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Aleixandre Vicente

Sombra del paraíso

EL POETA

Para ti, que conoces cómo la piedra canta, y cuya delicada pupila sabe ya del peso de una montaña sobre un ojo dulce, y cómo el resonante clamor de los bosques se aduerme suave un día en nuestras venas;
para ti, poeta, que sentiste en tu aliento la embestida brutal de las aves celestes, y en cuyas palabras tan pronto vuelan las poderosas alas de las águilas como se ve brillar el lomo de los calientes peces sin sonido: oye este libro que a tus manos envío con ademán de selva, pero donde de repente una gota fresquísima de rocío brilla sobre una rosa, o se ve batir el deseo del mundo, la tristeza que como párpado doloroso cierra el poniente y oculta el sol como una lágrima oscurecida. mientras la inmensa frente fatigada siente un beso sin luz, un beso largo, unas palabras mudas que habla el mundo finando.
Sí, poeta: el amor y el dolor son tu reino. Carne mortal la tuya, que, arrebatada por el espíritu, arde en la noche o se eleva en el mediodía poderoso, inmensa lengua profética que lamiendo los cielos ilumina palabras que dan muerte a los hombres.
La juventud de tu corazón no es una playa donde la mar embiste con sus espumas rotas, dientes de amor que mordiendo los bordes de la tierra, braman dulce a los seres.
No es ese rayo velador que súbitamente te amenaza, iluminando un instante tu frente desnuda, para hundirse en tus ojos e incendiarte, abrasando los espacios con tu vida que de amor se consume.
No. Esa luz que en el mundo no es ceniza última, luz que nunca se abate como polvo en los labios, eres tú, poeta, cuya mano y no luna yo vi en los cielos una noche brillando.
Un pecho robusto que reposa atravesado por el mar respira como la inmensa marea celeste, y abre sus brazos yacentes y toca, acaricia los extremos límites de la tierra.
¿Entonces? Sí, poeta; arroja este libro que pretende encerrar en sus páginas un destello del sol, y mira a la luz cara a cara, apoyada la cabeza en la roca, mientras tus pies remotísimos sienten el beso postrero del poniente y tus manos alzadas tocan dulce la luna, y tu cabellera colgante deja estela en los astros.

1

CRIATURAS EN LA AURORA

Vosotros conocisteis la generosa luz de la inocencia.
Entre las flores silvestres recogisteis cada mañana el último, el pálido eco de la postrer estrella. Bebisteis ese cristalino fulgor, que como una mano purísima dice adiós a los hombres detrás de la fantástica presencia montañosa. Bajo el azul naciente, entre las luces nuevas, entre los puros céfiros primeros, que vencían a fuerza de candor a la noche, amanecisteis cada día, porque cada día la túnica casi húmeda se desgarraba virginalmente para amaros, desnuda, pura, inviolada.
Aparecisteis entre la suavidad de las laderas, donde la hierba apacible ha recibido eternamente el beso instantáneo de la luna. Ojo dulce, mirada repentina para un mundo estremecido que se tiende inefable más allá de su misma apariencia.
La música de los ríos, la quietud de las alas, esas plumas que todavía con el recuerdo del día se plegaron para el amor, como para el sueño, entonaban su quietísimo éxtasis bajo el mágico soplo de la luz, luna ferviente que aparecida en el cielo parece ignorar su efímero destino transparente.
La melancólica inclinación de los montes no significaba el arrepentimiento terreno ante la inevitable mutación de las horas: era más bien la tersura, la mórbida superficie del mundo que ofrecía su curva como un seno hechizado.
Allí vivisteis. Allí cada día presenciasteis la tierra, la luz, el calor, el sondear lentísimo de los rayos celestes que adivinaban las formas, que palpaban tiernamente las laderas, los valles, los ríos con su ya casi brillante espada solar, acero vívido que guarda aún, sin lágrima, la amarillez tan íntima, la plateada faz de la luna retenida en sus ondas.
Allí nacían cada mañana los pájaros, sorprendentes, novísimos, vividores, celestes. Las lenguas de la inocencia no decían palabras: entre las ramas de los altos álamos blancos sonaban casi también vegetales, como el soplo en las frondas. ¡Pájaros de la dicha inicial, que se abrían estrenando sus alas, sin perder la gota virginal del rocío!
Las flores salpicadas, las apenas brillantes florecillas del soto, eran blandas, sin grito, a vuestras plantas desnudas. Yo os vi, os presentí cuando el perfume invisible besaba vuestros pies, insensibles al beso.
¡No crueles: dichosos! En las cabezas desnudas brillaban acaso las hojas iluminadas del alba. Vuestra frente se hería, ella misma, contra los rayos dorados, recientes, de la vida, del sol, del amor, del silencio bellísimo.
No había lluvia pero unos dulces brazos parecían presidir a los aires, y vuestros cuellos sentían su hechicera presencia, mientras decíais palabras a las que el sol naciente daba magia de plumas.
No, no es ahora cuando la noche va cayendo, también con la misma dulzura pero con un levísimo vapor de ceniza, cuando yo correré tras vuestras sombras amadas. Lejos están las inmarchitas horas matinales, imagen feliz de la aurora impaciente, tierno nacimiento de la dicha en los labios, en los seres vivísimos que yo amé en vuestras márgenes. El placer no tomaba el temeroso nombre de placer, ni el turbio espesor de los bosques hendidos, sino la embriagadora nitidez de las cañadas abiertas donde la luz se desliza con sencillez de pájaro.
Por eso os amo, inocentes, amorosos seres mortales de un mundo virginal que diariamente se repetía cuando la vida sonaba en las gargantas felices de las aves, los ríos, los aires y los hombres.

DESTINO TRÁGICO

Confundes ese mar silencioso que adoro con la espuma instantánea del viento entre los árboles.
Pero el mar es distinto. No es viento, no es su imagen. No es el resplandor de un beso pasajero, ni es siquiera el gemido de unas alas brillantes.
No confundáis sus plumas, sus alisadas plumas, con el torso de una paloma. No penséis en el pujante acero del águila. Por el cielo las garras poderosas detienen el sol. Las águilas oprimen a la noche que nace, la estrujan -todo un río de último resplandor va a los mares- y la arrojan remota, despedida, apagada, allí donde el sol de mañana duerme niño sin vida.
Pero el mar, no. No es piedra esa esmeralda que todos amasteis en las tardes sedientas. No es piedra rutilante toda labios tendiéndose, aunque el calor tropical haga a la playa latir, sintiendo el rumoroso corazón que la invade.
Muchas veces pensasteis en el bosque. Duros mástiles altos, árboles infinitos bajo las ondas adivinasteis poblados de unos pájaros de espumosa blancura. Visteis los vientos verdes inspirados moverlos, y escuchasteis los trinos de unas gargantas dulces: ruiseñor de los mares, noche tenue sin luna, fulgor bajo las ondas donde pechos heridos cantan tibios en ramos de coral con perfume.