaurante, aunque para él era un paseo más largo; pero, como a Carole, también le venía bien tomar el aire. Llevaba todo el día intranquilo, y había llegado a convencerse de que Carole era lesbiana. Probablemente por eso no había reaccionado. Las mujeres solían responderle de alguna manera, pero Carole no. Solo había mostrado interés por los asuntos de negocios en las dos ocasiones que se habían visto. Era profesional de los píes a la cabeza, aunque con los demás parecía muy cálida, sobre todo con los niños. Y de repente recordó lo bien que se llevaba con Tygue. Quizá sí había un hombre en su vida, y era precisamente Tygue. Lo único que sabía al llegar al restaurante era que tenía un nudo en el estómago, algo que nunca había experimentado, y que Carole era un misterio que quizá no se desvelaría después de la cena. No tenía ninguna certeza de que Carole fuera a abrirse a él. Parecía completamente cerrada, como dentro de una concha, lo que suponía un reto aún mayor, junto con su impresionante cerebro.

Carole era completamente distinta de las mujeres con las que él solía salir, mujeres que se movían en sociedad, se arreglaban, bailaban, sonreían, iban a todas partes con él, jugaban al tenis y navegaban y que por lo general lo aburrían mortalmente, razón por la que quería cenar aquella noche con Carole Parker, que no parecía tener el menor interés en él y de la que ni siquiera sabía si era homosexual o heterosexual. Y, encima, le había mentido para conseguir salir con ella. Era todo absurdo.

Carole llegó cinco minutos después y se sentó con Charlie a la mesa que les había preparado Stella. Entró sonriente y relajada, con vaqueros blancos, camisa también blanca y sandalias. Llevaba el pelo aún mojado tras la ducha, recogido en una trenza. No llevaba maquillaje ni pintadas las uñas, muy cortas. Toda ella irradiaba limpieza y frescor. Se había puesto un jersey azul claro sobre los hombros, y Charlie pensó que con aquella vestimenta estaría perfecta en el Blue Moon. Aquella mujer alta, delgada, de cuerpo atlético y ojos azules como el color de su jersey podría haber pasado por tenista o navegante. Parecía sacada de un anuncio de Ralph Lauren, pero ella seguramente lo habría detestado si se lo hubiera dicho. En el fondo, Carole era mucho más Che Guevara que algo tan prosaico y de moda como una modelo de Ralph Lauren. Sonrió a Charlie nada más verlo.

– Siento llegar tarde -dijo y se sentó, al tiempo que Charlie se levantaba para saludarla.

Solo se había retrasado cinco minutos, tiempo suficiente para que Charlie ordenase un poco sus pensamientos. No quiso pedir vino hasta que llegara ella y decidieran qué iban a tomar.

– No importa. No me he dado cuenta, porque ya no llevo reloj. Había pensado gastarme en la cena los veinticinco pavos que me dieron por él -dijo Charlie sonriéndole, y ella se echó a reír.

Charlie tenía sentido del humor.

Carole no llevaba bolso. Guardaba la llave en un bolsillo y no necesitaba barra de labios, porque nunca se los pintaba, y menos aún por Charlie.