– No la encontrarás, porque nadie es perfecto, y lo sabes. Entonces, ¿qué pasa?
– Que estoy cagado de miedo -contestó con franqueza Charlie, por primera vez en su vida, y estuvo a punto de caerse de la silla al darse cuenta de lo que había dicho.
– Eso está mejor. Pero ¿por qué?
Carole hacía muy bien su trabajo, aunque Charlie no lo comprendió hasta más tarde. Su tarea consistía en llegar al corazón y la cabeza de la gente, y le encantaba. Pero Charlie comprendió instintivamente que no iba a hacerle daño. Con ella se sentía a salvo.
– Mis padres murieron cuando yo tenía dieciséis años. Mi hermana se hizo cargo de mí y murió de un tumor cerebral cuando yo tenía veintiún años. Y se acabó. Me quedé sin familia. Supongo que llevo toda la vida pensando que si uno quiere a alguien, se muere, se marcha, desaparece o te abandona. Prefiero ser yo el primero en largarme.
– Es lógico -repuso Carole en voz baja, mirándolo. Sabía que había dicho la verdad. -Las personas mueren, se marchan y desaparecen. A veces pasa, pero si tú eres el primero en largarte, seguro que acabarás solo. ¿No te importa?
– No me importaba.
En pasado. Últimamente le importaba mucho, pero no quería reconocerlo ante ella. Todavía no.
– Se paga un precio muy alto en esta vida por tener miedo… -dijo Carole en voz baja, y añadió: -por tener miedo a querer. A mí tampoco se me da muy bien. -Había decidido contárselo. Al igual que le pasaba a Charlie con ella, Carole se sentía a salvo con él. Hacía tiempo que no contaba aquella historia, y fue breve. -Me casé a los veinticuatro, con un amigo de mi padre, director de una gran empresa, un hombre muy inteligente. Antes se había dedicado a la investigación científica y montó una empresa farmacéutica que todos conocemos. Estaba como una cabra. Era veinte años mayor que yo, y un hombre extraordinario. Todavía lo es, pero también narcisista, inteligente, encantador, alcohólico, peligroso, sádico y un maltratador. Fueron los peores seis años de mi vida. Era un verdadero psicópata, y todo el mundo me decía que tenía mucha suerte por estar casada con él, porque nadie sabía lo que pasaba de puertas adentro. Tuve un accidente de coche, creo que a propósito. Lo único que quería era morirme. Él no paraba de torturarme. Me marchaba de casa un par de días y siempre volvía con él, porque me dejaba engatusar. Los maltratadores nunca pierden de vista a su presa. Cuando estaba en el hospital después del accidente recuperé el juicio. No volví. Estuve escondida en California un año, conocí a un montón de buenas personas y entendí lo que quería hacer. Al volver aquí abrí el centro y jamás me he arrepentido.
– ¿Qué pasó con él? ¿Dónde está ahora?
– Ahí sigue, torturando a otra persona. Tiene cincuenta y tantos años. Se casó con una jovencita el año pasado. Pobrecilla. Sigue tan encantador como siempre, y tan enfermo. A veces me llama, y un día me escribió una carta en la que decía que esa chica no significaba nada para él y que seguía queriéndome. No le contesté, ni pienso. Nunca le devuelvo las llamadas. Para mí se acabó, pero no he sentido el menor deseo de volver a intentarlo. Supongo que podría decir que tengo fobia al compromiso, o a las relaciones -dijo, sonriendo, -y así pienso seguir. No tengo ningunas ganas de que vuelvan a joderme la vida. No supe verlo venir, ni yo ni nadie. Todo el mundo pensaba que era guapo, encantador y rico. Es de lo que llaman «buena familia», y durante mucho tiempo mi propia familia pensó que la que estaba loca era yo. Probablemente siguen pensándolo, pero son demasiado educados para decirlo. Piensan que soy rara. Pero estoy viva y en mi sano juicio, algo que parecía más que cuestionable antes de que me empotrara con el coche en la trasera de un camión en la autopista de Long Island y me llevara un susto de muerte. Puedes creerme: estrellarme contra un camión fue mucho menos doloroso y peligroso que mi vida con él. Era un verdadero psicópata, y sigue siéndolo. Así que tiré por la ventana el reloj biológico, junto con los zapatos de tacón, el maquillaje, los vestiditos negros de fiesta y los anillos de compromiso y de boda. Lo único bueno es que no tuve hijos con él. Si no, probablemente me habría quedado a su lado. Y ahora, en lugar de un par de hijos, tengo cuarenta, un barrio entero, y a Gabby y Zorro, y soy mucho más feliz que antes.
Miró a Charlie con la pena y el dolor reflejados en los ojos. Charlie vio el martirio que había padecido, motivo por el que se preocupaba tanto por los niños con los que trabajaba. Ella también había pasado por eso, aunque de un modo diferente. Mientras le contaba su historia, Charlie sintió escalofríos en la columna vertebral. Lo había presentado con sencillez y rapidez, pero él comprendió que no había sido así. Había vivido una pesadilla de la que finalmente había despertado, pero había tardado seis años, durante los cuales debía de haber sufrido terriblemente. Lamentaba que le hubiera ocurrido, mucho más de lo que Carole podía imaginar, pero al menos seguía viva para contarlo y para realizar una labor extraordinaria. Podría haber estado inmóvil y babeando en algún sitio, o enloquecida por las drogas o el alcohol, o muerta. Por el contrario, llevaba una vida agradable, pero a costa de haber renunciado a muchas cosas.
– Lo siento, Carole. Supongo que a todos tiene que ocurrirnos algo terrible en un momento dado. En la vida se trata de lo que hacemos después, de cuántos trocitos podemos rescatar de la basura para pegarlos y recomponer la pieza. -Sabía que a él aún le faltaban trozos, y muy grandes. -Tienes mucho valor.
– Y tú. Perder a toda tu familia a la edad que tú la perdiste es un golpe atroz para un niño. No se llega a superar por completo, pero quizá seas lo suficientemente valiente para no salir pitando un día. Espero que lo consigas -dijo Carole con dulzura.
– Espero que tú también -repuso Charlie en voz baja, mirándola, agradecido por la sinceridad de ambos.
– Yo prefiero apostar por ti. -Le sonrió. -Me gusta mi vida de ahora. Es sencilla, sin complicaciones.
– Y solitaria -añadió Charlie sin rodeos en cuanto Carole guardó silencio. -No puedes negarlo. Mentirías. Yo también me siento solo, como todo el mundo. Si uno decide estar solo, a lo mejor nadie le hace daño, pero paga un precio muy alto. Sale muy caro, y tú lo sabes. A lo mejor así no tienes chichones visibles ni heridas recientes, pero cuando vuelves a casa por la noche, oyes lo mismo que yo, el silencio, y todo está oscuro. Nadie te pregunta cómo estás, y a nadie le importa un pepino. Quizá a tus amigos sí, pero los dos sabemos que no es lo mismo.
– No, claro que no -reconoció Carole con honradez. -Pero la alternativa da aún más miedo.
– Quizá el silencio nos dé más miedo algún día. A mí me pasa a veces.
Sobre todo últimamente. Y el tiempo no lo favorecía, ni a
Carole durante muchos más años.
– ¿Y qué haces? -preguntó ella con curiosidad.
– Huir. Salir. Viajar. Ver a los amigos. Ir a fiestas. Salir con mujeres. Hay muchas maneras de llenar el vacío, la mayoría artificiales, y vayas a donde vayas, te llevas a ti mismo y tus fantasmas. Yo también he pasado por eso.
Jamás había sido tan sincero con nadie, salvo con su terapeuta, pero estaba cansado de tanto artificio y de fingir que todo iba bien. A veces no iba tan bien.
– Sí, lo sé -dijo Carole bajito. -Yo trabajo hasta caer rendida, y me digo que me debo a mis clientes. Pero no siempre es por ellos. Unas veces sí, pero otras veces es por mí. Y si no tengo otra cosa que hacer cuando vuelvo a casa, voy a nadar, al gimnasio o a jugar al squash.
– A ti al menos te sienta bien. -Le sonrió. -Somos un desastre, ¿verdad? Dos personas con fobia al compromiso cenando y compartiendo secretos del oficio en un elegante edificio de piedra rojiza, lo que sorprendió a Charlie, y no lo invitó a entrar. Tampoco él lo esperaba. Pensaba que las cosas habían ido mejor que bien para ser la primera vez que salían.