Ben era médico, y Gideon solo vendía seguros. El hecho de que Adam se hubiera licenciado cum laude perdía todo valor ante otro hecho: que estuviera divorciado porque su mujer lo había dejado, circunstancia de la que solo él era culpable, según su madre. Si fuera un hombre como es debido, ¿por qué iba a dejarlo una chica como Rachel? Y había que ver con qué mujeres salía desde entonces. Siempre era la misma canción, y Adam se la sabía de memoria. Era un juego en el que nunca podía ganar. Seguía intentándolo, pero no sabía por qué.
Al poco rato entró Mae para decirles que la cena estaba servida, y, mientras se sentaban en los sitios de costumbre, Adam vio a su madre mirándolo desde el otro extremo de la mesa. Aquella mirada podría haberlo fulminado. Su padre se colocó enfrente, y las dos parejas a ambos lados. Sus hijos aún estaban comiendo en la cocina, y Adam todavía no los había visto. Habían estado jugando al baloncesto y fumando cigarrillos a escondidas fuera. Los hijos de Adam nunca iban allí. Su madre los veía a solas, con Rachel, cuando le parecía. Adam siempre se sentaba entre su padre y su hermana, como si le hubieran hecho un hueco en el último momento, y siempre le tocaba la pata de la mesa. En realidad no le importaba, pero parecía una señal del cielo el hecho de que en aquella familia no hubiera sitio para él, sobre todo en los últimos años. Desde que se había divorciado de Rachel y había pasado a ser socio del bufete, poco antes, lo trataban como a un paria, causa de dolor y vergüenza para todos, en especial para su madre. Sus logros, muy considerados en el mundo exterior, no importaban nada en aquella casa. Lo trataban como a un extraterrestre, y allí sentado, sintiéndose como un marciano, fue palideciendo por minutos, deseando volver a su casa de inmediato. Lo peor era que aquella era su casa, por mucho que le costara creerlo. Todos le hacían que se sintiera como si fuera un extraño, un enemigo.
– Bueno, ¿dónde has estado últimamente? -preguntó su madre en cuanto se hizo el silencio, para que todos pudieran oírle enumerar sitios como Las Vegas y Atlantic City, donde había apuestas, prostitución y bandas enteras de mujeres de vida alegre, todas las cuales habían ido allí para que Adam se aprovechara de ellas.
– Pues aquí y allá -contestó Adam con vaguedad. Se conocía el truco. Resultaba difícil evitar los escollos, pero siempre lo intentaba, -En agosto estuve en Italia y Francia -le recordó a su madre.
Habría sido absurdo contarle que había estado en Atlantic City la semana anterior, resolviendo otro problema urgente. Por suerte, su madre no tenía ni idea de dónde había estado en Rosh Hashaná ni había esperado que fuera a casa. Adam solo se molestaba en ir en Yom Kipur. Miró a su hermana, que le sonrió. En unos segundos de alucinación la vio con el pelo de punta, mechones blancos y enormes colmillos. Siempre pensaba en ella como la novia de Frankenstein. Tenía dos hijos, un chico y una chica, a los que Adam raramente veía, que eran iguales que Gideon y ella. Asistía a la ceremonia de Bar Mitzvá de todos, pero después no volvía a verlos. Sus sobrinos y sus sobrinas eran unos extraños para él, y, como reconocía ante Charlie y Gray, lo prefería. Insistía en que todos los miembros de su familia eran bichos raros, precisamente lo que ellos pensaban de él.
– ¿Qué tal en Lake Mohonk? -le preguntó a su madre.
No sabía por qué seguían yendo allí. Su padre había ganado una fortuna en la Bolsa hacía cuarenta años y podrían haber ido a cualquier parte del mundo. A su madre le gustaba fingir que todavía eran pobres y, como detestaba los aviones, nunca se arriesgaban a ir muy lejos.
– Muy bien -contestó la madre, buscando otro tema para pincharlo.
Normalmente usaba cualquier cosa que él dijera para darle la paliza. El truco de Adam consistía en no ofrecerle información, aparte de la que ella encontraba en los tabloides, que compraba religiosamente, o lo que veía en la televisión. Solía enviarle recortes con las fotos más desagradables, en las que Adam aparecía detrás de un cliente esposado y a punto de entrar en la cárcel. Siempre le adjuntaba notitas: «Por si acaso no lo habías visto…». Cuando eran especialmente espantosas, se las enviaba separadas, por triplicado, con notitas que siempre empezaban con: «Creo que se me había olvidado enviarte…».
– ¿Cómo te encuentras, papá?
Esa solía ser la siguiente tentativa de Adam de entablar conversación, siempre con la misma respuesta. De pequeño estaba convencido de que unos seres extraterrestres habían sustituido a su padre por un robot con una pieza defectuosa que le dificultaba el habla. Era capaz de hablar, pero primero había que darle un empujoncito, y después uno se daba cuenta de que se le había agotado la pila. La respuesta invariable de su padre, tras unos momentos, era «bastante bien», mientras miraba fijamente el plato, nunca a su interlocutor, y seguía comiendo. Abstraerse y negarse a participar en una conversación era el único recurso de su padre para soportar cincuenta y siete años de matrimonio con su madre. Ben, su hermano, cumpliría cincuenta y cinco años aquel invierno, Sharon acababa de cumplir cincuenta, y Adam había sido un accidente que tuvo lugar nueve años más tarde, alguien a quien al parecer ni siquiera merecía que se le dirigiera la palabra, salvo cuando hacía algo mal.
No recordaba que su madre le hubiera dicho que lo quería ni una sola vez, ni que le hubiera dedicado una palabra cariñosa desde que nació. Era motivo de ignominia e irritación desde su más tierna infancia. Lo más amable que habían hecho por él era hacer caso omiso de su existencia; lo peor, reñirlo, reprenderlo y pegarle, todo lo cual Había corrido a cargo de su madre mientras se hacía mayor, y seguía haciéndolo cuando ya había cumplido los cuarenta. Lo único que había suprimido con los años eran los azotes.
– Bueno, ¿con quién sales ahora, Adam? -le preguntó su madre cuando Mae llevó la ensalada.
Adam supuso que, como no había ido a la sinagoga y tenía que castigarlo por ello, sacaba temprano la artillería pesada. Por norma, esperaba hasta el postre y el café para lanzarle aquella andanada. Había aprendido hacía tiempo que no existía ninguna respuesta correcta. Todo el mundo se le echaría encima si decía la verdad, sobre ese tema o cualquier otro.
– Con nadie. He estado muy liado -respondió con vaguedad.
– Ya se nota -replicó la madre dirigiéndose rápidamente y muy erguida hacia el aparador.
Era delgada y enjuta y disfrutaba de una forma física extraordinaria para sus setenta y nueve años, mientras que el padre empezaba a ponerse un poco rechoncho. Sacó un ejemplar del Enquirer y se lo pasó a todos los invitados para que lo vieran. Aún no le había enviado a Adam los recortes. Al parecer lo había reservado para la festividad, de modo que todo el mundo pudiera disfrutarlo, y no solo Adam.
Adam vio que era una fotografía suya en el concierto de Vana. A su lado había una chica con la boca abierta de par en par y los ojos cerrados, chaqueta de cuero y unos pechos a punto de reventar la blusa negra. Llevaba una falda tan corta que parecía, que no llevaba nada.
– ¿Quién es esa? -preguntó su madre en un tono que daba a entender que Adam les ocultaba algo.
Adam se quedó mirando la fotografía unos momentos. Al principio no le dijo nada, pero después lo recordó. Maggie. La chica a la que le había proporcionado un asiento junto al escenario y a la que había acompañado después a su casa. Estuvo tentado de decirle a su madre que no se preocupara, que no tenía importancia porque no se había acostado con ella.
– Una chica que estaba a mi lado en el concierto -contestó sin dar más explicaciones.
– ¿No habías salido con ella?
Adam se debatió entre el alivio y la decepción. Tendría que buscar otra arma.
– No. Fui con Charlie.
– ¿Con quién?
La madre siempre fingía no acordarse. Para Adam, olvidar los nombres de sus amigos era otra forma de rechazo.